En casi treinta años de existencia, este premio ha sido otorgado a nueve poetas y solamente, hoy, a un poeta nacido en estos valles y llanuras, en estos lugares empapados en lágrimas y sangre que forman el país llamado México. No incurriré en nacionalismo pero el hecho me da mucho gusto, pues a los poetas de esta nación nos hace falta ánimo para seguir adelante, igual que a la mayoría de nuestros compatriotas.
El premio ha sido entregado a un chileno (Nicanor Parra), dos cubanos (Cintio Vitier y Eliseo Diego), dos argentinos (Olga Orozco y Juan Gelman), un español naturalizado mexicano (Tomás Segovia), un venezolano (Rafael Cadenas), un francés (Yves Bonnefoy) y una uruguaya (Ida Vitale). Veo esa lista que agrupa un número de poetas igual al número de las musas y me entran deseos de salir corriendo. ¿Cómo así?, ¿cómo yo en esa lista? No es posible: es un sueño. Quiero hacer ahora un homenaje a esos poetas y pedirles el viático para ponerme a su lado. Comienzo mis evocaciones:
En un festival de poesía, en la Ciudad de México, hace ya muchos años, los organizadores invitaron a Nicanor Parra. Desgraciadamente no vino, porque el dictadorcillo de Chile no se lo permitió. Yo participé en el festival y decidí utilizar el tiempo que me tocaba para leer versos del ausente; cuando concluí mi lectura, fui módicamente aplaudido. Vean ustedes lo que ocurrió luego. Cuando terminé de leer unos cuantos antipoemas y me retiré del escenario, Octavio Paz me dio un abrazo y me dijo: “Muy bien, Huerta, muy bien.” Fue la única persona de ese festival que me dijo que mi homenaje al antipoeta chileno tuvo sentido. Estoy seguro de que Parra nunca se enteró. Por un instante me vi junto a esos dos poetas inmensos y sentí una alegría recóndita, solamente mía.
A Cintio Vitier y a Eliseo Diego los imagino siempre junto a José Lezama Lima —el Lince de Trocadero—, a quien nunca conocí personalmente. A Cintio Vitier lo veo al lado de Fina García Marruz, agradecido por el discurso-ponencia que pronuncié en su honor aquí mismo, en esta feria de libros, en 2002. Eran aquellas cuartillas un puñado de apuntes llenos de admiración en torno a su hermoso libro Lo cubano en la poesía. De Eliseo Diego, recuerdo una de las dedicatorias más hermosas que me han puesto en libro alguno: “Para David Huerta, de repente, un hijo más”, lo que significa que soy una suerte de sobreviviente, idos ya Rapi y Lichi Diego, los hijos de sangre.
Poco puedo decir de los argentinos Olga Orozco y Juan Gelman. Recuerdo, eso sí, mis diminutas conversaciones con Jaime García Terrés, grávidas de admiración, ante el libro de Olga Orozco que iba a publicarse con el sello del Fondo de Cultura Económica, y cuyas pruebas de imprenta examinábamos en ese momento. Recuerdo a Juan Gelman en Saint-Denis, en un homenaje internacional a Paul Éluard, en 1994.
Tomás Segovia es para mí una especie de estrella polar: me orienta, me ilumina, sé que en “la nocturna capa de la esfera” es el diamante que más brilla, con una asombrosa constancia. Apenas conversé con él pero a veces lo veo en la mirada sabia y resplandeciente de su hijo, el poeta Francisco Segovia, uno de mis maestros.
A Rafael Cadenas lo he leído con avidez y tengo presentes unos apuntes suyos sobre San Juan de la Cruz que conseguí en una biblioteca pública de Caracas y que me acompañaron largos años.
Al nombre del francés Yves Bonnefoy uno inevitablemente el nombre de mi queridísima Elsa Cross, su extraordinaria traductora al español.
