Cara posterior de la
piedra en la tumba de Jorge Luis Borges
Arriba se lee el epígrafe del cuento Ulrica, cuya
traducción sería:
“El
tomó su espada, Gram, y colocó el metal desnudo entre los dos"
Abajo se lee la inscripción:
De
Ulrica a Javier Otárola,
personajes del
cuento Ulrica y nombres que se habrían dado en la intimidad Borges y María
Kodama.
Hann tekr sverthit Gram ok leggr i metal
theira bert.
Völsunga Saga, 27
Mi relato será fiel a la
realidad o, en todo caso, a mi recuerdo personal de la realidad, lo cual es lo
mismo. Los hechos ocurrieron hace muy poco, pero sé que el hábito literario es
asimismo el hábito de intercalar rasgos circunstanciales y de acentuar los
énfasis.
Quiero narrar mi encuentro
con Ulrica (no supe su apellido y tal vez no lo sabré nunca) en la ciudad de
York. La crónica abarcará una noche y una mañana.
Nada me costaría referir
que la vi por primera vez junto a las Cinco Hermanas de York, esos vitrales
puros de toda imagen que respetaron los iconoclastas de Cromwell, pero el hecho
es que nos conocimos en la salita del Northern Inn, que está del otro lado de
las murallas. Éramos pocos y ella estaba de espaldas. Alguien le ofreció una
copa y rehusó.
—Soy feminista —dijo—. No
quiero remedar a los hombres. Me desagradan su tabaco y su alcohol.
La frase quería ser
ingeniosa y adiviné que no era la primera vez que la pronunciaba.
Supe después que no era
característica de ella, pero lo que decimos no siempre se parece a nosotros.
Refirió que había llegado
tarde al museo, pero que la dejaron entrar cuando supieron que era noruega.
Uno de los presentes
comentó:
—No es la primera vez que
los noruegos entran en York.
—Así es —dijo ella—.
Inglaterra fue nuestra y la perdimos, si alguien puede tener algo o algo puede
perderse.
Fue entonces cuando la miré.
Una línea de William Blake habla de muchachas de suave plata o de furioso oro,
pero en Ulrica estaban el oro y la suavidad. Era ligera y alta, de rasgos
afilados y de ojos grises. Menos que su rostro me impresionó su aire de
tranquilo misterio. Sonreía fácilmente y la sonrisa parecía alejarla. Vestía de
negro, lo cual es raro en tierras del Norte, que tratan de alegrar con colores
lo apagado del ámbito. Hablaba un inglés nítido y preciso y acentuaba levemente
las erres. No soy observador; esas cosas las descubrí poco a poco.
Nos presentaron. Le dije
que era profesor en la Universidad de los Andes en Bogotá.
Aclaré que era colombiano.
Me preguntó de un modo
pensativo:
— ¿Qué es ser colombiano?
— No sé —le respondí—. Es
un acto de fe. —Como ser noruega —asintió.
Nada más puedo recordar de
lo que se dijo esa noche. Al día siguiente bajé temprano al comedor. Por los
cristales vi que había nevado; los páramos se perdían en la mañana.
No había nadie más. Ulrica
me invitó a su mesa. Me dijo que le gustaba salir a caminar sola.
Recordé una broma de
Schopenhauer y contesté:
— A mí también. Podemos
salir juntos los dos.
Nos alejamos de la casa,
sobre la nieve joven. No había un alma en los campos. Le propuse que fuéramos a
Thorgate, que queda río abajo, a unas millas. Sé que ya estaba enamorado de
Ulrica; no hubiera deseado a mi lado ninguna otra persona.
Oí de pronto el lejano
aullido de un lobo. No he oído nunca aullar a un lobo, pero sé que era un lobo.
Ulrica no se inmutó.
Al rato dijo como si
pensara en voz alta:
—Las pocas y pobres
espadas que vi ayer en York Minster me han conmovido más que las grandes naves
del museo de Oslo.
Nuestros caminos se
cruzaban. Ulrica, esa tarde, proseguiría el viaje hacia Londres; yo, hacia
Edimburgo.
—En Oxford Street —me
dijo— repetiré los pasos de De Quincey, que buscaba a su
Anna perdida entre las
muchedumbres de Londres.
—De Quincey —respondí—
dejó de buscarla. Yo, a lo largo del tiempo, sigo buscándola.
—Tal vez —dijo en voz
baja— la has encontrado.
Comprendí que una cosa inesperada
no me estaba prohibida y le besé la boca y los ojos.
Me apartó con suave
firmeza y luego declaró:
—Seré tuya en la posada de
Thorgate. Te pido mientras tanto, que no me toques. Es mejor que así sea.
Para un hombre célibe
entrado en años, el ofrecido amor es un don que ya no se espera.
El milagro tiene derecho a
imponer condiciones. Pensé en mis mocedades de Popayán y en una muchacha de
Texas, clara y esbelta como Ulrica, que me había negado su amor.
No incurrí en el error de
preguntarle si me quería. Comprendí que no era el primero y que no sería el
último. Esa aventura, acaso la postrera para mí, sería una de tantas para esa
resplandeciente y resuelta discípula de Ibsen.
Tomados de la mano
seguimos. —Todo esto es como un sueño —dije— y yo nunca sueño.
—Como aquel rey —replicó
Ulrica— que no soñó hasta que un hechicero lo hizo dormir en una pocilga.
Agregó después:
—Oye bien. Un pájaro está
por cantar.
Al poco rato oímos el
canto.
—En estas tierras —dije—,
piensan que quien está por morir prevé lo futuro.
—Y yo estoy por morir
—dijo ella.
La miré atónito.
—Cortemos por el bosque
—la urgí—. Arribaremos más pronto a Thorgate.
—El bosque es peligroso
—replicó.
Seguimos por los páramos.
—Yo querría que este
momento durara siempre —murmuré.
—Siempre es una palabra
que no está permitida a los hombres —afirmó Ulrica y, para aminorar el énfasis,
me pidió que le repitiera mi nombre, que no había oído bien.
—Javier Otárola —le dije.
Quiso repetirlo y no pudo.
Yo fracasé, parejamente, con el nombre de Ulrikke.
—Te llamaré Sigurd
—declaró con una sonrisa.
—Si soy Sigurd —le
repliqué—, tú serás Brynhild.
Había demorado el paso.
— ¿Conoces la saga? —le
pregunté.
—Por supuesto —me dijo—.
La trágica historia que los alemanes echaron a perder con sus tardíos
Nibelungos.
No quise discutir y le
respondí:
—Brynhild, caminas como si
quisieras que entre los dos hubiera una espada en el lecho.
Estábamos de golpe ante la
posada. No me sorprendió que se llamara, como la otra, el
Northern Inn. Desde lo
alto de la escalinata, Ulrica me gritó:
— ¿Oíste al lobo? Ya no
quedan lobos en Inglaterra. Apresúrate.
Al subir al piso alto,
noté que las paredes estaban empapeladas a la manera de William
Morris, de un rojo muy
profundo, con entrelazados frutos y pájaros. Ulrica entró primero. El aposento
oscuro era bajo, con un techo a dos aguas. El esperado lecho se duplicaba en un
vago cristal y la bruñida caoba me recordó el espejo de la Escritura.
Ulrica ya se había
desvestido. Me llamó por mi verdadero nombre, Javier. Sentí que la nieve arreciaba.
Ya no quedaban muebles ni espejos. No había una espada entre los dos.
Como la arena se iba el
tiempo. Secular en la sombra fluyó el amor y poseí por primera y última vez la
imagen de Ulrica.
Jorge Luis Borges (Argentina, 1899 – 1986)
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