Pintura y poesía

Pintura y poesía

martes, 7 de julio de 2015

Oscar Wilde. Balada de la Cárcel de Reading I.

Oscar Wilde
(pintado durante el juicio que lo llevó a prisión)
Henri de Tolouse-Lautec
Óleo sobre cartón
Colección privada

En memoria de
CARLOS T. WOOLDRIDGE,
antiguo soldado de la Guardia Real de Caballería,
ejecutado en la Cárcel de Reading, en Berkshire,
el 7 de julio de 1896.

Traducción de Enrique Quintero Valencia

No tenía ya chaqueta roja
como es el vino y es la sangre;
y sangre y vino eran sus manos
cuando le hallaron el cadáver
de la pobre mujer que amaba,
y a la que dio muerte el infame.

Andaba él entre los presos
con traje gris y con gorrilla:
Parecía feliz su paso.
Mas nunca antes ví en la vida
un hombre tal que, intensamente,
mirara así la luz del día...

Jamás he visto ningún hombre
mirar así, con tal mirada,
ese toldillo de turquíes
que los reclusos cielo llaman,
y cada nube que navega
igual que un velero de plata.

Con las demás almas en pena
en otro patio hacía ronda
pensando si la falta suya
sería grande o poca cosa,
cuando una voz dijo a mi espalda:
“El hombre aquel irá a la horca!”

Dios mío! El mismo muro pétreo
tuvo temblores de ira negra;
casco de hierro enrojecido
fue el cielo sobre mi cabeza,
y aunque también estaba preso
no podía sentir mi pena.

Comprendí, entonces, qué congoja
apresuraba su misterio;
supe por qué miraba el día
con aquel mirar tan intenso:
Mató aquel hombre lo que amaba,
y debía morir por ello!

Y sin embargo, sepan todos,
cada hombre mata lo que ama.
Los unos matan con su odio,
los otros con palabras blandas;
el que es cobarde, con un beso,
y el de valor, con una espada!

Unos lo matan cuando jóvenes,
y cuando están viejos los otros;
unos con manos de deseo,
otros lo estrangulan con oro;
y el más hábil, con un puñal
porque así se enfría más pronto.

Aman mucho unos; otros, poco.
Se compra y vende el sentimiento.
Unos lo matan entre llanto,
otros sin prisas y sin miedo.
Cada uno mata lo que ama
mas no todos pagan por ello.

No mueren de una muerte infame
frente a un día tenebroso;
ni tienen nudos corredizos
al cuello; y paños sobre el rostro;
ni sienten caer al vacío
sus cansados pies temblorosos.

No viven con hombres callados
que los custodian día y noche;
que los guardan cuando ellos quieren
llorar o decir oraciones,
por miedo a que ellos por sí mismos
roben su presa a los barrotes.

No se despiertan con el día
ante el fatal grupo reunido:
el Capellán, trémulo y blanco,
el Alguacil, adusto y lívido,
y el Director, negro y severo,
con la torva cara del Juicio.

No se levantan con gran prisa
para vestir sus trajes grises
en tanto que el doctor impúdico
los mira con ojos febriles,
y anota el gesto grotesco
y cada contracción visible
manejando un reloj que suena
sordo como un martillo horrible.

No conocen la sed intensa
antes que, con mano enguantada
el verdugo llegue a la puerta;
y con tres correas os ata
para que no más en el mundo
tenga ya sed vuestra garganta.

No inclinan atento el oído
al De Profundis que les rezan,
mientras el miedo entre sus almas
les asegura que aún esperan;
y no tropiezan con su féretro
al entrar de noche a las celdas.

No miran el último cielo
por cristalinas claraboyas;
no ruegan con labios de barro
que se acabe su pena honda,
ni cae el beso de Caifás
a su mejilla temblorosa.

Oscar Wilde (Reino Unido, 1854 – 1900)


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