Faro
Rita Palm (Reino Unido)
Óleo sobre lienzo
- ¡La gallina no! - gritó el guardián primero del faro Oyarzo,
interponiéndose entre su compañero y la pequeña gallina de color flor de haba
que saltó cacareando desde un rincón.
Maldonado, el otro guardafaro, miró de reojo al guardián primero, con una
mirada en la que se mezclaban la desesperación y la cólera.
Hace más de quince días que el mar y la tierra luchan ferozmente en el
punto más tempestuoso del Pacífico sur: el Faro Evangelistas, el más elevado y
solitario de los islotes que marcan la entrada occidental del estrecho de
Magallanes, y sobre cuyo pelado lomo se levantan la torre del faro y su fanal,
como única luz y esperanza que tienen los marinos para escapar de las tormentas
oceánicas.
La lucha de la tierra y el mar es allí casi permanente. la cordillera de
los Andes trató, pero en el combate de siglos todo se ha resquebrajado; el agua
se ha adentrado por los canales, ha llegado hasta las heridas de los fiordos
cordilleranos y sólo han permanecido abofeteando al mar los puños más fieros,
cerrados en dura y relumbrante roca como en el Faro Evangelistas.
Es un negro y desafiante islote que se empina a gran altura. Sus costados
son lisos y cortados a pique.
La construcción del faro es una página heroica de los bravos marinos de la
Subinspección de Faros del Apostadero Naval de Magallanes, y el primero que
escaló el promontorio fue un héroe anónimo como la mayoría de los hombres que
se enfrentan con esa naturaleza.
Hubo que izar ladrillo tras ladrillo. Hoy mismo, los valientes guardafaros
que custodian el fanal más importante del Pacífico sur están totalmente
aislados del mundo en medio del océano. Hay un solo y frágil camino para
ascender del mar a la cumbre; es una escala de cuerdas llamada en jerga
marinera "escala de gato", que permanece colgando al borde del
siniestro acantilado.
Los víveres son izados de las chalupas que se atracan al borde por medio de
un winche instalado en lo alto e impulsado a fuerza de brazos.
Una escampavía de la Armada Nacional sale periódicamente de Punta Arenas a
recorrer los faros del oeste, proveyéndolos de víveres y de acetileno.
La comisión más temida para estos pequeños y vigorosos transportes de alta
mar es Evangelistas, pues cuando hay mal tiempo es imposible acercarse al faro
y arriar las chalupas balleneras en que se transporta la provisión.
Como una advertencia para esos marinos, existe a unas millas al interior el
renombrado puerto de "Cuarenta Días", único refugio en el cual han
estado durante todo este tiempo barcos capeando el temporal. Algunas veces una
escampavía, aprovechando una tregua, ha salido a toda máquina para cumplir su
expedición, y ya al avistar el faro se ha desencadenado de nuevo el temporal,
teniendo que regresar de nuevo al abrigado refugio de "Cuarenta
Días".
Esta vez la tempestad dura más de quince días. La tempestad de afuera, de
los elementos, en la que el enhiesto peñón se estremece y parece quejarse
cuando las montañas de agua se descargan sobre sus lisos costados, porque
adentro, bajo la torre del faro, en un corazón humano, en un cerebro
acribillado por las marejadas de goterones de lluvia repiqueteando en el techo
de zinc, en una sensibilidad castigada por el aullido silbante del viento
rasgándose en el torreón, en un hombre débil y hambriento, se está
desarrollando otra lenta y terrible tempestad.
Era la segunda vez que Oyarzo salvaba la milagrosa y única gallina de los
ímpetus desesperados de su compañero. ¡La gallina había empezado a poner
justamente el mismo día en que iba a ser sacrificada!
Los guardafaros habían agotado todos los víveres y reservas. La escampavía
se había atrasado ya en un mes y el temporal no amainaba, embotellándola
seguramente en el puerto de "Cuarenta días".
Como por un milagro, la gallina ponía todos los días un huevo que, batido
con un poco de agua con sal y la exigua ración de cuarenta porotos asignada a
cada uno, servía de precario alimento a los dos guardafaros.
- ¡Toma tus cuarenta porotos! - dijo Oyarzo, alargando la ración a su compañero.
Maldonado miró el diminuto montón de frejoles en el hueco de su mano.
"¡Nunca - pensó - su vida había estado reducida a esto! ¡No - ahora
recuerda -, sólo una vez ocurió lo mismo en el faro San Félix, cuando al póquer
perdió su soldada de dos años y, convertida también en un montón de porotos,
pasó de sus manos a las de su compañero!".
Pero eran solo dos años de vida y ahora éstos constituían toda su vida, la
salvación de las garras de la sutil pantera del hambre, que en su ronda se
acercaban cada día más al faro.
