Lección de geografía
Alfredo Valenzuela
Puelma (Chile, 1856 – 1909)
Óleo sobre lienzo
Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago,
Chile.
A Chabela
«¿Qué hay, Pardal? Espero que por fin este año
podamos ver la lengua de las mariposas.»
El maestro aguardaba desde hacía tiempo que les
enviasen un microscopio a los de la Instrucción Pública. Tanto nos hablaba de
cómo se agrandaban las cosas menudas e invisibles por aquel aparato que los
niños llegábamos a verlas de verdad, como si sus palabras entusiastas tuviesen
el efecto de poderosas lentes.
«La lengua de la mariposa es una trompa enroscada
como un muelle de reloj. Si hay una flor que la atrae, la desenrolla y la mete
en el cáliz para chupar. Cuando lleváis el dedo humedecido a un tarro de
azúcar, ¿a que sentís ya el dulce en la boca como si la yema fuese la punta de
la lengua? Pues así es la lengua de la mariposa.»
Y entonces todos teníamos envidia de las
mariposas. Qué maravilla. Ir por el mundo volando, con esos trajes de fiesta, y
parar en flores como tabernas con barriles llenos de almíbar.
Yo quería mucho a aquel maestro. Al principio,
mis padres no podían creerlo. Quiero decir que no podían entender cómo yo
quería a mi maestro. Cuando era un pequeñajo, la escuela era una amenaza
terrible. Una palabra que se blandía en el aire como una vara de mimbre.
«¡Ya verás cuando vayas a la escuela!»
Dos de mis tíos, como muchos otros jóvenes,
habían emigrado a América para no ir de quintos a la guerra de Marruecos. Pues
bien, yo también soñaba con ir a América para no ir a la escuela. De hecho,
había historias de niños que huían al monte para evitar aquel suplicio.
Aparecían a los dos o tres días, ateridos y sin habla, como desertores del
Barranco del Lobo.
Yo iba para seis años y todos me llamaban Pardal.
Otros niños de mi edad ya trabajaban. Pero mi padre era sastre y no tenía
tierras ni ganado. Prefería verme lejos que no enredando en el pequeño taller
de costura. Así pasaba gran parte del día correteando por la Alameda, y fue
Cordeiro, el recogedor de basura y hojas secas, el que me puso el apodo:
«Pareces un pardal*».
Creo que nunca he corrido tanto como aquel verano
anterior a mi ingreso en la escuela. Corría como un loco y a veces sobrepasaba
el límite de la Alameda y seguía lejos, con la mirada puesta en la cima del
monte Sinaí, con la ilusión de que algún día me saldrían alas y podría llegar a
Buenos Aires. Pero jamás sobrepasé aquella montaña mágica.
«¡Ya verás cuando vayas a la escuela!»
Mi padre contaba como un tormento, como si le
arrancaran las amígdalas con la mano, la forma en que el maestro les arrancaba
la jeada del habla, para que no dijesen ajua ni jato ni jracias. «Todas las
mañanas teníamos que decir la frase Los
pájaros de Guadalajara tienen la garganta llena de trigo*.
¡Muchos palos llevamos por culpa de Juadalagara!» Si de verdad me quería meter
miedo, lo consiguió. La noche de la víspera no dormí. Encogido en la cama,
escuchaba el reloj de pared en la sala con la angustia de un condenado. El día
llegó con una claridad de delantal de carnicero. No mentiría si les hubiese
dicho a mis padres que estaba enfermo.
El miedo, como un ratón, me roía las entrañas.
Y me meé. No me meé en la cama, sino en la
escuela.
Lo recuerdo muy bien. Han pasado tantos años y
aún siento una humedad cálida y vergonzosa resbalando por las piernas. Estaba
sentado en el último pupitre, medio agachado con la esperanza de que nadie
reparase en mi presencia, hasta que pudiese salir y echar a volar por la
Alameda.
«A ver, usted, ¡póngase de pie!»
