El patio de ejercicios
Gustave Doré
Grabado
Museo de Londres
En este patio de los reos,
de piedra burda y muros altos,
aquí tomaba él el aire
bajo un cielo siempre nublado;
y por temor de que muriese
iban dos guardas a su lado.
Él también solía sentarse
con esos que espiaban su pena,
los que vigilaban su llanto
y aún su oración más pequeña;
siempre lo miraban temiendo
robase al cadalso su presa.
El Director conocía todos
los artículos del Reglamento;
el Doctor decía que la muerte
no era más que un simple hecho;
y en la celda, dos veces diarias
el Capellán le daba consejos.
Y dos veces fumaba él pipa
con grandes sorbos de cerveza;
no dejaba esconderse el miedo
porque su alma estaba resuelta,
y aún decía estar alegre
viendo al verdugo ya tan cerca.
Pero jamás un centinela
le preguntó con gran audacia
por la razón de su blasfemia;
porque quien debe hacer de guarda
ha de poner llave a su boca
y sobre su rostro una máscara.
Si nó, podría conmoverse;
y qué haría la piedad
en una cueva de asesinos?
Y qué palabra de bondad
podría socorrer a un hombre
hundido en tan atroz lugar?
Con paso torpe, como tontos,
danzábamos en todos el patio.
Qué más nos daba ser ahora
la alegre comparsa del diablo:
Cráneos rapados, pies de plomo,
son un espectáculo raro!
Deshilábamos cuerda embreada
con las romas uñas sangrientas;
fregábamos suelo y barrotes
y frotábamos pared y puertas,
y enjabonábamos las tablas
chocando los cubos en ellas.
Coser sacos y partir piedras,
voltear taladros polvorientos,
chocar vasijas, gritas himnos,
y en el molino el sudor nuestro...
Pero en el corazón de todos
se escondía tranquilo el miedo.
Tan tranquilo que cada día
reptaba como ola de algas.
Nos olvidamos del destino
que a inocente y culpable aguarda,
hasta que al volver del trabajo
vimos una tumba cavada...
Y un alimento viviente
pedía por su ancha boca;
hasta el barro pedía sangre
al asfalto de sed ansiosa:
Supimos que antes del alba
alguien colgaría en la horca.
El alma pensando en la Muerte,
en el Terror y en el Destino;
y arrastrándose en la niebla
pasó el verdugo su saquito.
Y cada recluso temblaba
entrando a su infierno distinto.
Aquella noche, los pasillos
formas pavorosas llenaron;
se sentían pasos furtivos
en la cárcel, de arriba abajo,
y tras de los barrotes crueles
había curiosos rostros blancos.
Descansaba como quien sueña
en la hierba de una pradera;
los vigilantes lo miraban
sin poderse explicar siquiera
cómo duerme un hombre tranquilo
con el verdugo allí tan cerca.
Pero no hay sueño cuando lloran
los que no conocen las lágrimas;
por eso, inocente y malos
velamos en la noche larga:
y a través de cada cerebro
la pena de otro se arrastraba.
Es cosa horrible padecer
cada uno el ajeno delito!
La espada del mal hiere el pecho
hasta su gran pomo maligno,
y como plomo eran las lágrimas
por la sangre que no vertimos.
Iban guardianes silenciosos
hasta las puertas con candado,
y miraban las sombras grises
dobladas, pensando asombrados
cómo podían arrodillarse
los que jamás habían rezado.
Toda la noche, de rodillas
como locos en un entierro.
Y como penachos fúnebres
eran las plumas ante el viento.
Y a vino agrio en una esponja
nos sabía el remordimiento.
El gallo gris cantó, y el rojo,
pero aún no amanecía;
había formas de terror
en los rincones, escondidas,
y los mil duendes de la niebla
danzaban ante nuestra vista.
Se deslizaban y pasaban
como viajeros en la niebla;
imitaban pasos de luna
con mil contorsiones grotescas;
y con ceremonias y gracias
los fantasmas hacían fiesta.
Como sombras entrelazadas
pasaron con mimos y muecas,
y en fantasmal tropel danzaron
una zarabanda siniestra,
... y los condenados bailaban
igual que el viento en las arenas!
Danzaban y hacían piruetas
con agilidad de muñecos;
era una horrible mascarada
al son de las flautas del miedo,
y cantaban con insistencia
queriendo despertar al muerto.
Ooh! –gritaban- El mundo es ancho
pero el pie atado se tropieza;
y una o dos veces tirar dados
es gran distinción y nobleza,
mas no rinde apostar pecados
a ocultas casas de vergüenza.
No eran espectros los payasos
que con gran contento saltaban;
tenían los pies con grilletes
y las vidas encadenadas:
Bien vivos, Oh Dios!, los veía,
y era terrible tal mirada.
Todos giraban en el corro;
unos en yunta zalamera,
otros, -cual mujeres equívocas-
iban rozando la escalera;
mas todos, con leve sarcasmo
acompañaban al que reza.
Susurró el viento matutino
pero aún la noche seguía;
en su gran telar la tiniebla
tejió hasta el final cada fibra;
y, aún rezando, nos ahogaba
el miedo a la solar justicia.
El viento errante sollozaba
sobre los muros de la cárcel
hasta que, cual rueda de acero,
se nos clavaron los instantes:
Oh viento! Cómo merecimos
tan cruel espía insobornable?
Al fin dio sombra cada reja
-plúmbea cortina tenebrosa
sobre la pared encalada
frente a mi lecho de congojas:
Supe que en algún lugar era
el alba horrible de Dios, roja!
A las seis barrimos las celdas,
a las siete, todo sereno;
pareció llenar la prisión
un trémulo y terrible vuelo:
El Caballero de la Muerte
había entrado por un féretro!
No vino con suntuosa pompa
en un blanco corcel de fiesta.
Una horca sólo precisa
tablón y tres metros de cuerda;
así, con un lazo de oprobio
hizo el pregón su obra secreta.
Como entre pantanos oscuros
perdidos que a tientas avanzan;
no osábamos aún rezar
ni exhalar las penas amargas;
algo había muerto en cada uno:
había muerto la Esperanza!
La feroz justicia del hombre
va recta sin jamás desviarse;
y hiere al fuerte como al débil
en su dura marcha implacable:
Con pies de hierro aplasta al fuerte
la parricida abominable.
Esperamos oír las ocho.
Bocas hinchadas y salobres.
Las ocho: La hora en que el Destino
hace maldito al ser más noble.
Usa el Destino el mismo nudo
para el mejor y el peor hombre.
Sólo esperábamos un signo
mudos e inmóviles, tal como
piedras en un valle perdido;
ay! pero el corazón de todos
latía fuerte y con premura
como sobre un tambor un loco.
A un golpe duro del reloj
tremuló la cárcel tremenda,
y de toda ella se alzó
como un gemido de impotencia
igual al grito estremecido
de los leprosos en sus cuevas.
Y cual se ven cosas horribles
entre los sueños cristalinos,
la aceitosa cuerda de cáñamo
colgada de la viga vimos,
y oímos la oración que el lazo
estranguló en un alarido.
Todo el dolor que lo azotó
hasta el terrible grito hiriente,
su pena y su sudor de sangre
ninguno como yo los siente:
El que vive más de una vida
debe morir más de una muerte!
Oscar Wilde (Reino Unido, 1854 – 1900)
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