Pintura y poesía

Pintura y poesía

domingo, 29 de octubre de 2017

Rafael Rubio Barrientos. El arte de la elegía.

Gran escena de la muerte (1906)
Max Beckmann (Alemania, 1884 - 1950)
Óleo sobre lienzo
Colección privada

Todo consiste en llegar al justo término
y después, dar a luz la voz: dejar
que se complete la muerte. Nadie va

a lamentar una metáfora imprecisa
ni un epíteto infeliz, cuando la muerte
está viva en el poema.
                                    Todo estriba
en simular que nos duele la muerte.
Sólo eso: hacer creer que nos aterra

morir o ver la muerte. Imprescindible
elegir una víctima que haga
las veces de un destinatario: el padre

o el abuelo o el que fuere, con tal
que su muerte haya sido lo bastante
ejemplarizadora como para

justificar una ira sin nombre. Impostarás
la voz hasta que se confunda con
el ciego bramido de una bestia. Así

infundirás piedad en tu lector.
Recomendable el terceto pareado si se quiere
seguir la tradición del abandono, leerás

la elegía de Hernández a Ramón Sijé
o la que en don Francisco de Quevedo, maestro
en el arte de la infamia versificada

inmortalizara a fulano de tal.
                                             Debe ser
virtuoso el uso del encabalgamiento:

echar mano a aliteraciones de grueso calibre
para reproducir la onomatopeya del desamparo
que la elegía debe -aunque no pueda- sugerir.

El uso de la rima debe ser implacable:
el primero con el tercero, consonante
con perfecta -aunque engañosa- simetría.

(El segundo con el primero del terceto
siguiente, encadenados, como están

ayuntados los bueyes de la angustia
en los vastos potreros del poema)

Importa sobre todo, la verosimilitud de
tu desgarro y no el desgarro mismo: 
el dolor puede ser de utilidad

siempre y cuando no atente contra la
rigurosidad del edificio
el templo del poema debe estar

sostenido por los números. Sólo eso
será garantía de profundidad
si se quiere atraer la compasión

de un lector habituado al verso libre.
No  importa la belleza. La verdad
será requisito indispensable

a la hora de urdir una elegía

que merezca el prestigio de la muerte
o la inclusión gozosa y dolorosa
en el canon de la nueva poesía española.                             

Deberás entender a fin de cuentas
que el poema no es más que un ejercicio:

no va a hacer que se levanten los muertos
ni hará que tu padre retorne
del oscuro país de los dormidos

porque ya no habrá país del que volver
ni esperanza tampoco, ni poema.

Evitarás el troqueo, como quien
huye de sí mismo.
                              El ritmo yámbico
será recomendable en estos casos
siempre cuando haya unidad de fondo y forma.

Repartirás los acentos de tal modo
de sugerir la solemnidad más aplastante
el ritmo de una marcha funeraria
                
o el Réquiem de Mozart, por ejemplo:
tarea en extremo dificultosa
si se tiene el oído acostumbrado

al vicio del martillo o del tambor.              
El dolor es un lujo que muy pocos
pueden permitirse. Y si es así

que no sea sino un vulgar pretexto
para erigir el templo del poema: un
edificio cuyo lujo te avergüenza

ha de ocultar las ruinas sobre las que
                                     se sostiene:
palabras que desprecia el albañil.
                                                 El oficio
se ejerce en la oscuridad o en el abismo               
o en una mesa de disección.                      

                            No habrá de ser
de otra manera la escritura, si se quiere    
ver la muerte morir en el poema.

Si hablas de tu padre será con rencor
y no con el barato lloriqueo
de los pobres de espíritu. Odiarás

con honda intensidad lo que te quede
de él en la memoria. No es
imprescindible que el mundo se entere

de tu ruina pringosa, pero si
el poema lo requiere así, confiésalo
pero que sea solo una vez:

de tu dolor da cuenta tu silencio.
Arrasarás con todo lo que obstruya
la lectura fluida del poema,

entenderás, al cabo, que el silencio
es la onomatopeya de la muerte,
has de darle lugar en la elegía. Así                                   

evitarás la asfixia de lector.

