Pablo Neruda en la ceremonia de entrega del
Premio Nobel de Literatura
10 de diciembre de 1971
Mi discurso será una larga travesía, un viaje mío por regiones lejanas y
antípodas, no por eso manos semejantes al paisaje y a las soledades del norte.
Hablo del extremo sur de mi país. Tanto y tanto nos alejamos los chilenos hasta
tocar con nuestros límites el Polo Sur, que nos parecemos a la geografía de
Suecia, que roza con su cabeza el norte nevado del planeta.
Por allí, por aquellas extensiones de mi patria adonde me condujeron
acontecimientos ya olvidados en sí mismos, hay que atravesar, tuve que atravesar
los Andes buscando la frontera de mi país con Argentina. Grandes bosques cubren
como un túnel las regiones inaccesibles, y como nuestro camino era oculto y
vedado, aceptábamos tan sólo los signos más débiles de la orientación. No había
huellas, no existían senderos y con mis cuatro compañeros a caballo buscábamos
en ondulante cabalgata -eliminando los obstáculos de poderosos árboles,
imposibles ríos, roqueríos inmensos, desoladas nieves, adivinando más bien- el
derrotero de mi propia libertad. Los que me acompañaban conocían la
orientación, la posibilidad entre los grandes follajes, pero para saberse más
seguros montados en sus caballos marcaban de un machetazo aquí y allá las
cortezas de los grandes árboles dejando huellas que los guiarían en el regreso,
cuando me dejaran solo con mi destino.
Cada uno avanzaba embargado en aquella soledad sin márgenes, en aquel
silencio verde y blanco, los árboles, las grandes enredaderas, el humus
depositado por centenares de años, los troncos semiderribados que de pronto
eran una barrera más en nuestra marcha. Todo era una naturaleza deslumbradora y
secreta y a la vez una creciente amenaza de frío, nieve, persecución. Todo se
mezclaba: la soledad, el peligro, el silencio y la urgencia de mi misión.
A veces seguíamos una huella delgadísima, dejada quizás por contrabandistas
o delincuentes comunes fugitivos, e ignorábamos si muchos de ellos habían
perecido, sorprendidos de repente por las glaciales manos del invierno, por las
tormentas tremendas de nieve que, cuando en los Andes se descargan, envuelven
al viajero, lo hunden bajo siete pisos de blancura.
A cada lado de la huella contemplé en aquella salvaje desolación, algo como
una construcción humana. Eran trozos de ramas acumulados que habían soportado
muchos inviernos, vegetal ofrenda de centenares de viajeros, altos túmulos de
madera para recordar a los caídos, para hacer pensar en los que no pudieron
seguir y quedaron allí para siempre debajo de las nieves. También mis
compañeros cortaron con sus machetes la ramas que nos tocaban las cabezas y que
descendían sobre nosotros desde la altura de las coníferas inmensas, desde los
robles cuyo último follaje palpitaba antes de las tempestades del invierno. Y
también yo fui dejando en cada túmulo un recuerdo, una tarjeta de madera, una
rama cortada del bosque para adornar las tumbas de uno y otro de los viajeros
desconocidos.
Teníamos que cruzar un río. Esas pequeñas vertientes nacidas en las cumbres
de los Andes se precipitan, descargan su fuerza vertiginosa y atropelladora, se
tornan en cascadas, rompen tierras y rocas con la energía y la velocidad que
trajeron de las alturas insignes: pero esa vez encontramos un remanso, un gran
espejo de agua, un vado. Los caballos entraron, perdieron pie y nadaron hacia
la otra ribera. Pronto mi caballo fue sobrepasado casi totalmente por las
aguas, yo comencé a mecerme sin sostén, mis piernas se afanaban al garete
mientras la bestia pugnaba por mantener la cabeza al aire libre. Así cruzamos.
Y apenas llegados a la otra orilla, los vaqueanos, los campesinos que me
acompañaban me preguntaron con cierta sonrisa:
-¿Tuvo mucho miedo?
-¿Tuvo mucho miedo?
-Mucho. Creí que había llegado mi última hora -dije.
