El caminante sobre un mar de nubes (1818)
Caspar David Friedrich (Alemania, 1774 - 1840)
Óleo sobre tela
Kunsthalle de Hamburgo, Hamburgo, Alemania.
I
Como un centinela helado pregunto: ¿quién se esconde en el tiempo y me mira?
Algo pasa temblando, algo estremece el follaje de la noche, el sueño errante afina mis sentidos, el oído mortal escucha el quejido del perro de los campos.
Mirad al que empuja al árbol sahumado y se fatiga y derrama blancos cabellos: parece un vivo.
Pero no responde nadie sino mi corazón que tiran reciamente con una larga soga.
Nadie sino el musgo que sigue creciendo y cubre las puertas.
Tal vez las almas desprendidas anden en busca de moradas nuevas.
Pero no hay nadie visible, sino la noche que a menudo entra en el hombre y echa los sellos.
¡Oh presentimientos como de animal que apuntan! Terrible punzada que me hace ver.
Como en el ciego, lo que está adentro alumbra lo distante, lo cercano y lo distante júntanse coléricos.
Allá muy lejos, en el país de la montaña devoradora, veo unas lloronas de cabelleras trenzadas
que escriben en las altas torres: me son familiares y amorosas, y parece que dijeran
................... "unamos la sangre aciaga".
¿Hacia dónde caen los ramilletes?, ¿por qué componen los atavíos de los difuntos?
¿Quién enturbia las campanas como si aguien durmiera demasiado?
Aquí me hallo tan solo, las manos terriblemente juntas, como culebras asidas y todo se agranda en torno mío.
¿Acaso he de huir?, ¿tomar la lancha que avanza como el sueño sobre las negras aguas? No es tiempo de huir, sino de leer los signos.
¡Cómo ronda el corpulento que unta la espalda! Las órdenes horribles sale a cumplir.
De pronto escucho un grito en la noche sagrada, de mi casa lejana, como removidos sus cimientos,
viene una luz cegada, una cierva herida se arrastra cojeando, sus pechos brillan como lunas, su leche llena el mundo lentamente.
II
¡Ay, ya sé por qué me brotan lágrimas!, por qué el perro no calla y araña los troncos de la tierra, por qué el enjambre de abejas me encierra
y todo zumba como un despeñadero
y mi ser desolado tiembla como un gajo.
Ahora claramente veo a la que duerme. Ay, tan pálida, su cara como una nube desgarrada. Ay, madre, allí tendida, es tu mano que están tatuando, son tus besos que están devorando.
¡Ay, madre! ¿es cierto, entonces?, ¿te has dormido tan profundamente que has despertado, más allá de la noche, en la fuente invisible y hambrienta?
¡Hiéreme, oh viento del cielo!, con ayunos, con azotes, con puntas de árbol negro.
Hiéreme, memoria de los años perdidos, trechos de légamo, yugo de los dioses.
A las columnas del día que nace se enrosca el rosario repasado por muchas manos,
y el monarca en la otra orilla restaña la sangre,
y todas las cosas quedan como desabrigadas en el frío mortal.
¿Acaso no ven al niño que sale de mí llorando, un niño a la carrera con su capa de llamas?
Yo soy, pues, yo mismo, jamás del todo crecido y tantos años confinado en esta tierra y contrito todo el tiempo, sujeto por los cabellos sobre el abismo como cualquier hijo de otros hijos,
pero únicamente hijo de ti. ¡Oh, dormida, cuya túnica, como alzada por la desgracia llega al cielo y flota y se pliega sobre mi pobre cabeza!
VIII
¡Oh madre infinita, tierra inmensa, vida conforme a los pactos!
Si tú mueres, muero y en ti me extravío como el buque en la tempestad, y el que tira tus cenizas contra la peña, a mí mismo me está estrellando.
Pero si mueres quedas también viviendo a través de mí como el fruto que una y mil veces sube al monte y no teme escarcha.
y desapareces consumida y tornas a aparecer rescatada y en tus vaivenes de súbito veo que pasas por los ojos de mi hija
como una cinta fulgurante
y le templas sus facciones y le soplas el naciente espejo.
¡Oh doncella que desciendes montada en un águila, con una granada en la mano y que eternamente madura
y con hilos de oro que enredas para la fiesta!
La vida y la muerte osas mezclar y tan extraña afinidad alabo entre visiones.
¡Oh, madre mía, te yergues tan segura en el caos terrible y anhelas sosegarme!
¡Oh, esposa maternal, oh hoja mía, como lenguas de la misma antorcha,
como tibios eslabones en la sucesión del tiempo
y libradas de la misma rueda oscura que mueven las edades,
todas, y una sola a la vez, confundidas en la espiral,
ahí en el profundo sueño mortal, transfiguran mi alma.
Os digo: ¡conjurad la sierpe que viene a beber al seno,
la madre salvará a los chiquillos del rebaño lanzado a la carrera!
Pues todo hombre, entre o salga del mundo, hundido en una cuna de muchas aguas,
resbala y chispas deja el flujo de su sangre y resbala de nuevo
y las Madres le pasan la mano llena de ojos.
XII
Estás aquí delante de mí, apiádate, entonces, no necesitas gritarme para que te oiga. He de aprender a invocarte, a interpretar tus ecos.
(Si no pude decir adiós es porque el adiós no existe entre nosotros.)
Te acercas un poco indecisa como una candela en la mano de otro que te aproximara a la ventana y luego la retirara,
porque debes alumbrar con más espacio sideral en las bóvedas sin fin y bendita perpetuamente.
¿Pero tal vez necesitas que te ayude? El ronco susurro de las preces, ¿no enreda tus pasos?
Tal vez desearías que te pasara el rebozo: estabas tan débil, tan fatigada de sentirte ir llamada por los ajenos.
¡Si hubiera una iglesia profunda para encerrarme y pedir algo por ti, si hubiera una iglesia en el mundo!
¿A quién pedir? ¿A quién decirle?: "no la apuren, ha sufrido tanto y luego no puede vivir dentro de la muerte sin mirarnos".
He de buscar un monte, una ribera, una piedra de ermita salvaje en que yo pueda estar solo, de pie en el éxtasis de la noche inmensa,
solo frente a los alambrados acechando a los guardianes en sus rondas,
lamido por silenciosos animales, rondado por los sueños de los niños
y vea pasar claramente el carro entre las estrellas, la palma que te conduce ancha como el firmamento.
Y llorar, nada más que llorar, ver que te pierdes en el mar como una llamarada entre los témpanos,
y sentir que permaneces, sin embargo,
permaneces como una respiración contenida de la tierra, llorar y esperar que pasen los años
y de la cara en llanto salga un destello
y un día venga mi hija corriendo entre la yerba y me muestre la granada vertiginosa, la paloma encendida, el sueño arcano
¡que renace del fondo de la tierra!
Humberto Díaz Casanueva (Chile, 1906, 1992).
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