El recién nacido, 1915.
Escultura en mármol.
Constantin Brâncuși (Rumania, 1876 - 1957).
Museo de Arte de Filadelfia, Pensilvania, Estados Unidos.
Ángela entró: llegóse
al espejo, dejó resbalar el rico abrigo de pieles; quedó en cuerpo, escotada,
arrebolada aún la tez por la sofoquina del sarao, y se miró, y expresó en la
cara esa rápida, indefinible satisfacción de la mujer que piensa: «¡No estoy mal!
Lo que es hoy parecí bien a muchos.»
Fue, sin embargo, un
relámpago aquella alegría. Se nublaron los ojos de la dama; cayeron sus brazos
perezosos a lo largo del cuerpo, y subiendo con negligencia las manos, empezó a
desabrochar el corpiño. Antes del tercer corchete, detúvose: «Le aguardaré vestida
-pensó-. Al cabo, hoy es noche de Año Nuevo. ¿Será capaz de irse en derechura a
su cuarto?»
Cuando Ángela, resuelta
ya, volvió a subir el abrigo y se reclinó en el diván para aguardar
cómodamente, su corazón brincaba muy aprisa, y tumultuosas sensaciones hacían
hervir su sangre y estremecían sus nervios. «También no es suya toda la culpa
-pensaba, acusándose a sí propia, táctica usual en los desdichados-. Yo he
dejado que las cosas se pusiesen así. Veo que desaparecen las costumbres tan
monas de la luna de miel…, y transijo. Veo que se establecen otras secatonas,
vulgares… y resignada. Veo que empezamos a salir cada uno por su lado… y no me
atrevo a quejarme en voz alta. Veo que sólo nos hablamos a las horas de comer…
y me da vergüenza de presentarme triste o furiosa. Esto no puede ser; algo he
de poner de mi parte. La dignidad es cosa muy buena, sí, muy buena…; pero
cuando se sufre y se rabia, y se le pasan a uno por la cabeza tantas ideas del
infierno en un minuto, ¡valiente consuelo la dignidad!»
No era Ángela de las
mujeres que lloran a dos por tres. Al contrario: aborrecía las lágrimas y los
pucheros. Sin embargo, al concluir el soliloquio, sospechó que tenía los ojos
húmedos… y, despechada, los frotó con el pañolito de Alençon que llevaba escondido
en el pico del corselete. «El caso es -pensó, impaciente- que voy a tener
plantón para rato. Me he venido tan temprano, sin querer tomar ni una taza de
té… ¿Qué hora será?»
Como respondiendo a la
pregunta de su dueña, el reloj de bronce dorado produjo esa ligerísima
trepidación que anuncia que va a dar la hora, y empezó a darla, clara,
argentina y delicadamente. Ángela contaba ansiosa: «Una, dos, tres, cuatro… No
cabe duda, las doce… ¡Ha muerto un año, y el siguiente empieza al vibrar la
última campanada!»
Ángela se levantó. El
tocador, que precedía a la alcoba, se encontraba alumbrando solamente por las
bujías que ante el espejo encendiera la doncella al retirarse. Otro espejo
mayor, el del tremó, colocado enfrente, reflejaba las lucecillas en su ancha luna
y fingía, allá en el fondo de la estancia, titilaciones vagas de objetos,
movimientos de cortinajes y formas extrañas de muebles, que se prestaban a
cualquier capricho de la imaginación. Ello es que Ángela, exaltada,
materializó, por espacio de algunos segundos, la imagen del año que se iba y la
del que venía. Los vio tal cual los pintan en alegorías y almanaques: el que se
iba, centenario de luenga barba nívea, de agobiado espinazo, de trémulas manos
secas, apoyado en nudoso bastón, envuelto en burdo capote gris, del gris acuoso
de las nubes; y el que venía, rollizo bebé, en camisa, hoyoso, carrilludo,
colorado, juguetón de pies, acariciador de manos, con luz del cielo en los ojos
azules y rosas de primavera en los labios, que aún humedece la ambrosía de la
leche maternal…
«A la verdad -pensó
Ángela-, nene, eres muy lindo…; pero me gustarías más si tuvieses la cara de mi
José Luis. ¡Año nuevo, añito nuevo, de poco me sirves si no traes vida nueva!…
Mira, añito, que estoy determinada: o me la traes, o… ¿para qué quiero la que
tengo?», exclamó casi en voz alta, cubriéndose el rostro con las manos y dando
rienda suelta a sollozos roncos, rugidos de leona.
De súbito se enderezó;
echó atrás la cabeza, brillaron sus ojos, se inflamaron sus mejillas… No cabía
duda: sus pasos. Aun pagados por la alfombra, ¡cómo resonaban en el alma!¡Sus
pasos!… ¡Tan temprano!… ¡Tan oportunamente!… ¡Con tal acierto amoroso!… ¡Al dar
las doce de la noche, la primera hora del año!