-Ibamos detrás de usted con el lazo en la mano -me respondieron.
-Ahí mismo -agregó uno de ellos- cayó mi padre y lo arrastró la corriente.
No iba a pasar lo mismo con usted.
Seguimos hasta entrar en un túnel natural que tal vez abrió en las rocas
imponentes un caudaloso río perdido, o un estremecimiento del planeta que
dispuso en las alturas aquella obra, aquel canal rupestre de piedra socavada,
de granito, en el cual penetramos. A los pocos pasos las cabalgaduras resbalaban,
trataban de afincarse en los desniveles de piedra, se doblegaban sus patas,
estallaban chispas en las herraduras: más de una vez me vi arrojado del caballo
y tendido sobre las rocas. Mi cabalgadura sangraba de narices y patas, pero
proseguimos empecinados el vasto, espléndido, el difícil camino.
Algo nos esperaba en medio de aquella selva salvaje. Súbitamente, como
singular visión, llegamos a una pequeña y esmerada pradera acurrucada en regazo
de las montañas: agua clara, prado verde, flores silvestres, rumor de ríos y el
cielo azul arriba, generosa luz ininterrumpida por ningún follaje.
Allí nos detuvimos como dentro de un círculo mágico, como huéspedes de un
recinto sagrado, y mayor condición de sagrada tuvo aún la ceremonia en la que
participé. Los vaqueros bajaron de sus cabalgaduras. En el centro del recinto
estaba colocada, como en un rito, una calavera de buey. Mis compañeros se
acercaron silenciosamente, uno por uno, para dejar unas monedas y algunos
alimentos en los agujeros de hueso. Me uní a ellos en aquella ofrenda destinada
a toscos Ulises extraviados, a fugitivos de todas las raleas que encontrarían
pan y auxilio en las órbitas del toro muerto.
Pero no se detuvo en este punto la inolvidable ceremonia. Mis rústicos
amigos se despojaron de sus sombreros e iniciaron una extraña danza, saltando
sobre un solo pie alrededor de la calavera abandonada, repasando la huella
circular dejada por tantos bailes de otros que por allí cruzaron antes.
Comprendí entonces de una manera imprecisa, al lado de mis impenetrables
compañeros, que existía una comunicación de desconocido a desconocido, que
había una solicitud, una petición y una respuesta aun en las más lejanas y
apartadas soledades de este mundo.
Más lejos, ya a punto de cruzar las fronteras que me alejarían por muchos
años de mi patria, llegamos de noche a las últimas gargantas de las montañas.
Vimos de pronto una luz encendida que era indicio cierto de habitación humana
y, al acercarnos, hallamos unas desvencijadas construcciones, unos destartalados
galpones al parecer vacíos. Entramos a uno de ellos y vimos, al claror de la
lumbre, grandes troncos encendidos en el centro de la habitación, cuerpos de
árboles gigantes que allí ardían de día y de noche y que dejaban escapar por
las hendiduras del techo un humo que vagaba en medio de las tinieblas como un
profundo velo azul. Vimos montones de quesos acumulados por quienes los
cuajaron a aquellas alturas. Cerca del fuego, agrupados como sacos, yacían
algunos hombres. Distinguimos en el silencio las cuerdas de una guitarra y las
palabras de una canción que, naciendo de las brasas y de la oscuridad, nos
traía la primera voz humana que habíamos topado en el camino. Era una canción
de amor y de distancia, un lamento de amor y de nostalgia dirigido hacia la
primavera lejana, hacia las ciudades de donde veníamos, hacia la infinita
extensión de la vida. Ellos ignoraban quienes éramos, ellos nada sabían del
fugitivo, ellos no conocían mi poesía ni mi nombre. ¿O lo conocían, nos
conocían? El hecho real fue que junto a aquel fuego cantamos y comimos, y luego
caminamos dentro de la oscuridad hacia unos cuartos elementales. A través de
ellos pasaba una corriente termal, agua volcánica donde nos sumergimos, calor
que se desprendía de las cordilleras y nos acogió en su seno.