El destino siempre avisa. Levanté los ojos y vi
con espanto que aquella orden iba por mí. Aquel maestro feo como un bicho me
señalaba con la regla. Era pequeña, de madera, pero a mí me pareció la lanza de
Abd el Krim.
«¿Cuál es su nombre?»
«Pardal.»
Todos los niños rieron a carcajadas. Sentí como
si me golpeasen con latas en las orejas.
«¿Pardal?»
No me acordaba de nada. Ni de mi nombre. Todo lo
que yo había sido hasta entonces había desaparecido de mi cabeza. Mis padres
eran dos figuras borrosas que se desvanecían en la memoria. Miré hacia el
ventanal, buscando con angustia los árboles de la Alameda.
Y fue entonces cuando me meé.
Cuando los otros chavales se dieron cuenta, las
carcajadas aumentaron y resonaban como latigazos.
Huí. Eché a correr como un locuelo con alas.
Corría, corría como sólo se corre en sueños cuando viene detrás de uno el
Hombre del Saco. Yo estaba convencido de que eso era lo que hacía el maestro.
Venir tras de mí. Podía sentir su aliento en el cuello, y el de todos los
niños, como jauría de perros a la caza de un zorro. Pero cuando llegué a la
altura del palco de la música y miré hacia atrás, vi que nadie me había
seguido, que estaba a solas con mi miedo, empapado de sudor y meos. El palco
estaba vacío. Nadie parecía fijarse en mí, pero yo tenía la sensación de que todo
el pueblo disimulaba, de que docenas de ojos censuradores me espiaban tras las
ventanas y de que las lenguas murmuradoras no tardarían en llevarles la noticia
a mis padres. Mis piernas decidieron por mí. Caminaron hacia el Sinaí con una
determinación desconocida hasta entonces. Esta vez llegaría hasta Coruña y
embarcaría de polizón en uno de esos barcos que van a Buenos Aires.
Desde la cima del Sinaí no se veía el mar, sino
otro monte aún más grande, con peñascos recortados como torres de una fortaleza
inaccesible. Ahora recuerdo con una mezcla de asombro y melancolía lo que logré
hacer aquel día. Yo solo, en la cima, sentado en la silla de piedra, bajo las
estrellas, mientras que en el valle se movían como luciérnagas los que con
candil andaban en mi busca. Mi nombre cruzaba la noche a lomos de los aullidos
de los perros. No estaba impresionado. Era como si hubiese cruzado la línea del
miedo. Por eso no lloré ni me resistí cuando apareció junto a mí la sombra
recia de Cordeiro. Me envolvió con su chaquetón y me cogió en brazos.
«Tranquilo, Pardal, ya pasó todo.»
Aquella noche dormí como un santo, bien arrimado
a mi madre. Nadie me había reñido. Mi padre se había quedado en la cocina,
fumando en silencio, con los codos sobre el mantel de hule, las colillas amontonadas
en el cenicero de concha de vieira, tal como había sucedido cuando se murió la
abuela.
Tenía la sensación de que mi madre no me había
soltado la mano durante toda la noche. Así me llevó, cogido como quien lleva un
serón, en mi regreso a la escuela. Y en esta ocasión, con el corazón sereno,
pude fijarme por vez primera en el maestro. Tenía la cara de un sapo.
El sapo sonreía. Me pellizcó la mejilla con
cariño. «Me gusta ese nombre, Pardal.» Y aquel pellizco me hirió como un dulce
de café. Pero lo más increíble fue cuando, en medio de un silencio absoluto, me
llevó de la mano hacia su mesa y me sentó en su silla. Él permaneció de pie,
cogió un libro y dijo:
«Tenemos un nuevo compañero. Es una alegría para
todos y vamos a recibirlo con un aplauso.» Pensé que me iba a mear de nuevo por
los pantalones, pero sólo noté una humedad en los ojos. «Bien, y ahora vamos a
empezar un poema. ¿A quién le toca? ¿Romualdo? Venga, Romualdo, acércate. Ya
sabes, despacito y en voz bien alta.»