Ángela se precipitó a
la puerta a tiempo que ya la empujaba José Luis. Su mujer le recibía con loco
abrazo, olvidando toda la estrategia de coquetería que momentos antes combinaba
para dar la batalla decisiva y recobrar, o saber si había perdido de veras, al
amado esposo. ¡Rara coincidencia! Diríase que un pensamiento mismo o una misma
necesidad de afecto puro, fuerte, sincero, ardoroso, impulsaba a ambos
cónyuges, a una misma hora, a soltar la cadena por donde la habían roto desde
tiempo atrás la indiferencia y el cansancio del varón. ¿Qué ocultos móviles determinaban
la conducta de José Luis! ¿Desengaños y heridas fuera, que le llevaban a buscar
calor dentro! ¿O, pensando más cristianamente, ritornelos de un amor no muerto,
aunque adormecido? Lo cierto es que, desde el primer instante, vio y sintió
Ángela que no era necesario atizar el fuego, pues conoció su intensidad en las
ternezas y halagos, en las balbucientes palabras y hasta en el propio silencio
del marido, que con dulce violencia la arrastraba al diván, y recostaba en los
hombros de raso de la dama una frente tersa y juvenil, cubierta de pelo negro,
cuyo aroma conocía Ángela tan bien que sus vagas emanaciones le causaban
delicioso escalofrío.
La alegría prestó
resolución a Ángela, y su corazón, antes cerrado, se abrió como se abre una
flor de estufa en la templada atmósfera que prefiere. Durante un intermedio de
venturosa languidez se desató su lengua, tuvo valor para quejarse de lo pasado,
y dijo su soledad, su abandono en medio del desierto social, su desesperación
muda, sus oscuras meditaciones, sus lágrimas sorbidas, sus protestas
silenciosas y hondas… José Luis sonreía, mostrando los dientes blancos entre la
limpia y sedosa barba, y contestaba con halagos, con risas, con graciosa mímica
tierna y aduladora:
-Hoy empieza Año Nuevo,
¿sabes? -suspiraba ella, vehemente, anhelosa, menos embriagada con la realidad
que embebecida en la esperanza-. Año nuevo, vida nueva… ¿Verdad que sí?¿Verdad
que no volverán días como esos del año pasado, tan largos, tan fríos, tan
horrorosos? ¡Ese año maldito tuvo lo menos dieciocho meses! ¡Anda, dime que no
volverán!… Vida nueva…
-¡Vida nueva! -repitió
él, festivamente, ayudando, con gentil desmaña, a desceñir el elegante
corselete de terciopelo rosa que rodeaba el talle de su mujer…
A la mañana siguiente,
Ángela despertó antes que la doncella abriese las maderas: ardía aún la
lamparilla tras los vidrios de colores que protegían su luz, y en tibio
ambiente quedaban indefinibles rastros de la emoción, de la ventura pasada.
Ángela miró a su alrededor; se vio sola; y seria, reflexiva, sacudiendo el
sueño, se incorporó sobre el codo. «Unas horas felices, sí; ¡pero después!… Él
se reía; ¡cómo se reía con aquello de vida nueva!… ¡Pobre de mí! No hay que
soñar… Hoy empieza un año que será lo mismo que el otro… Hice mal en estar tan cariñosa…
¡Bah! Si el caso volviera a presentarse…, ¡estaría lo mismo! Año nuevo,
¡embustero!, me has engañado…»
Al pensar así, creyó
Ángela que en las cortinas que cerraban el paso al tocador se agitaba una
figurilla… La escasa luz no le permitió distinguirla claramente; pero la
figurilla apartó las cortinas, y Ángela no pudo dudar. Era el Año Nuevo, el
chiquitín, riente, rubio, fresco, con su camisilla de encajes, su gorrito de
batista… Debajo del brazo traía una cuna dorada, con lazos de cinta azul. También
él reía, como José Luis, pero reía a carcajadas, con la risa deliciosa de la
primera niñez, que vierte chorros de inocencia divina y amenazaba con el dedito
a la dama… Hasta fantaseó ella que el nene pronunciaba palabras sueltas, en
media lengua confusa: «¡Tonta!… Yo necesito… ¡Vida nueva!… ¡Si…, yo…, vida
nueva!… ¡Yo!…»
Ángela juntó las manos.
Sus ojos se dilataron, su pecho se alzó para respirar ansiosamente; un ola de
misterioso júbilo ascendió, desde las profundidades de su ser, al rostro,
transfigurado por extática beatitud.
-¡Un niño! -murmuró,
temblando.
Emilia Pardo Bazán (España,
1851-1921).
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