Pintura y poesía

Pintura y poesía

viernes, 10 de julio de 2015

Oscar Wilde. Balada de la Cárcel de Reading IV.

Cárcel de Reading
Ilustración
Ilustrated London News (1844)
Londres, Reino Unido.

Mas no se celebran oficios
cuando en el patíbulo hay alguien;
el Capellán está muy triste
o está su rostro muy exangüe:
Quizá en sus ojos está escrito
algo que no debe ver nadie...

Nos cerraron hasta la tarde,
y sólo entonces sonó el hierro;
con sus llaves tintineantes
los guardas cada celda abrieron,
y bajamos las escaleras
libre cada uno de su infierno.

Andábamos al aire libre
mas no como antes se solía;
en unos rostros había miedo,
y eran los otros de agonía:
Nunca antes ví a hombres tan tristes
ver con tal sed la luz del día!

Nunca antes ví a hombres tan tristes
mirar con tal mirar de anhelo
ese toldo azul que nosotros
los presos llamábamos cielo,
y cada nube que pasaba
en un feliz y libre vuelo.

Entre nosotros, unos iban
solos, y baja la cabeza...
Si todos hubieran pagado
habríalos cogido la cuerda:
No mató él más que cosa viva,
ellos mataron cosa muerta.

El que por segunda vez peca
despierta un dolor enterrado,
y lo hace sangrar de nuevo
cuando lo arranca del sudario:
Lo hace sangrar a grandes gotas
y lo hace sangrar en vano!

Y como payasos o monos,
con una pompa estrafalaria
andábamos con gran silencio
por sobre la tierra asfaltada;
caminábamos con gran silencio
sin decir ninguna palabra.

Andábamos con gran silencio
siguiendo el hilo a la muralla;
y en cada cerebro vacío
un terrible recuerdo entraba,
y conmovía a cada uno
el terror sobre nuestra espalda.

Los guardas iban y venían
haciendo a sus bestias la ronda;
sus atuendos eran flamantes;
pero supimos de la obra
que ellos antes ejecutaron
por la cal que había en sus botas.

Allí donde hicieron la fosa
no se veía ningún rastro;
sólo un poco de arena y tierra
cerca del muro carcelario,
y un montoncito de cal viva
por dar al hombre buen sudario.

Ese infeliz tiene un sudario
como pocos pueden quererlo:
Al fondo de un patio de cárcel,
por afrenta, desnudo el cuerpo:
Él yace allí, encadenado,
y entre unas sábanas de fuego.

La cal ardiente lo devora
sin interrumpir el escarnio,
roe los huesos en la noche
y la carne en el día claro;
roe –alternando- carne y huesos,
pero el corazón sin descanso.

Y pasarán tres largos años
en que no habrá allí una planta;
ese lugar, por los tres años,
es tierra maldita y árida,
y mira al cielo con asombro
sin un reproche en la mirada.

Creen que el corazón de un reo
mata la semilla sembrada.
Pero nó! La tierra de Dios
no es como los hombres avara:
La rosa roja allí es más roja
y la blanca será más blanca!

En su boca una rosa roja.
Sobre el corazón, una blanca!
Porque quién sabe el raro signo
que imprime Cristo a su palabra
desde que el bordón del viajero
floreció delante el gran Papa?

Pero ni flor roja ni blanca
florecería en tal recinto;
sólo piedras, cascos y sílex
dan en el patio de un presidio.
Porque ellos temen que las flores
consuelen al hombre sencillo.

Por eso no caerán pétalos
nunca, ni blancos ni aún rojos,
en la tumba –polvo y arena-
cerca de ese muro oprobioso
para decir a los reclusos
que el Hombre-Dios murió por todos.

Sinembargo, aunque el muro horrible
lo esté rodeando todavía;
aunque un espíritu con grillos
no ambula entre la noche fría,
y sólo puede verter lágrimas
por yacer en tal tierra impía,

está ya en paz, o estará pronto;
ya no le acosa la locura,
y el miedo ya no lo acobarda
en la monotonía diurna,
porque es la tierra en que reposa
tierra sin sol, tierra sin luna.

Lo ahorcaron como a una bestia,
sin una sola campanada
que hubiera llevado consuelo
al terror mudo de su alma;
lo llevaron con gran premura
a la fosa recién cavada.

Lo desnudaron de sus ropas,
luégo abandonaron su cuerpo,
se rieron de sus ojos fijos
y de su amoratado cuello,
y alegremente amontonaron
el cruel sudario para el reo.

El Capellán no se arrodilla
junto a la tumba de un maldito,
ni lo bendice con la Cruz
que dio el Señor a los perdidos;
pero este hombre era uno
de los que vino a salvar Cristo!

Todo está bien; no ha hecho más
que franquear normales límites.
Lágrimas raras para él
llenarán la urna imposible.
Sus plañideras son los parias,

y los parias siempre están tristes...

Oscar Wilde (Reino Unido, 1854 – 1900)

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