Has de expulsar los ripios, con un látigo:
no entrarán en el templo de tu padre
fariseos ni ciegos mercaderes

de la palabrería.
                             Barrerás
con todo lo que no contribuya
al despliegue lujoso de la retórica

y lo demás entrégalo a los perros.
Entenderás por fin que una elegía
es cosa de vida o muerte.
           O bien, al menos
te será un sustituto del suicidio.               

En el arte del corte de los versos
es maestra la muerte.
                                    Deberás         
aprender de ella, si pretendes
que tu elegía sea ejemplar:

un asunto tan delicado como la muerte
requiere tal manejo del oficio
que sería necesario la inmortalidad

para aprenderlo con éxito o morir.
No podrás desasirte del peso de una larga
tradición familiar en el oficio

(Padre, espíritu santo, santo, santo
el hijo: ni un gargajo moribundo
del talento del abuelo. Ni un terceto

construido con el mínimo sentido
de la musicalidad: una vergüenza)

Ni de las taras impuestas por tus malas lecturas
de la poesía del siglo de oro español.

Si escribes de tu padre que sea con violencia:
lo matarás de nuevo en tu elegía
no de otro modo lograrás el beneplácito

de la palabra habituada al abandono.
Que no tendrás sosiego mientras dure
la escritura del poema. Así de grave                                  

y cojonudo el arte de escribir
sobre la piel de un cadáver.
                                Sólo quien
ve la muerte de su padre, podrá dar
notable fin a una elegía.
                                        (como éste)
¡Un remate que haga remorderse de envidia
-en su tumba-
a Quevedo, a Fray Luis, a Garcilaso!


De Luz rabiosa, 2007.

Rafael Rubio Barrientos, Chile, 1975. 

sábado, 28 de octubre de 2017

Armando Rubio Huidobro. Isadora.

Danza Isadora (1909)
Antoine Bourdelle (Francia, 1861 – 1929).
Pluma, tinta negra y acuarela sobre papel
Museo Antoine Bourdelle, París, Francia.

Isadora Duncan baila
en un café de París,
y un soldado arroja
la primera granada del catorce.

Aún se disputan la Tierra los hombres,
y renacen
Sordos clamores imperiales.

Con buen ojo el fabricante
arroja al mercado soldados de plomo,
y el cielo se puebla de pájaros extraños,
y se incendia el mar en artificios.

En Siberia cae la nieve sobre los zares,

y el mundo se asombra en los periódicos,
y las dueñas de casa recuerdan a Penélope.

Los hijos de Isadora

van por el Sena durmiendo,
y ella recuerda a su madre que naufraga en las artesas
de algún suburbio de Nueva York.

Isadora danza descalza

con el último príncipe de Italia.
Isadora baila con el pueblo,
y el pobre señor Singer, amo de sastres y modistas,
rompe nuevamente los cristales de su casa
y los invitados huyen despavoridos al aeropuerto.
El hombre admite en los estrados
que la paz es negociable.
Pero ya la Tierra echó a rodar
su cauce decidido.
Ya la rueda enzarza el cuello
majestuoso de Isadora:
el último galán ya se la lleva,
y le ha puesto rojo beso en la bufanda.

Allá va gloriosa la granada

a socavar la arena.
A Isadora la esperan
sus hijos en el Sena;
los muertos de la guerra;
Esenin, el poeta.
Allá Nueva York erige sus piedras
entre heráldicas humaredas.
Pero Isadora baila en las trincheras,
¡Isadora Duncan está danzando por toda la tierra!


Armando Rubio Huidobro (Chile, 1955 – 1980). 

viernes, 27 de octubre de 2017

Alberto Rubio Riesco. Sandial.

Las sandías (1857)
Diego Rivera (México, 1886 - 1957)
Óleo sobre lienzo
Museo Dolores Olmedo, Ciudad de México, México.

Por un hondo camino me aproximo a la historia
que en la honda sandía me sangra frescamente.
Es como hacer alegre calado en la memoria
recordar a mi madre sandía hundidamente.

Y me hundo profuso en la roja sandía,
y a mi madre me encuentro, filial en el regazo,
sentada en el profundo y maduro mediodía:
¡todos en senos sandiales el verano le abrazo!