A Romualdo los pantalones cortos le quedaban
ridículos. Tenía las piernas muy largas y oscuras, con las rodillas llenas de
heridas.
Una tarde parda y fría...
«Un momento, Romualdo, ¿qué es lo que vas a leer?»
«Una poesía, señor.»
«¿Y cómo se titula?»
«Recuerdo
infantil. Su autor es don Antonio Machado.»
«Muy bien, Romualdo, adelante. Con calma y en voz
alta. Fíjate en la puntuación.»
El llamado Romualdo, a quien yo conocía de
acarrear sacos de piñas como niño que era de Altamira, carraspeó como un viejo
fumador de picadura y leyó con una voz increíble, espléndida, que parecía
salida de la radio de Manolo Suárez, el indiano de Montevideo.
Una tarde
parda y fría
de
invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo y muerto Abel,
junto a una mancha carmín...
«Muy bien. ¿Qué significa monotonía de lluvia,
Romualdo?», preguntó el maestro.
«Que llueve sobre mojado, don Gregorio.»
«¿Rezaste?», me preguntó mamá, mientras planchaba
la ropa que papá había cosido durante el día. En la cocina, la olla de la cena
despedía un aroma amargo de nabiza.
«Pues sí», dije yo no muy seguro. «Una cosa que
hablaba de Caín y Abel.»
«Eso está bien», dijo mamá, «no sé por qué dicen
que el nuevo maestro es un ateo».
«¿Qué es un ateo?»
«Alguien que dice que Dios no existe.» Mamá hizo
un gesto de desagrado y pasó la plancha con energía por las arrugas de un
pantalón.
«¿Papá es un ateo?»
Mamá apoyó la plancha y me miró fijamente.
«¿Cómo va a ser papá un ateo? ¿Cómo se te ocurre
preguntar esa bobada?»
Yo había oído muchas veces a mi padre blasfemar
contra Dios. Lo hacían todos los hombres. Cuando algo iba mal, escupían en el
suelo y decían esa cosa tremenda contra Dios. Decían las dos cosas: me cago en
Dios, me cago en el demonio. Me parecía que sólo las mujeres creían realmente
en Dios.
«¿Y el demonio? ¿Existe el demonio?»
«¡Por supuesto!»
El hervor hacía bailar la tapa de la cacerola. De
aquella boca mutante salían vaharadas de vapor y gargajos de espuma y verdura.
Una mariposa nocturna revoloteaba por el techo alrededor de la bombilla que
colgaba del cable trenzado. Mamá estaba enfurruñada como cada vez que tenía que
planchar. La cara se le tensaba cuando marcaba la raya de las perneras. Pero
ahora hablaba en un tono suave y algo triste, como si se refiriese a un desvalido.
«El demonio era un ángel, pero se hizo malo.»
La mariposa chocó con la bombilla, que se
bamboleó ligeramente y desordenó las sombras.
«Hoy el maestro ha dicho que las mariposas
también tienen lengua, una lengua finita y muy larga, que llevan enrollada como
el muelle de un reloj. Nos la va a enseñar con un aparato que le tienen que
enviar de Madrid. ¿A que parece mentira eso de que las mariposas tengan lengua?»
«Si él lo dice, es cierto. Hay muchas cosas que
parecen mentira y son verdad. ¿Te ha gustado la escuela?»
«Mucho. Y no pega. El maestro no pega.»
No, el maestro don Gregorio no pegaba. Al
contrario, casi siempre sonreía con su cara de sapo. Cuando dos se peleaban
durante el recreo, él los llamaba, «parecéis carneros», y hacía que se
estrecharan la mano. Después los sentaba en el mismo pupitre. Así fue como
conocí a mi mejor amigo, Dombodán, grande, bondadoso y torpe. Había otro
chaval, Eladio, que tenía un lunar en la mejilla, al que le hubiera zurrado con
gusto, pero nunca lo hice por miedo a que el maestro me mandase darle la mano y
que me cambiase del lado de Dombodán. La forma que don Gregorio tenía de
mostrarse muy enfadado era el silencio.