Ida Vitale siempre está allí, aquí, junto a Enrique Fierro. Es la nonagenaria más ilustre de la poesía de nuestro idioma. Junto con el gran Eduardo Lizalde comparte una parecida edad bíblica y el genio despierto, feroz en su lucidez, en la precisión apasionada, en la gracia de cada verso, en el don de la prosodia y en la inteligencia del idioma.
A ellos les pregunto ahora: “¿Puedo recibir este premio?” Como diría Borges, mi vanidad y mi nostalgia han armado una escena imposible. Los nueve poetas parecen asentir con un gesto leve, no sé si con desgano o con resignación.
* * *
En un primer momento, cuando estaba preparando las notas para este discurso, pensé que sería una buena idea refrendar aquí, ante ustedes, mis credenciales, modestas o razonables, como lector y hacedor de poesía: declaración de motivos y noticia de los avatares vividos, durante décadas, por una vocación temprana ejercida luego con fortuna desigual. Hubiera querido, en este primer tramo de mi discurso, hablar de mis maestros, de mis colegas, de mis interlocutores, de mis amigos, de mi esposa Verónica, presencia central en mi vida, hecha de pura luz radiante; lo haré más tarde: se los debo en este momento en el que los tengo tan presentes. Pero ocurrió un hecho que me pareció casi mágico: encontré el verdadero tema de estos renglones releyendo a una escritora que admiro: Teresa González Arce, cuyo libro Días hábiles me parece una obra maestra de diafanidad e inteligencia. En una página de Días hábiles, entonces, hallé el tema de mi discurso y ahora lo declaro con todas sus letras: mi tema, hoy, es el mejor poema del mundo.
¿Cómo lo encontré en ese libro de Teresa González Arce? Leí un breve pasaje en el que ella describe “la mejor canción del mundo” y se me ocurrió que podía yo sencillamente sustituir las palabras “canción” y “canciones” por “poema” y “poemas”, en un ejercicio de glosa o paráfrasis que resultó en esta descripción:
El mejor poema del mundo es el que se instala para siempre en nuestra mente con la fuerza no de uno sino de varios poemas que resuenan los unos en los otros y que forman con el tiempo una red infinita de imágenes, sensaciones y significados.
Eso es, en verdad, el mejor poema del mundo. ¿Cómo podemos escucharlo, verlo, leerlo, citarlo, memorizarlo? ¿Existe realmente o es únicamente un “objeto conjetural” como los edificios de las grandiosas especulaciones metafísicas, a veces cristalinas, a veces brumosas? ¿Es quizá como el Aleph de la calle Garay, en Buenos Aires, una pequeña esfera tornasolada en la que, a pesar de su tamaño, podemos asomarnos a la totalidad del universo visible? Podemos escuchar, ver, leer, citar, memorizar el mejor poema del mundo si somos capaces de mirar ese lugar donde se ha instalado y que, lo diré cuanto antes, se confunde y aun se identifica con él: la mente humana, la mente de cada uno de nosotros, la mente de todos. La mente humana es el mejor poema del mundo.
¿Y quién es el autor, quiénes son los autores, del mejor poema del mundo? Es una pregunta maliciosa e inocente. No tiene una respuesta precisa pero un modo de responderla está en la palabra que designa a la primera persona del plural: nosotros. Nosotros somos el autor o los autores del mejor poema del mundo; nosotros: la tribu, el grupo humano, la comunidad que formamos a lo largo de los milenios.
El mejor poema del mundo es una red que se ha tejido en nuestra mente con esos elementos: está ahí, aquí, a nuestro alcance. A los significados, sensaciones e imágenes puede uno agregar otros componentes, como el ritmo, la melodía de las palabras o las frases, el poder de evocación del poema, su gravitación en nuestras vidas para iluminarlas o cifrarlas y dejarlas encerradas en un vaso que siempre tenemos cerca para saciar nuestra sed de poesía.
