Solitud I
Adela Casado (España)
Técnica mixta sobre lienzo
Recuerdo
la primera vez que te vi, el día fijado para las visitas, de cuatro a seis,
según lo establece el reglamento inapelable del recinto carcelario. Fue en la
plazoleta que despliega irónicamente su verdor ante la puerta enrejada de la
prisión, donde se reúnen habitualmente las demás mujeres para visitar a sus
vástagos menos decorosos, los adictos al puñal y lo ajeno, todas a la espera de
la revisión y el chequeo reglamentario, con los gendarmes vociferando entre el
gentío y las visitantes vociferando su indignación, la rutina habitual. te
recuerdo ese día, tan joven, tan discreta, replegada en una esquina de la
plaza, alejada del grupo de mujeres, con una bolsa de comestibles entre las
manos, restregándolas con nerviosismo mientras pensabas –es una hipótesis- en
que ya pronto darían las cuatro y en cómo sería tu primera experiencia con el
brazo inexorable de la ley, alguien hablaba del chequeo a manos de los
guardias, requisito indispensable para ingresar a la sala de visitas y
reencontrarte al fin con Salazar, tu novio de entonces, separados por el mesón
aborrecible que todos los jueves se tiende entre los reclusos y el mundo
civilizado. Había algo especial, indefinible, en tu lejanía del grupo, esa
mirada de soslayo a los torreones y ventanas abarrotadas, en una de las cuales
estaba yo, aguardando a cualquier cosa a excepción de una visita.
Nadie
de mi familia parecía demasiado interesado en mi caso, desde que hice mi arribo
al lugar con las formalidades de rigor, una fotografía de frente, o poco menos,
mi nombre y mi libertad. No me quejo; si un día resolví participar en la
fabricación casera de billetes, el “negocio redondo” con que Fabrizio nos
prometía a todos el paraíso, es cosa mía: no voy a justificarme de nuevo, como
lo hice a brazo partido ante el juez, ni menos responsabilizar a la parentela.
El empedrado hogareño era de lo mejor, si el hijo resultó irremediablemente
cojo eso es cuento aparte. Con tu presencia insustituible en el presidio el día
de visitas, comprendí de todas formas que no era indispensable andar con los
bolsillos repletos de dinero –menos el dinero impreso en la casa de Fabrizio-,
a cambio de quedarse aquí , tras los barrotes, durante casi diez años.
Te
veo ahora de nuevo, embargada de ese aire adolescente que ya entonces anunciaba
su repliegue: una niña obligada a crecer sin previo aviso, porque Salazar, tu
novio, acababa de sorprenderlos a todos con la graciosa ocurrencia de
encañonar a un recto ciudadano en un callejón de la ciudad, circunstancia en
que la policía había tenido, a su vez, la graciosa ocurrencia de sorprenderlo a
él. Se veía en tu cara que deseabas salir corriendo de allí, para nunca más
bailar al compás de un tipo que cierto día faltó a la cita programada, cuando
pensabas que todo iba de lo mejor entre ustedes. Hasta que alguien trajo a casa
el periódico y ahí venía todo con pelos y señales, tu arbitrario Romeo en la
página de sucesos policiales, Salazar con el rostro ojeroso, demacrado en las
fotografías, y yo te lo dije, hija, ese rufián no te convenía, una madre nunca
se equivoca.
Una
semana después estabas frente a la prisión (qué iba a decir mamá), esperando a
que dieran las cuatro para rescatarlos, al rufián, de las sombras, ese jueves
memorable en que te decidiste a integrar el grupo de visitas. Yo estoy en la
celda del torreón, una de las que mira a la plazoleta, desde la cual asistí
complacido a tu nacimiento en la avenida conducente al penal, a tu rostro
pálido y agobiado, discernible entre el gentío y las demás visitante.
A
los que no teníamos vista se nos permitía quedarnos en las dependencias
adyacentes al galpón donde se reúnen los presos y sus familiares. Allí
permanecía todos los jueves, pegado a una de las puertas de acceso, a cierta
distancia del rincón donde se refugiaban tú y Salazar a conversar. Desde allí
te observaba de reojo, fumando un cigarrillo tras otro, atento a tus manos
delicadas, que Salazar acariciaba con nostalgia. De vez en cuando mirabas hacia
donde yo me hallaba apoyado, lo recuerdo bien, pero yo extraviaba la mirada en
algún punto del patio, por eso del pudor.
La
vida transcurre con parsimonia en la prisión. A poco andar, comencé a vivir
para el día de visitas, como Salazar, aferrándome a la idea de que algo sabías
de mí, el tipo encerrado para siempre, o casi, en la celda del torreón. Ya al
momento en que acepté unirme a los bajos fondos –por culpa de Fabrizio y sus
geniales propuestas- , intuía que el asunto acabaría mal, presentía los
barrotes, la soledad del torreón, esta vida restringida a cuatro paredes
insalubres, todo a cambio de vagar durante algún tiempo por la ciudad con la
sonrisa desleal de un millonario.
No
podía durar indefinidamente. No hay plazo que no se cumpla, dicen, y es verdad.
Un día le ocurrió a Salazar, que apareció corriendo por el patio a la hora en
que estirábamos allí las piernas, su rostro desencajado de alegría.
-¡Me
voy! –gritó, yendo hasta nosotros-. ¡Me han aceptado la petición!
-¿Cuándo?
–pregunté con fingido entusiasmo.
-El
miércoles.
Era
el día previo a las visitas.
Pasé
la semana entera buscando alguna alternativa, pero no la había. Consideré
incluso la posibilidad de sincerarme con Salazar y suplicarle que al menos se
quedara hasta el jueves, pero no tenía caso, no hay petición capaz de retener a
un hombre entre los barrotes una vez cumplida la sentencia, y el miércoles al
amanecer Heriberto Salazar abandonó el penal, llevándose consigo la afortunada
posibilidad de verte por última vez, sólo una más.
Al
día siguiente, el jueves, me sorprendí de nuevo apoyado contra los barrotes,
mirando a la plaza. Las mujeres estaban allí desde hacía una hora. A las
cuatro en punto cogieron sus bártulos y se dirigieron a la entrada para la
revisión. Contemplé desolado la avenida conducente a la prisión, la arboleda, a
un grupo de muchachitos jugando a algo indiscernible en la distancia y me
abandoné luego en la litera, dando cuenta de los últimos cigarrillos.
Segundos
después oí el taconeo marcial de un guardia en el pasillo, lo vi detenerse en
el umbral de mi celda.
-¡Al
galpón, Jorquera! –me ordenó-. Tienes visita.
No
sé bien cómo llegué abajo, tan sólo que fue en tiempo récord y que lloré un
poco entre tus manos, en una esquina del mesón, como un niño de pecho.
En
cuanto a Salazar, ya lo dijo tu madre, ese tipo no te convenía. Y una madre
jamás se equivoca.
De Gente al acecho, 1992.
De Gente al acecho, 1992.
Jaime Collyer Canales (Chile, 1955).
Entrevista a Jaime Collyer
entero weno loko
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