Retrato de Cavafy
(1948).
Nikos Engonopoulos (Grecia,
1907 – 1985).
Archivo Cavafis, Fundación Onassis, Atenas, Grecia.
Nació, vivió y murió en Alejandría
y allí trabajó treinta y tres años
–los tres primeros de meritorio, sin sueldo–
en una oscura repartición
denominada Dirección de Aguas.
Egipto era entonces –fines del
diecinueve y comienzos del veinte–
una semi colonia británica
y Alejandría una ciudad pequeña,
fiel a su tradición,
profundamente corrompida.
Pertenecía a la minoría griega
–banqueros, mercaderes,
prestamistas, marineros, taberneros y
mafiosos– y hablaba, además del griego materno,
inglés, italiano y francés. Chapurreaba
el árabe coloquial, no así el clásico.
Pequeño y esmirriado, llevaba siempre
cuello duro, corbata, chaleco,
puños falsos, gemelos, reloj de leontina
y ocultaba sus ojos bizcos detrás de unos
anteojos con montura de carey.
De ocho de la mañana a una y media
de la tarde sus días eran
papeles, sellos, firmas,
formas, informes y ordenanzas,
anaqueles polvorientos, pilas de archivos,
legajos roídos por la polilla,
tacitas de café turco
con sabor a tierra y ojeadas
en el diario a las «Apuestas hípicas».
Y, después del almuerzo, la siesta
de sueños lascivos,
las ventanas abiertas al
aire salado y
los rumores del
Mediterráneo.
Consagraba sus noches a la
mugre y
la concupiscencia. Fantasma,
sombra,
ladrón, abandonaba el barrio
de griegos e italianos y como un
espeleólogo en la caverna de Polifemo
descendía a los antros de Attarine.
Allí nadie lo conocía por su nombre.
Los rufiancillos árabes cuyos favores
contrataba lo llamaban
Monsieur el Lengüetero o Madame Chuchú.
En el frío del alba,
emergía de aquellas expediciones
apestando a semen y alcohol,
rasguñando, mordido, robado, la boca
llena de saliva ajena, contagiado de
piojos, ladillas y alguna que otra purgación.
Sus promesas de enmienda
duraban lo que dura
la luz del mediodía.
Su verdadera vida no era la
de burócrata, ni la de putañero,
sino la de los poemas que escribía
con su letra menuda en agendas
de funcionario y
publicaba en hojas volanderas
(cincuenta copias cada vez)
Estoicos y epicúreos, amasados con hielo y fuego sus
poemas reconstruían, inyectado
de fantasía y orden,
el pasado de la ciudad
cuando en sus calles
los hijos de Cleopatra correteaban
entre filósofos peripatéticos,
gramáticos, hetairas,
mercenarios y adivinos y
ascendían por el cielo las nubecillas
del incienso y la mirra de
los templos en pos de
la benevolencia de los dioses.
Las palabras le obedecían:
se amansaban o encabritaban,
se arrodillaban, saltaban, volantineaban
y cruzaban la cuerda floja
en puntas de pie. Mientras escribía y corregía
sus versos era un mago, un prestidigitador, un mitólogo,
un historiador, un taumaturgo,
un ángel, un demonio y un juglar.
Todo era bello en sus poemas,
empezando por la fealdad. Inteligentes,
la estulticia y la imbecilidad. Y,
buenos, generosos, limpios, decentes,
altruistas y elegantes, el dolo
la vileza, la codicia, la envidia, el estupro y
la maldad. Su poesía volvía el mundo
apetecible y la vida vivible.
Murió septuagenario y entero
a pesar de los excesos,
sin sospechar que su poesía,
traducida a todos los idiomas,
asombraría al mundo. Y que dirían:
«El alejandrino devolvió a
la lengua griega
la potencia, la gracia y la sabiduría
que tuvo en aquella edad clásica
que tanto amó».
(20 de enero de 2008)
Publicado en Cuadernos
hispanoamericanos, Nº 730, 2011, págs. 9-12.
Mario Vargas Llosa (Perú,
1936).
2010
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