La descripción del mejor poema del mundo despierta en mí una especie de pulsión locativa: veo lugares y objetos cuando se habla de la mente y de la red increíblemente animada que la ocupa. Es una red llena de movimiento, al mismo tiempo cerrada y abierta. En la Soledad segunda, don Luis de Góngora describió las redes de los pescadores, redes tendidas verticalmente dentro de las aguas marinas, de un tamaño que permite llevar a cabo la recolección del día con eficacia —no una de esas redes mayores, que, dice el poema, “mucho océano y pocas aguas prenden”. De las redes pescadoras realmente eficaces, don Luis ofreció estas imágenes prodigiosas; son, dice,
… laberinto nudoso, de marino
Dédalo, si de leño no, de lino
fábrica escrupulosa, y aunque incierta,
siempre murada, pero siempre abierta.
Así, como esas redes, el vertical trasmallo de la pesca marinera, con “sus plomos graves y sus corchos leves”, dice el poeta —objetos que le permiten estabilidad y firmeza—; así es la mente: “siempre murada, pero siempre abierta”. Es asimismo un laberinto, como lo describe don Luis de Góngora, además de ese entramado de simetrías dinámicas que atrapan las sensaciones, las imágenes, los significados, los ritmos, las melodías léxicas y silábicas, y las instalan, al fijarlas, sin que pierdan su vivacidad, en la mente y en las estribaciones y hondonadas de la imaginación. Es ahí, y de esa manera, como circula ávida e incesantemente, en la mente de la tribu, el mejor poema del mundo.
Red, laberinto, rizoma, sistema de conexiones y relaciones intensas, diversas, la mente humana es el mejor poema del mundo, inextricablemente enlazado con esa red infinita y resonante que se despliega en el tiempo, habitada por sueños e ideas, poblada por las muchedumbres del pensamiento y la fantasía. No podemos desligar el mejor poema del mundo del sitio donde se halla. Atacar la poesía es atacar la mente humana, es decir: la inteligencia, la imaginación, la capacidad de discernimiento, las fuerzas de la crítica y el juicio.
Un gran bardo inglés, Shelley, decía que sus colegas, los poetas, son los legisladores no reconocidos del mundo. Creo que se refería a esto que estoy diciendo; los poetas son como los pescadores de la Soledad segunda. Mantienen abierta y protegida esa red, con la que podemos y debemos pensar, sentir e imaginar: obedecen el imperativo mismo del ser humano, de su existencia. Renunciar al pensamiento y al lenguaje articulado en los altares de la obediencia ciega, del irracionalismo que convierte a la tribu en un rebaño, manso o feroz, según convenga a los poderosos, significa renunciar a la humanidad misma. ¿Cómo legislan los poetas? Nos dan las leyes de la mente: imaginar, juzgar, discernir, sentir el mundo y traducirlo en palabras para compartirlo con nuestros semejantes. Los poetas son los grandes vivientes, para usar una frase forjada por Federico Nietzsche. Ellos muestran el fondo de la existencia y las formas que ésta asume; formulan leyes de vida. Tengo para mí que el gran tema de la literatura —es decir, de la poesía— es la ley, una ley anterior a la humanidad, que se confunde con la vida del cosmos. Para precisar lo que digo sobre la ley y la literatura, evocaré unas ideas de Joseph Conrad: el propósito del arte —dice Conrad— es hacerle la más alta justicia al universo visible, iluminando la verdad diversa que subyace en cada fenómeno, en cada presencia. Justicia, ley: en el centro, el brillo fecundo de la verdad.
El mejor poema del mundo tiene la belleza del agua, es decir: del rasgo distintivo, el más sobresaliente, en el diseño de nuestro planeta, como dice el poeta Joseph Brodsky. He aquí una de las formas de esa ley de la que hablé hace un momento. Es la Hermana Agua de Amado Nervo; el agua de medusas de Coral Bracho; el agua multiforme de Francisco Segovia; el agua de Raúl Zurita, el gran poeta visionario de Chile, que la ha visto volar ávidamente sobre el Desierto de Atacama, como la vio, en Brasil, también volando por el cielo y los techos, mi querido y admirado Néstor Perlongher, quizás el argentino más encantador que he conocido. El agua que bebemos, el agua de la llovizna y el chubasco, el agua en las manos y los pechos, el agua de los baños lustrales, el agua insaciable de la sed mitigada, el agua que llena el vaso sublime en el que José Gorostiza contempla con estoicismo la cadena inmensa y llameante de la regeneración cósmica (planta-semilla-planta) y la extinción sin fin de todos los seres, una aniquilación paradójica que se confunde con la vida, que es la vida misma, la vida infinitesimal y la vida sin límites en cuyos horizontes vemos el rostro de nuestros hermanos como en un espejo líquido, y en ellos nos reconocemos y hacia ellos dirigimos el fuego de nuestro corazón templado en esa agua interminable, cifra de toda belleza y poder central del mejor poema del mundo.
