Gran escena de la muerte (1906)
Max Beckmann (Alemania, 1884 - 1950)
Óleo sobre lienzo
Colección privada
Todo consiste en llegar al
justo término
y después, dar a luz la
voz: dejar
que se complete la muerte.
Nadie va
a lamentar una metáfora
imprecisa
ni un epíteto infeliz,
cuando la muerte
está viva en el poema.
Todo estriba
en simular que nos duele
la muerte.
Sólo eso: hacer creer que
nos aterra
morir o ver la muerte.
Imprescindible
elegir una víctima que
haga
las veces de un
destinatario: el padre
o el abuelo o el que
fuere, con tal
que su muerte haya sido lo
bastante
ejemplarizadora como para
justificar una ira sin
nombre. Impostarás
la voz hasta que se
confunda con
el ciego bramido de una
bestia. Así
infundirás piedad en tu
lector.
Recomendable el terceto
pareado si se quiere
seguir la tradición del
abandono, leerás
la elegía de Hernández a
Ramón Sijé
o la que en don Francisco
de Quevedo, maestro
en el arte de la infamia
versificada
inmortalizara a fulano de
tal.
Debe ser
virtuoso el uso del
encabalgamiento:
echar mano a aliteraciones
de grueso calibre
para reproducir la
onomatopeya del desamparo
que la elegía debe -aunque
no pueda- sugerir.
El uso de la rima debe ser
implacable:
el primero con el tercero,
consonante
con perfecta -aunque
engañosa- simetría.
(El segundo con el primero
del terceto
siguiente, encadenados,
como están
ayuntados los bueyes de la
angustia
en los vastos potreros del
poema)
Importa sobre todo, la
verosimilitud de
tu desgarro y no el
desgarro mismo:
el dolor puede ser de
utilidad
siempre y cuando no atente
contra la
rigurosidad del edificio
el templo del poema debe
estar
sostenido por los números.
Sólo eso
será garantía de
profundidad
si se quiere atraer la
compasión
de un lector habituado al
verso libre.
No importa la
belleza. La verdad
será requisito
indispensable
a la hora de urdir una
elegía
que merezca el prestigio
de la muerte
o la inclusión gozosa y
dolorosa
en el canon de la nueva
poesía
española.
Deberás entender a fin de
cuentas
que el poema no es más que
un ejercicio:
no va a hacer que se
levanten los muertos
ni hará que tu padre
retorne
del oscuro país de los
dormidos
porque ya no habrá país
del que volver
ni esperanza tampoco, ni
poema.
Evitarás el troqueo, como
quien
huye de sí mismo.
El ritmo yámbico
será recomendable en estos
casos
siempre cuando haya unidad
de fondo y forma.
Repartirás los acentos de
tal modo
de sugerir la solemnidad
más aplastante
el ritmo de una marcha
funeraria
o el Réquiem de Mozart,
por ejemplo:
tarea en extremo
dificultosa
si se tiene el oído
acostumbrado
al vicio del martillo o
del
tambor.
El dolor es un lujo que
muy pocos
pueden permitirse. Y si es
así
que no sea sino un vulgar
pretexto
para erigir el templo del
poema: un
edificio cuyo lujo te
avergüenza
ha de ocultar las ruinas
sobre las que
se sostiene:
palabras que desprecia el
albañil.
El oficio
se ejerce en la oscuridad
o en el abismo
o en una mesa de
disección.
No habrá de ser
de otra manera la
escritura, si se quiere
ver la muerte morir en el
poema.
Si hablas de tu padre será
con rencor
y no con el barato lloriqueo
de los pobres de espíritu.
Odiarás
con honda intensidad lo
que te quede
de él en la memoria. No es
imprescindible que el
mundo se entere
de tu ruina pringosa, pero
si
el poema lo requiere así,
confiésalo
pero que sea solo una vez:
de tu dolor da cuenta tu
silencio.
Arrasarás con todo lo que
obstruya
la lectura fluida del
poema,
entenderás, al cabo, que
el silencio
es la onomatopeya de la
muerte,
has de darle lugar en la
elegía.
Así
evitarás la asfixia de
lector.
Has de expulsar los
ripios, con un látigo:
no entrarán en el templo
de tu padre
fariseos ni ciegos
mercaderes
de la palabrería.
Barrerás
con todo lo que no
contribuya
al despliegue lujoso de la
retórica
y lo demás entrégalo a los
perros.
Entenderás por fin que una
elegía
es cosa de vida o muerte.
O bien, al menos
te será un sustituto del
suicidio.
En el arte del corte de
los versos
es maestra la muerte.
Deberás
aprender de ella, si
pretendes
que tu elegía sea
ejemplar:
un asunto tan delicado
como la muerte
requiere tal manejo del
oficio
que sería necesario la
inmortalidad
para aprenderlo con éxito
o morir.
No podrás desasirte del
peso de una larga
tradición familiar en el
oficio
(Padre, espíritu santo,
santo, santo
el hijo: ni un gargajo
moribundo
del talento del abuelo. Ni
un terceto
construido con el mínimo
sentido
de la musicalidad: una
vergüenza)
Ni de las taras impuestas
por tus malas lecturas
de la poesía del siglo de
oro español.
Si escribes de tu padre
que sea con violencia:
lo matarás de nuevo en tu
elegía
no de otro modo lograrás
el beneplácito
de la palabra habituada al
abandono.
Que no tendrás sosiego
mientras dure
la escritura del poema.
Así de
grave
y cojonudo el arte de
escribir
sobre la piel de un
cadáver.
Sólo quien
ve la muerte de su padre,
podrá dar
notable fin a una elegía.
(como éste)
¡Un remate que haga
remorderse de envidia
-en su tumba-
a Quevedo, a Fray Luis, a
Garcilaso!
De Luz rabiosa, 2007.
Rafael
Rubio Barrientos,
Chile, 1975.
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