En el hospital
Óleo sobre tela
Carlos Faz (Chile, 1931 - 1953).
Pinacoteca de la Universidad de Concepción, Concepción, Chile.
I
Bajo los
estertores, con el estío de estos corredores, en el mismo hospital que despedí
a mi padre, hay un extraño en la misma cama, como si la escena se repitiera.
Deambula la familia y nadie se atreve a decir lo inevitable, esa mixtura que
hacen los días. Lo trascendente es mirarle a los ojos al enfermo, con rara
vestidura él ya imagina su paso por el trasmundo, el códice de los que están saliendo
del círculo. Contra todo pronóstico, quiere decir algo, mastica unas palabras
sin remedio, ensaya una sonrisa, una simple sonrisa para evadir la mala racha;
y el que está más próximo añade: − parece que ya
está mejor! Aunque sea esta una sonrisa para el que
deambula, la parentela que deambula, para el que espera el turno. De un momento
a otro abre los ojos el que está en la cama número veinte y cuatro, en la misma
cama que despedí a mi padre, y así queda el cuerpo para no decir más, para no
decir.
II
Bajo una
luz descifro lo que nos va quedando. Territorio que nada podrá equiparar
el vacío, lo mínimo, especie de arte minimalista para los que están sobre la
cuerda. De un punto a otro solo hay dos puntos y un gran temor al salto, estoy
en un hospital, en la cama de un hospital, en el centro de la cama misma que
hace el centro donde la familia observa, a mi lado la familia, la familia como
lado, como sustancia, brizna, imán de los días, días estos que pasan. Misterio
de la media luz, una luz goteante, un lugar donde todos miran el reloj, sin
conocer que contra la noche es el juego. El juego del que se suministra
una sobredosis de seconal sódico, y es casi un cadáver exquisito, un cadáver
para el día próximo, un muerto más entre tantos muertos.
III
El juego es
contra la noche, en este hospital veo la familia como nunca, y yo que he sido
el hereje, el buscapleitos, la mala cabeza, solo pido un minuto mientras el
seconal sódico transite el cuerpo, el rostro del poema. El de la
izquierda de mi cama mira horrorizado el próximo turno, su turno, la línea
frágil que hace el cuerpo, el seconal sódico, para el que tiene la mirada fija,
invisible para el tiempo mismo. Invisible para el que no quiere el turno y le
dan un puntapié para que sea el muerto real. El juego es contra la noche,
lo inerte, una especie de sobredosis, la alianza que Octavio Paz definió: la palabra en la punta de la lengua.
Y la lengua se tuerce con el seconal sódico, y es promiscua, se deleita para
que el cadáver exquisito tenga cierto sabor a gloria. El juego es contra
la noche para que el muerto no sea un muerto común y corriente.
IV
Una sobredosis
doblará mis arterias y siento el reino de lo intangible, de ciertas
realezas. Bien sabía Perfe Gimferrer: duró más que
nosotros aquella rosa muerta. Duró más que nosotros las
campanas del pueblo, y la callejuela donde mi padre vendía estampas de santos.
Duró más, es cierto. La rosa muerta es una libación de pasado, un rostro que
sentencia la belleza de aquella otra rosa muerta ya, de rosa misma en el lugar
que estaba la belleza que pudo ser más evidente pues: duró
más que nosotros aquella rosa muerta.
V
Dibujaría la
penitencia, pero no lo haré. El beodo anuncia en estas páginas los viejos
paisajes, la estigia. Mutilar lo exuberante, la vestal. Un sendero de cardos y
ocujes, es el oficio que reconozco. Dibujaría entonces un mar y unos
adolescentes desnudos ir por la pradera, pero no lo haré. El beodo husmea
en la lluvia, en estas criaturas agónicas como toda criatura, inasible y fugaz.
Dibujaría esa pequeñez familiar, ese reconocer a las criaturas distantes, pero
no lo haré, pues contra la noche es el juego y no otra cosa. Es demasiado
difícil el oficio de encontrar la criatura amigable, perfecta, como decir por
ejemplo éste es el norte y allá es el sur verdadero, es demasiado divino, un
don posible, en esa gama de luces advertir al poeta entre otras criaturas
ocultas, que se despiden constantemente. Con tiranía, el celo del animal que se
esconde en su propio círculo, pudiera incluso reconocer tales paisajes, entre
el vacío y la redondez de la piedra que cae, pero no lo haré. Cuesta mucho el
vacío y nada significaría rehusar al vacío ahora que hay mares y países para
todos. Tendría que mentir en algo, pero no lo haré. Es duro reconocerse en los
ojos del animalejo que empieza a morir frente a ti, poco a poco, mientras te
empieza a matar, te consume. Asir el tiempo. Pájaros estos negros.
de Artefactos para dibujar
una nereida (2013).
Luis Manuel Pérez Boitel (Cuba, 1969).
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