Chapoteamos gozosos, cavándonos, limpiándonos el peso de la inmensa
cabalgata. Nos sentimos frescos, renacidos, bautizados, cuando al amanecer
emprendimos los últimos kilómetros de jornada que me separarían de aquel
eclipse de mi patria. Nos alejamos cantando sobre nuestras cabalgaduras, plenos
de un aire nuevo, de un aliento que nos empujaba al gran camino del mundo que
me estaba esperando. Cuando quisimos dar (lo recuerdo vivamente) a los
montañeses algunas monedas de recompensa por las canciones, por los alimentos,
por las aguas termales, por el techo y los lechos, vale decir, por el
inesperado amparo que nos salió al encuentro, ellos rechazaron nuestro
ofrecimiento sin un ademán. Nos habían servido y nada más. Y en ese "nada
más", en ese silencioso nada más había muchas cosas subentendidas, tal vez
el reconocimiento, tal vez los mismos sueños.
Señoras y Señores:
Yo no aprendí en los libros ninguna receta para la composición de un poema:
y no dejaré impreso a mi vez ni siquiera un consejo, modo o estilo para que los
nuevos poetas reciban de mí alguna gota de supuesta sabiduría. Si he narrado en
este discurso ciertos sucesos del pasado, si he revivido un nunca olvidado
relato en esta ocasión y en este sitio tan diferente a lo acontecido, es porque
en el curso de mi vida he encontrado siempre en alguna parte la aseveración
necesaria, la fórmula que me aguardaba, no para endurecerse en mis palabras
sino para explicarme a mí mismo.
En aquella larga jornada encontré las dosis necesarias a la formación del
poema. Allí me fueron dadas las aportaciones de la tierra y del alma. Y pienso
que la poesía es una acción pasajera o solemne en que entran por parejas
medidas la soledad y la solidaridad, el sentimiento y la acción, la intimidad
de uno mismo, la intimidad del hombre y la secreta revelación de la naturaleza.
Y pienso con no menor fe que todo está sostenido -el hombre y su sombra, el
hombre y su actitud, el hombre y su poesía- en una comunidad cada vez más
extensa, en un ejercicio que integrará para siempre en nosotros la realidad y
los sueños, porque de tal manera los une y los confunde. Y digo de igual modo
que no sé, después de tantos años, si aquellas lecciones que recibí al cruzar
un río vertiginoso, al bailar alrededor del cráneo de una vaca, al bañar mi
piel en el agua purificadora de las más altas regiones, digo que no sé si
aquello salía de mí mismo para comunicarse después con muchos otros seres, o
era el mensaje que los demás hombres me enviaban como exigencia o
emplazamiento. No sé si aquello lo viví o lo escribí, no sé si fueron verdad o
poesía, transición o eternidad, los versos que experimenté en aquel momento,
las experiencias que canté más tarde.
De todo ello, amigos, surge una enseñanza que el poeta debe aprender de los
demás hombres. No hay soledad inexpugnable. Todos los caminos llevan al mismo
punto: a la comunicación de lo que somos. Y es preciso atravesar la soledad y
la aspereza, la incomunicación y el silencio para llegar al recinto mágico en
que podemos danzar torpemente o cantar con melancolía; mas en esa danza o en
esa canción están consumados los más antiguos ritos de la conciencia: de la
conciencia de ser hombres y de creer en su destino común.
En verdad, si bien alguna o mucha gente me consideró un sectario, sin
posible participación en la mesa común de la responsabilidad, no quiero
justificarme, no creo que las acusaciones ni las justificaciones tengan cabida
entre los deberes del poeta. Después de todo, ningún poeta administró la
poesía, y si alguno de ellos se detuvo a acusar a sus semejantes, o si otro
pensó que podría gastarse la vida defendiéndose de recriminaciones razonables o
absurdas, mi convicción es que sólo la vanidad es capaz de desviarnos hasta
tales extremos. Digo que los enemigos de la poesía no están entre quienes la
profesan o resguardan, sino en la falta de concordancia del poeta. De ahí que
ningún poeta tenga más enemigo esencial que su propia incapacidad para
entenderse con los más ignorados y explotados de sus contemporáneos; y esto
rige para todas las épocas y para todas las tierras.