«Si vosotros no os calláis, tendré que callarme
yo.»
Y se dirigía hacia el ventanal, con la mirada
ausente, perdida en el Sinaí. Era un silencio prolongado, descorazonador, como
si nos hubiese dejado abandonados en un extraño país. Pronto me di cuenta de
que el silencio del maestro era el peor castigo imaginable. Porque todo lo que
él tocaba era un cuento fascinante. El cuento podía comenzar con una hoja de
papel, después de pasar por el Amazonas y la sístole y diástole del corazón.
Todo conectaba, todo tenía sentido. La hierba, la lana, la oveja, mi frío.
Cuando el maestro se dirigía hacia el mapamundi, nos quedábamos atentos como si
se iluminase la pantalla del cine Rex. Sentíamos el miedo de los indios cuando
escucharon por vez primera el relinchar de los caballos y el estampido del
arcabuz. Íbamos a lomos de los elefantes de Aníbal de Cartago por las nieves de
los Alpes, camino de Roma. Luchábamos con palos y piedras en Ponte Sampaio* contra
las tropas de Napoleón. Pero no todo eran guerras. Fabricábamos hoces y rejas
de arado en las herrerías del Incio. Escribíamos cancioneros de amor en la
Provenza y en el mar de Vigo. Construíamos el Pórtico de la Gloria. Plantábamos
las patatas que habían venido de América. Y a América emigramos cuando llegó la
peste de la patata.
«Las patatas vinieron de América», le dije a mi
madre a la hora de comer, cuando me puso el plato delante.
«¡Qué iban a venir de América! Siempre ha habido
patatas», sentenció ella.
«No, antes se comían castañas. Y también vino de
América el maíz.»
Era la primera vez que tenía clara la sensación
de que gracias al maestro yo sabía cosas importantes de nuestro mundo que
ellos, mis padres, desconocían.
Pero los momentos más fascinantes de la escuela
eran cuando el maestro hablaba de los bichos. Las arañas de agua inventaban el
submarino. Las hormigas cuidaban de un ganado que daba leche y azúcar y
cultivaban setas. Había un pájaro en Australia que pintaba su nido de colores
con una especie de óleo que fabricaba con pigmentos vegetales. Nunca me
olvidaré. Se llamaba el tilonorrinco. El macho colocaba una orquídea en el
nuevo nido para atraer a la hembra.
Tal era mi interés que me convertí en el
suministrador de bichos de don Gregorio y él me acogió como el mejor discípulo.
Había sábados y festivos que pasaba por mi casa e íbamos juntos de excursión.
Recorríamos las orillas del río, las gándaras, el bosque y subíamos al monte
Sinaí. Cada uno de esos viajes era para mí como una ruta del descubrimiento.
Volvíamos siempre con un tesoro. Una mantis. Un caballito del diablo. Un ciervo
volante. Y cada vez una mariposa distinta, aunque yo sólo recuerdo el nombre de
una a la que el maestro llamó Iris, y que brillaba hermosísima posada en el
barro o el estiércol.
Al regreso, cantábamos por los caminos como dos
viejos compañeros. Los lunes, en la escuela, el maestro decía: «Y ahora vamos a
hablar de los bichos de Pardal».
Para mis padres, estas atenciones del maestro
eran un honor. Aquellos días de excursión, mi madre preparaba la merienda para
los dos: «No hace falta, señora, yo ya voy comido», insistía don Gregorio. Pero
a la vuelta decía: «Gracias, señora, exquisita la merienda».
«Estoy segura de que pasa necesidades», decía mi
madre por la noche.
«Los maestros no ganan lo que tendrían que
ganar», sentenciaba, con sentida solemnidad, mi padre. «Ellos son las luces de
la República.»
«¡La República, la República! ¡Ya veremos adónde
va a parar la República!»