Quien toque con una mano trémula el mejor poema del mundo toca a los seres humanos y en ellos, en su poderosa fragilidad, toca también la luz de la mente. El poema está ahí, donde ellos estén; ese poema inmenso está animado, trabajado continuamente por la difícil, vigorosa, exigente y gozosa tarea del pensamiento, exaltado en la fluidez irradiante de las ideas. El poema es de una diversidad vertiginosa, el opuesto perfecto del obtuso, lerdo y estéril monólogo del poder. Por eso es importante la poesía, espejo de todo contrapoder.
Sócrates decía que la vida en las ciudades era preferible a la vida en el campo porque nos permite ver continuamente el rostro de nuestros hermanos. Me conmueve la frase “el rostro de nuestros hermanos”. Un rostro que la degradación de la violencia puede literalmente arrancarnos; así quedó, desfigurado y sin rostro, el cuerpo exánime de Julio César Mondragón la noche del 26 de septiembre de 2014 en la ciudad de Iguala.
En octubre de 2015, un año después de esa tragedia mexicana, en el marco de una ceremonia universitaria, unos cuantos compañeros nos unimos para dar una pequeña ayuda a la familia de Julio César Mondragón: un amigo palestino puso en manos de los parientes de Julio César la constancia de esa ayuda entregada con espíritu solidario. Una joven, pariente de Julio César, nos explicó la vida que llevaban en esa familia desde 2014 y lo dijo con una frase que recordaré hasta el final de mis días: “vivimos desde entonces, dijo, en el mundo del dolor”. De esa violencia trágica quedó esta frase que forma parte del mejor poema del mundo, que está lejos de ser —casi no debería yo aclararlo— un himno de puros sentimientos afirmativos y luminosos, pues despliega la vida en toda su complejidad, con sus penas y atrocidades incluidas.
He querido contar esa historia para dejar clara la abismal diversidad que habita el mejor poema del mundo. El mundo del dolor es una estrofa límpida, sangrante y sobrecogedora del poema, que podemos leer junto a tantos poemas de César Vallejo.
Podría pensarse que lo que he dicho sobre el mejor poema del mundo excluye, aunque no lo hace, los poemas singulares, cuyos autores conocemos y admiramos. Desde luego, los poemas individuales, singulares, escritos, cantados, memorizados, dichos o silenciosos, mudos acaso en las profundidades de las memorias humanas, están integrados en esa red que he intentado describir aquí. Acabo de mencionar a César Vallejo, el peruano meditabundo y abismal de los versos altivos; puedo mencionar a otros más, por supuesto, pero vuelvo a don Luis de Góngora.
Encuentro en Góngora exactamente lo contrario de lo que en él ven, por desgracia, muchos lectores y expertos: no la forma por la forma misma, con sus lujos y suntuosidades; sino una pasión auténticamente volcánica, de una originalidad deslumbrante y una sabiduría que no tengo ninguna reserva en comparar con la de los artistas más grandes, Bach, Leonardo, Mozart, Kafka. Aunque no lo parezca, el escritor de los siglos de oro que más se le asemeja, curiosamente, es Miguel de Cervantes; eso lo ha hecho ver con lucidez Antonio Alatorre, de Autlán de la Grana, Jalisco, uno de nuestros más grandes escritores y el maestro de poesía que todos quisiéramos tener. Los nombres de Cervantes y muchos otros están vinculados a Alatorre, pues con él aprendimos a recorrer las vías que nos permiten comprenderlos y disfrutarlos cabalmente. Rindo aquí un homenaje de amor y gratitud a nuestro mayor filólogo y maestro de poesía, Antonio Alatorre; su nombre está enlazado, como saben ustedes, a los de otros dos jaliscienses ilustrísimos de las letras de nuestro país: Juan Rulfo, Juan José Arreola.