El poeta no es un "pequeño dios"(*). No, no es un "pequeño
dios". No está signado por un destino cabalístico superior al de quienes
ejercen otros menesteres y oficios. A menudo expresé que el mejor poeta es el
hombre que nos entrega el pan de cada día: el panadero más próximo, que no se
cree dios. El cumple su majestuosa y humilde faena de amasar, meter al horno,
dorar y entregar el pan de cada día, con una obligación comunitaria. Y si el
poeta llega a alcanzar esa sencilla conciencia, podrá también la sencilla
conciencia convertirse en parte de una colosal artesanía, de una construcción
simple o complicada, que es la construcción de la sociedad, la transformación
de las condiciones que rodean al hombre, la entrega de la mercadería: pan,
verdad, vino, sueños. Si el poeta se incorpora a esa nunca gastada lucha por
consignar cada uno en manos de los otros su ración de compromiso, su dedicación
y su ternura al trabajo común de cada día y de todos los hombres, el poeta
tomará parte en el sudor, en el pan, en el vino, en el sueño de la humanidad
entera. Sólo por ese camino inalienable de ser hombres comunes llegaremos a
restituirle a la poesía al anchuroso espacio que le van recortando en cada
época, que le vamos recortando en cada época nosotros mismos.
Los errores que me llevaron a una relativa verdad, y las verdades que
repetidas veces me condujeron al error, unos y otras no me permitieron -ni yo
lo pretendí nunca- orientar, dirigir, enseñar lo que se llama el proceso
creador, los vericuetos de la literatura. Pero sí me di cuenta de una cosa: de
que nosotros mismos vamos creando los fantasmas de nuestra propia mitificación.
De la argamasa de lo que hacemos, o queremos hacer, surgen más tarde los
impedimentos de nuestro propio y futuro desarrollo. Nos vemos indefectiblemente
conducidos a la realidad y al realismo, es decir a tomar una conciencia directa
de lo que nos rodea y de los caminos de la transformación, y luego
comprendemos, cuando parece tarde, que hemos construido una limitación tan exagerada
que matamos lo vivo en vez de conducir la vida a desenvolverse y florecer. Nos
imponemos un realismo que posteriormente nos resulta más pesado que el ladrillo
de las construcciones, sin que por ello hayamos erigido el edificio que
contemplábamos como arte integral de nuestro deber. Y en sentido contrario, si
alcanzamos a crear el fetiche de lo incomprensible (o de lo comprensible para
unos pocos), el fetiche de lo selecto y de lo secreto, si suprimimos la
realidad y sus degeneraciones realistas, nos veremos de pronto rodeados de un
terreno imposible, de una tembladera de hojas, de barro, de nubes, en que se
hunden nuestros pies y nos ahoga una incomunicación opresiva.
En cuanto a nosotros en particular, escritores de la vasta extensión
americana, escuchamos sin tregua el llamado para llenar ese espacio enorme con
seres de carne y hueso. Somos conscientes de nuestra obligación de pobladores y
-al mismo tiempo que nos resulta esencial el deber de una comunicación crítica
en un mundo deshabitado y, no por deshabitado menos lleno de injusticias,
castigos y dolores- sentimos también el compromiso de recobrar los antiguos
sueños que duermen en las estatuas de piedra, en los antiguos monumentos
destruidos, en los anchos silencios de pampas planetarias, de selvas espesas,
de ríos que cantan como truenos. Necesitamos colmar de palabras los confines de
un continente mudo y nos embriagaba esta tarea de fabular y de nombrar. Tal vez
esa sea la razón determinante de mi humilde caso individual; y en esa circunstancia
mis excesos, o mi abundancia, o mi retórica, no vendrían a ser sino actos, los
más simples, del menester americano de cada día. Cada uno de mis versos quiso
instalarse como un objeto palpable: cada uno de mis poemas pretendió ser un
instrumento útil de trabajo: cada uno de mis cantos aspiró a servir en el
espacio como signos de reunión donde se cruzaron los caminos, o como fragmentos
de piedra o de madera en que alguien, otros, los que vendrán, pudieran
depositar los nuevos signos.