Mi padre era republicano. Mi madre, no. Quiero
decir que mi madre era de misa diaria y los republicanos aparecían como
enemigos de la Iglesia. Procuraban no discutir cuando yo estaba delante, pero a
veces los sorprendía.
«¿Qué tienes tú contra Azaña? Eso es cosa del
cura, que os anda calentando la cabeza.»
«Yo voy a misa a rezar», decía mi madre.
«Tú sí, pero el cura no.»
Un día que don Gregorio vino a recogerme para ir
a buscar mariposas, mi padre le dijo que, si no tenía inconveniente, le
gustaría tomarle las medidas para un traje.
«¿Un traje?»
«Don Gregorio, no lo tome a mal. Quisiera tener
una atención con usted. Y yo lo que sé hacer son trajes.»
El maestro miró alrededor con desconcierto.
«Es mi oficio», dijo mi padre con una sonrisa.
«Respeto mucho los oficios», dijo por fin el
maestro.
Don Gregorio llevó puesto aquel traje durante un
año, y lo llevaba también aquel día de julio de 1936, cuando se cruzó conmigo
en la Alameda, camino del ayuntamiento.
«¿Qué hay, Pardal? A ver si este año por fin
podemos verle la lengua a las mariposas.»
Algo extraño estaba sucediendo. Todo el mundo
parecía tener prisa, pero no se movía. Los que miraban hacia delante, se daban
la vuelta. Los que miraban para la derecha, giraban hacia la izquierda.
Cordeiro, el recogedor de basura y hojas secas, estaba sentado en un banco,
cerca del palco de la música. Yo nunca había visto a Cordeiro sentado en un
banco. Miró hacia arriba, con la mano de visera. Cuando Cordeiro miraba así y
callaban los pájaros, era que se avecinaba una tormenta.
Oí el estruendo de una moto solitaria. Era un
guardia con una bandera sujeta en el asiento de atrás. Pasó delante del
ayuntamiento y miró para los hombres que conversaban inquietos en el porche.
Gritó: «¡Arriba España!». Y arrancó de nuevo la moto dejando atrás una estela
de explosiones.
Las madres empezaron a llamar a sus hijos. En
casa, parecía que la abuela se hubiese muerto otra vez. Mi padre amontonaba
colillas en el cenicero y mi madre lloraba y hacía cosas sin sentido, como
abrir el grifo de agua y lavar los platos limpios y guardar los sucios.
Llamaron a la puerta y mis padres miraron el pomo
con desazón. Era Amelia, la vecina, que trabajaba en casa de Suárez, el indiano.
«¿Sabéis lo que está pasando? En Coruña, los
militares han declarado el estado de guerra. Están disparando contra el
Gobierno Civil.»
«¡Santo Cielo!», se persignó mi madre.
«Y aquí», continuó Amelia en voz baja, como si
las paredes oyesen, «dicen que el alcalde llamó al capitán de carabineros, pero
que éste mandó decir que estaba enfermo».
Al día siguiente no me dejaron salir a la calle.
Yo miraba por la ventana y todos los que pasaban me parecían sombras encogidas,
como si de repente hubiese llegado el invierno y el viento arrastrase a los
gorriones de la Alameda como hojas secas.
Llegaron tropas de la capital y ocuparon el
ayuntamiento. Mamá salió para ir a misa, y volvió pálida y entristecida, como
si hubiese envejecido en media hora.
«Están pasando cosas terribles, Ramón», oí que le
decía, entre sollozos, a mi padre. También él había envejecido. Peor aún.
Parecía que hubiese perdido toda voluntad. Se había desfondado en un sillón y
no se movía. No hablaba. No quería comer.
«Hay que quemar las cosas que te comprometan,
Ramón. Los periódicos, los libros. Todo.»