Otros maestros, distantes y cercanos podría y debería yo mencionar. Dejo aquí el nombre de Jorge Luis Borges, “héroe de la lucidez que organiza”, como él describió a Paul Valéry. Y evoco a otro par de hombres maravillosos que mucho me enseñaron y a quienes extraño prácticamente todos los días: Gerardo Deniz, Arturo Cantú.
Veo en la trama del mejor poema del mundo, en la porción que tengo más cerca de los ojos y el corazón, muchas presencias y un río de espíritus. Veo a mi padre sentado ante su máquina de escribir, sonriente y trágico. Veo a mi madre, severa y también sonriente, dueña en toda hora, como decía Macedonio Fernández, de las tres certezas: Ética, Mística, Práctica, bañada en la claridad de su alma generosa: a ella le debo una porción cardinal de lo que pueda yo valer. Veo a mis alumnos de las dos universidades públicas en las que doy clases; algunos de ellos se han convertido ahora, justicia poética, en mis maestros. Veo a los compañeros del Curso de Noviembre —que llevamos a cabo en la última década del siglo pasado—, algunos de los cuales viven y trabajan ejemplarmente aquí, en Guadalajara. Veo, en fin, a mi esposa Verónica, a quien le refrendo lo que dice Garcilaso de la Vega en su Soneto Quinto, en los dos versos finales del poema: “por vos nací, por vos tengo la vida, / por vos he de morir y por vos muero.” Es el amor de mi vida y la escritora que más admiro, por su frescura y su integridad, su conocimiento de mil mundos; por su formidable sentido del humor; por su rectitud en el juicio y por su fecunda inteligencia. De lo demás no hablo porque es solamente nuestro, de mí y de ella, a lo largo de casi treinta años de matrimonio.
Agradezco al jurado del Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances del año 2019 su decisión. Lo digo llanamente pero pueden estar seguros de que pongo en ello mi más genuino y sincero reconocimiento.
A Dulce María Zúñiga, a Erandi Barbosa, a aquellos que han hecho posible esta ceremonia que me rebasa y me aturde, al mismo tiempo que me llena de gozo, un saludo lleno de cariño.
Quiero concluir este discurso en el que tanto he querido poner y tanto ha quedado fuera. Intentaré hacer un homenaje a quienes hacen los libros y con ello le dan significado y valor a esta feria. Hablo de los maestros tipógrafos, los linotipistas, los cajistas, los correctores, los fotograbadores, los ilustradores, los operadores de las prensas, los encuadernadores, los diseñadores gráficos, los almacenistas, los comercializadores, los distribuidores, los administradores, los libreros; sin olvidar a aquellos que aprovechan en el campo editorial las nuevas tecnologías digitales. Hablo de los editores que han sido tan generosos conmigo: en primer lugar, Marcelo Uribe (reconocido aquí mismo, en esta feria, en 2013) y el formidable equipo de Ediciones Era; Fernando Fernández, editor de la nueva casa llamada Cataria; Tomás Granados Salinas y su nuevo sello, que lleva el precioso nombre de Grano de Sal; Miguel Ángel de la Calleja y los cuadernillos de Parentalia; Federico de la Vega y Diana Rodríguez, de la Universidad Autónoma de Querétaro; Víctor Cabrera, poeta admirado y editor de la Universidad Nacional Autónoma de México; Emiliano Álvarez y Anaïs Abreu, creadores de las ediciones de La Dïéresis; Jeannette Lozano, directora de Vaso Roto. Forman ellos un paisaje humano y profesional diverso, unido por el amor a la literatura, a la poesía, y por la dedicación a hacer buenos libros.