Bajo el cielo de paja que eleva el rancho de ella,
en aquella sandía la humedad se madura:
ahora siento la tierra húmedamente bella,
ese calor que ha abierto la sandía en frescura

Allá donde camino la memoria me cala,
le pregunto a mi madre cómo se llama ahora,
y entonces desconozco toda la fresca sala,
y escucho que el ramaje rumorea a deshora.

Yo le hago un calado a mi entero verano,
y es caminar por él, y húmedamente tierra
encontrarme a mi madre en el rancho lejano
madurada en frescura que, sandía, ¡se cierra!

Alberto Rubio Riesco (Chile, 1928 - 2002). 

jueves, 26 de octubre de 2017

Federico García Lorca. Noche del amor insomne (de Sonetos del amor oscuro).

Firma en una dedicatoria a la actriz Margarita Xirgu
Federico García Lorca

Noche arriba los dos con luna llena,
yo me puse a llorar y tú reías.
Tu desdén era un dios, las quejas mías
momentos y palomas en cadena

Noche abajo los dos. Cristal de pena,
llorabas tú por hondas lejanías.
Mi dolor era un grupo de agonías
sobre tu débil corazón de arena.

La aurora nos unió sobre la cama,
las bocas puestas sobre el chorro helado
de una sangre sin fin que se derrama.

Y el sol entró por el balcón cerrado
y el coral de la vida abrió su rama
sobre mi corazón amortajado.

De Sonetos del amor oscuro


Federico García Lorca (España, 1898 – 1936).

miércoles, 25 de octubre de 2017

Federico García Lorca. El amor duerme en el pecho del poeta (Sonetos del amor oscuro).

Ilustración para Poeta en Nueva York
Federico García Lorca

Tú nunca entenderás lo que te quiero
porque duermes en mí y estás dormido.
Yo te oculto llorando, perseguido
por una voz de penetrante acero.

Norma que agita igual carne y lucero
traspasa ya mi pecho dolorido
y las turbias palabras han mordido
las alas de tu espíritu severo.

Grupo de gente salta en los jardines
esperando tu cuerpo y mi agonía
en caballos de luz y verdes crines.

Pero sigue durmiendo, vida mía.
Oye mi sangre rota en los violines.
¡Mira que nos acechan todavía!

De Sonetos del amor oscuro


Federico García Lorca (España, 1898 – 1936).

martes, 24 de octubre de 2017

Federico García Lorca. Ay voz secreta del amor oscuro (de Sonetos del amor oscuro).

Autorretrato
Ilustración para Poeta en Nueva York
Federico García Lorca

¡Ay voz secreta del amor oscuro!
¡ay balido sin lanas! ¡ay herida!
¡ay aguja de hiel, camelia hundida!
¡ay corriente sin mar, ciudad sin muro!

¡Ay noche inmensa de perfil seguro,
montaña celestial de angustia erguida!
¡ay perro en corazón, voz perseguida!
¡silencio sin confín, lirio maduro!

Huye de mí, caliente voz de hielo,
no me quieras perder en la maleza
donde sin fruto gimen carne y cielo.

Deja el duro marfil de mi cabeza,
apiádate de mí, ¡rompe mi duelo!
¡que soy amor, que soy naturaleza!

De Sonetos del amor oscuro


Federico García Lorca (España, 1898 – 1936).

lunes, 23 de octubre de 2017

Federico García Lorca. Soneto gongorino en que el poeta manda a su amor una paloma (de Sonetos del amor oscuro).

Ilustración para Poeta en Nueva York
Federico García Lorca

Este pichón del Turia que te mando,
de dulces ojos y de blanca pluma,
sobre laurel de Grecia vierte y suma
llama lenta de amor do estoy parando.

Su cándida virtud, su cuello blando,
en limo doble de caliente espuma,
con un temblor de escarcha, perla y bruma
la ausencia de tu boca está marcando.

Pasa la mano sobre su blancura
y verás qué nevada melodía
esparce en copos sobre tu hermosura.

Así mi corazón de noche y día,
preso en la cárcel del amor oscura,
llora sin verte su melancolía.

De Sonetos del amor oscuro


Federico García Lorca (España, 1898 – 1936).