Fue mi madre la que tomó la iniciativa durante
aquellos días. Una mañana hizo que mi padre se arreglara bien y lo llevó con
ella a misa. Cuando regresaron, me dijo: «Venga, Moncho, vas a venir con
nosotros a la Alameda». Me trajo la ropa de fiesta y mientras me ayudaba a anudar
la corbata, me dijo con voz muy grave: «Recuerda esto, Moncho. Papá no era
republicano. Papá no era amigo del alcalde. Papá no hablaba mal de los curas. Y
otra cosa muy importante, Moncho. Papá no le regaló un traje al maestro».
«Sí que se lo regaló.»
«No, Moncho. No se lo regaló. ¿Has entendido
bien? ¡No se lo regaló!»
«No, mamá, no se lo regaló.»
Había mucha gente en la Alameda, toda con ropa de
domingo. También habían bajado algunos grupos de las aldeas, mujeres enlutadas,
paisanos viejos con chaleco y sombrero, niños con aire asustado, precedidos por
algunos hombres con camisa azul y pistola al cinto. Dos filas de soldados
abrían un pasillo desde la escalinata del ayuntamiento hasta unos camiones con
remolque entoldado, como los que se usaban para transportar el ganado en la
feria grande. Pero en la Alameda no había el bullicio de las ferias, sino un
silencio grave, de Semana Santa. La gente no se saludaba. Ni siquiera parecían
reconocerse los unos a los otros. Toda la atención estaba puesta en la fachada
del ayuntamiento.
Un guardia entreabrió la puerta y recorrió el
gentío con la mirada. Luego abrió del todo e hizo un gesto con el brazo. De la
boca oscura del edificio, escoltados por otros guardias, salieron los
detenidos. Iban atados de pies y manos, en silente cordada. De algunos no sabía
el nombre, pero conocía todos aquellos rostros. El alcalde, los de los
sindicatos, el bibliotecario del ateneo Resplandor Obrero, Charli, el vocalista
de la Orquesta Sol y Vida, el cantero al que llamaban Hércules, padre de
Dombodán... Y al final de la cordada, chepudo y feo como un sapo, el maestro.
Se escucharon algunas órdenes y gritos aislados
que resonaron en la Alameda como petardos. Poco a poco, de la multitud fue
saliendo un murmullo que acabó imitando aquellos insultos.
«¡Traidores! ¡Criminales! ¡Rojos!»
«Grita tú también, Ramón, por lo que más quieras,
¡grita!» Mi madre llevaba a papá cogido del brazo, como si lo sujetase con
todas sus fuerzas para que no desfalleciera. «¡Que vean que gritas, Ramón, que
vean que gritas!»
Y entonces oí cómo mi padre decía: «¡Traidores!»
con un hilo de voz. Y luego, cada vez más fuerte, «¡Criminales! ¡Rojos!». Soltó
del brazo a mi madre y se acercó más a la fila de los soldados, con la mirada
enfurecida hacia el maestro. «¡Asesino! ¡Anarquista! ¡Comeniños!»
Ahora mamá trataba de retenerlo y le tiró de la
chaqueta discretamente. Pero él estaba fuera de sí. «¡Cabrón! ¡Hijo de mala
madre!» Nunca le había oído llamar eso a nadie, ni siquiera al árbitro en el
campo de fútbol. «Su madre no tiene la culpa, ¿eh, Moncho?, recuerda eso.» Pero
ahora se volvía hacia mí enloquecido y me empujaba con la mirada, los ojos
llenos de lágrimas y sangre. «¡Grítale tú también, Monchiño, grítale tú
también!»
Cuando los camiones arrancaron, cargados de
presos, yo fui uno de los niños que corrieron detrás, tirando piedras. Buscaba
con desesperación el rostro del maestro para llamarle traidor y criminal. Pero
el convoy era ya una nube de polvo a lo lejos y yo, en el medio de la Alameda,
con los puños cerrados, sólo fui capaz de murmurar con rabia: «¡Sapo! ¡Tilonorrinco! ¡Iris!».
De ¿Qué me quieres, amor?,
1995.
Manuel Rivas, España, 1957.
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