Balada de la Cárcel de Reading
Modest Alexandrovich Durnov
Portada de la primera edición, 1904.
Yo ignoro si la ley es justa
o si la ley tiene sus yerros;
sólo sabemos que hay un muro
alto alrededor de los presos,
donde cada día es un año:
Un año de días eternos.
Pero sí sé que toda ley
que traza el hombre a sus hermanos
desde que empezó la aflicción
con el primer asesinato,
toda ley cuela el grano bueno
con el peor de los cedazos.
Y también sé –si lo supieran...-
que cada prisión se edifica
con bloques de ira e infamia
y con barreras de sevicia,
por temor de que Cristo vea
cómo los hombres se mutilan.
Enceguecen el sol con rejas
y con barras afean la luna;
y es bueno que escondan su infierno
para que jamás se descubran
las cosas que ni Dios ni el hombre
deberían contemplar nunca.
La maldad, como mala hierba
crece en la tierra carcelaria;
y lo que hay de bueno en el hombre
allí se marchita, se acaba;
la angustia vigila las puertas,
y es guardián la desesperanza.
Matan de hambre al pobre niño
que día y noche tiene miedo,
azotan al tonto y al débil
y se burlan de los más viejos,
y aquellos que no se enloquecen
se vuelven malos en silencio.
Y son las celdas que ocupamos
como letrinas putrefactas;
entra la hediondez de la Muerte
por las ventanas enrejadas,
y todo, menos el deseo,
lo muele la máquina humana.
El agua horrible que nos dan
resbala como inmundo cieno;
y el pan, que pesan con cuidado,
está lleno de cal y yeso;
y el sueño no se duerme nunca
implorando insomne al tiempo.
Mas aunque el hambre y la sed luchan
como dos víboras en celo,
la comida allí poco importa;
lo que nos mata por completo
es que son las piedras del día
por la noche el corazón nuestro.
Con la noche en el corazón
y el atardecer en las celdas,
hacíamos girar el torno
y deshacíamos la cuerda;
y el silencio era más terrible
que unas campanas de voz llena.
Jamás se acerca una voz
con unas amables palabras,
y los ojos que nos examinan
tienen las más crueles miradas;
y olvidados de todos, vamos
pudriéndonos en cuerpo y alma.
Así acabamos esta vida
en soledad, traición o pena;
unos maldicen en silencio,
llora otro sobre su cadena,
pero la eterna Ley de Dios
parte el corazón de la piedra.
Y cada corazón que estalla
en celda o patio de presidio
semeja la cajita aquella
que guardó el tesoro divino
cuando en la casa del leproso
derramó el perfume exquisito.
Dichosos esos cuyos pechos
pueden tornarse aún pacíficos!
Cómo, si nó, sería posible
al hombre trazar su camino ?
Que sólo en un corazón roto
puede albergarse Jesucristo.
Este hombre de cuello hinchado
y de amoratada garganta
y con los puros ojos fijos,
espera aún las manos santas
como el ladrón del Paraíso.
Dios no rehusará su alma!
El hombre que lee la Ley
le dio seis semanas de vida
para purificar su alma,
para curar su alma herida,
y limpiar de sangre la mano
que empuñó el arma homicida.
Con lágrimas lavó su mano,
la mano que hundió el cuchillo;
sólo la sangre borra sangre,
sólo el llanto limpia el espíritu:
La mancha roja de Caín
fue el sello níveo de Cristo!
Oscar Wilde (Reino Unido, 1854 – 1900)
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