Hablaré ahora de uno solo de ellos, a quien aparto de ese grupo por el valor singular de su obra: el maestro tipógrafo Juan Pascoe, de Tacámbaro, Michoacán, distinguido hace un lustro en esta feria como bibliófilo destacado. Durante la porción más importante de su vida, Pascoe ha estado al frente del Taller Martín Pescador. Hace algunos años, con él echamos a andar, mi esposa, Verónica Murguía, y yo, una colección llamada Cuadernos del Armadillo, que nos inspira un cariño imposible de poner en palabras y que todo le debe al genio de Juan Pascoe, personalidad en la que convergen los talentos del impresor renacentista con los dones musicales de los jaraneros veracruzanos. La calidad de sus impresos, el diseño de cada uno de ellos, la conciencia histórica con la que hace su trabajo, la belleza de lo que sale de las prensas del Taller Martín Pescador deberían ser un motivo de orgullo para México. Lo es para los admiradores de esos impresos, entre los cuales hay rescates únicos de las lenguas originarias de nuestro país e innumerables textos literarios de primera calidad. Saludo en Juan Pascoe a los hacedores de libros de nuestro país. Y agrego: como de pocas personas en este mundo, de los editores y maestros tipógrafos puede decirse que son “hombres de letras” en el sentido más concreto y significativo de la frase.
Recibir este premio me emociona como pocos hechos en mi vida. Este año he alcanzado las siete décadas de las que habla el Salmista. Espero que me crean si les digo que recibir el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances constituye un acontecimiento central y decisivo no nada más en el horizonte de mi trabajo literario sino en mi vida en su conjunto.
Debo decir que lo que me interesa declarar al final tiene poco que ver conmigo. Tiene que ver con aquellos a quienes me debo y sin quienes lo que hago y lo que soy no tendría ningún valor. Diré únicamente que lo que me exalta y me ilumina no es nada más el tesoro incalculable de cada individuo, sino la forma en que cada uno de nosotros se enlaza con los demás para dar testimonio del paso de la tribu por el mundo. Pienso y siento que la literatura, la poesía, el arte, el trabajo intelectual tienen sentido; es una convicción a la que nunca renunciaré, a pesar de cuanto parece oponérsele continuamente.
Es una de las prendas de orgullo de mi vida ser profesor en dos universidades públicas. Ahí está una parte medular de mi trabajo. El corazón de mi quehacer es la poesía, sin embargo. Agradezco que se me conceda este premio porque es una constancia de que he perseverado y de que mis trabajos han llegado a puerto, a pesar de sus evidentes imperfecciones; los términos del acta en la que aparecen las razones del fallo me llenan de satisfacción, en especial lo que se dice allí acerca de la fraternidad que anima lo que hago. Es una fraternidad también imperfecta pero de ella tomo porciones fundamentales de energía y aliento para seguir adelante. Esa fraternidad es una forma del amor y aspira a ser un vínculo de lucidez, de inteligencia, de discernimiento.
Por eso, fraternalmente, abrazo desde aquí a mis compañeros, a mis colegas, a mis amigos queridos, y a todos aquellos que permiten que mi corazón siga latiendo y mis afanes recojan luces y sombras, presencias y espíritus del mundo, para depositarlos en el vaso fugaz del poema que se derramará, luego, en el mejor, más espacioso y más potente poema del mundo.
Decir “gracias” quizá suene muy débil. Quisiera sin embargo que esa palabra diamantina resonara con toda su fuerza en este momento en que contemplo el camino andado y veo “los pasos por do me han traído”, como escribió en su primer soneto el príncipe de los poetas castellanos, el toledano Garcilaso de la Vega.
Una vez más, casi para terminar, entonces: gracias.
Un camino, los pasos innumerables que lo han recorrido, la palabra fraternidad en el centro del cielo. Y mi corazón, aquí, en nuestra residencia terrenal, entregado a todos ustedes.
David Huerta (México, 1949).
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