Extendiendo estos deberes del poeta, en la verdad o en el error, hasta sus
últimas consecuencias, decidí que mi actitud dentro de la sociedad y ante la
vida debía ser también humildemente partidaria. Lo decidí viendo gloriosos
fracasos, solitarias victorias, derrotas deslumbrantes. Comprendí, metido en el
escenario de las luchas de América, que mi misión humana no era otra sino
agregarme a la extensa fuerza del pueblo organizado, agregarme con sangre y
alma; con pasión y esperanza, porque sólo de esa henchida torrentera pueden nacer
los cambios necesarios a los escritores y a los pueblos. Y aunque mi posición
levantara o levante objeciones amargas o amables, lo cierto es que no hallo
otro camino para el escritor de nuestros anchos y crueles países, si queremos
que florezca la oscuridad, si pretendemos que los millones de hombres que aún
no han aprendido a leernos ni a leer, que todavía no saben escribir ni
escribirnos se establezcan en el terreno de la dignidad sin la cual no es
posible ser hombres integrales.
Heredamos la vida lacerada de pueblos que arrastran un castigo de siglos,
pueblos los más edénicos, los más puros, los que construyeron con piedras y
metales torres milagrosas, alhajas de fulgor deslumbrante, pueblos que de
pronto fueron arrasados y enmudecidos por las épocas terribles del colonialismo
que aún existe. Nuestras estrellas primordiales son la lucha y la esperanza.
Pero no hay lucha ni esperanzas solitarias. En todo hombre se juntan las épocas
remotas, la inercia, los errores, las pasiones, las urgencias de nuestro
tiempo, la velocidad de la historia. Pero, ¿qué sería de mí si yo, por ejemplo,
hubiera contribuido en cualquiera forma al pasado feudal del gran continente
Americano? ¿Cómo podría yo levantar la frente, iluminada por el honor que
Suecia me ha otorgado, si no me sintiera orgulloso de haber tomado una mínima
parte en la transformación actual de mi país? Hay que mirar el mapa de América,
enfrentarse a la grandiosa diversidad, a la generosidad cósmica del espacio que
nos rodea, para entender que muchos escritores se niegan a compartir el pasado
de oprobio y de saqueo que oscuros dioses destinaron a los pueblos americanos.
Yo escogí el difícil camino de una responsabilidad compartida y, antes de
reiterar la adoración hacia el individuo como sol central del sistema, preferí
entregar con humildad mi servicio a un considerable ejército que a trechos
puede equivocarse, pero que camina sin descanso y avanza cada día enfrentándose
tanto a los anacrónicos recalcitrantes como a los infatuados impacientes.
Porque creo que mis deberes de poeta no sólo me indicaban la fraternidad con la
rosa y la simetría, con el exaltado amor y con la nostalgia infinita, sino
también con las ásperas tareas humanas que incorporé a mi poesía.
Hace hoy cien años exactos, un pobre y espléndido poeta, el más atroz de
los desesperados, escribió esta profecía: A l'aurore, armés d'une ardente
patience, nous entrerons aux splendides Villes. (Al amanecer, armados de una
ardiente paciencia, entraremos a las espléndidas ciudades).
Yo creo en esa profecía de Rimbaud, el vidente. Yo vengo de una oscura
provincia, de un país separado de todos los otros por la tajante geografía. Fui
el más abandonado de los poetas y mi poesía fue regional, dolorosa y lluviosa.
Pero tuve siempre confianza en el hombre. No perdí jamás la esperanza. Por eso
tal vez he llegado hasta aquí con mi poesía, y también con mi bandera.
En conclusión, debo decir a los hombres de buena voluntad, a los
trabadores, a los poetas que el entero porvenir fue expresado en esa frase de
Rimbaud: sólo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad
que dará luz, justicia, dignidad a todos los hombres.
Así la poesía no habrá cantado en vano.
(*) Alusión a un verso del poema Arte poética de Vicente Huidobro.
Discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura
Trailer de la película
Neruda, diario de un fugitivo
(Manuel Basoalto, 2014).
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