"¡Y este Oyarzo .- continuaba en las reflexiones de su cerebro
debilitado -, tan duro, tan cruel, pero al mismo tiempo tan fuerte y tan
leal".
Se había ingeniado para racionar la pequeña cantidad de porotos muy
equitativamente, y, a veces le pasaba hasta unos cuantos más, sacrificando su
parte. Hasta la gallina tenía su ración: se los daba con conchuela molida y un
poco recalentados para que no dejara de poner.
Cada día y cada noche que pasaba bajo el estruendo constante del mar
embravecido, la muerte estaba más cerca y el hambre hincaba un poco más su
lívida garra en esos dos seres.
Oyarzo era un hombre alto, huesudo, de pelo tieso y tez morena. Maldonado
era más bajo, delgado y en realidad más débil.
Si no hubiera sido por aquel hombronazo, seguramente el otro ya habría
perecido con gallina y todo.
Oyarzo era el sabio artífice que prolongaba esas tres existencias en un
inteligente y denodado combate contra la muerte, que ya se colaba por el
resquicio del hambre. ¡La gallina, el hombre y el hombre! ¡La energía de unos
diminutos frejoles que pasaban de uno a otros! ¡¡El milagroso huevo que día a
día levantaba las postreras fuerzas de esos hombres para encender el fanal,
seguridad y esperanza de los marinos que surcaban la desdichada ruta!
Maldonado empezó a obsesionarse con una idea fija: la gallina. Debilitado,
el hambre, después de corroerle las entrañas como un fuego horadante y lento,
empezaba a corroerle también la conciencia y algunas luces siniestras, que él
trataba en vano de apagar, empezaron a levantarse en su mente.
Por fin llegó a esta conclusión: si él pudiera saciar su hambre una sola
vez, moriría feliz. No pedía nada más.
Sin embargo, no se atrevía a pensar o llegar hasta donde sus instintos lo
empujaban. ¡No, él no era capaz de asesinar a su buen compañero para comerse la
gallina!
"¡Pero qué diablos!", decía y se ponía a temblar y se daba
vuelta, asustado, como si alguien lo empujara a empellones al borde de un
abismo.
El mar seguía con su ronco tronar envolviendo al faro, la lluvia con su
repiqueteo incesante contra el zinc y el mugido del viento que hacía temblar la
torre, en cuya altura seguía encendiéndose todas las noches el fanal gracias al
huevo de una gallina y a la reciedumbre de un hombre.
Las tempestades del mar no son parejas, toman aliento de cuatro en cuatro
horas. En una de estas culminaciones, una noche arreció el tal forma que sólo
podía compararse con un acabo de mundo. El trueno del mar, el aullido del
viento y las marejadas de lluvia que se descargaban sobre el techo, estremecían
en tal forma al peñón, que éste pareció desprenderse de su base y echándose a
navegar a través de la tempestad.
Adentro la tormenta también llegó a su crisis.
Maldonado, sigilosamente entre las sombras se dirigió puñal en mano al camarote
de Oyarzo, donde éste guardaba cuidadosamente la gallina milagrosa, por
desconfianza hacia su compañero.
Maldonado no había aclarado muy bien sus intenciones. Angustiado por el
hambre, avanzaba hacia un todo confuso y negro. No había querido detenerse
mucho a determinar contra quién iba puñal en mano. El iba a apoderarse de la
gallina simplemente; una vez muerta ya no habría remedio, y Oyarzo tendría que
compartir con él la merienda; pero si se interponía como antes ..., ¡ah!,
entonces levantaría el puñal, pero para amenazarlo solamente.
¿Y si aquél lo atacaba? ¡Diantre, aquí estaba, pues, ese todo confuso y
negro contra el cual él iba a enfrentare atolondrado y ciego!
Abrió la puerta con cautela. El guardián primero parecía dormir
profundamente. Avanzó tembloroso hacia el rincón donde sabía se encontraba la
gallina, pero en el instante de abalanzarse sobre ella fue derribado por un
mazazo en la nuca. El pesado cuerpo de Oyarzo cayó sobre el suyo y de un
retortijón de la muñeca hízole soltar el puñal.
Casi no hubo resistencia. El guardián primero era muy fuerte y después de
dominarlo totalmente, lo ató con una soga con las manos a la espalda.
- No pensaba atacarte con el cuchillo; lo llevaba para amenazarte nomás en
caso de que no hubiera permitido matar la gallina! - dijo con la cabeza
agachada y avergonzado el farero.
Al día siguiente, estaba atado a una gruesa banca de roble, con las manos
atrás aún.
El guardián primero continuó trabajando y luchando contra las garras del
hambre. Hizo el batido del huevo con los porotos y con su propia mano fue a
darle de comer su ración al amarrado. Este, con los ojos bajos, recibió las
cucharadas, pero a pesar del hambre que lo devoraba, sintió esta vez un atoro
algo amargo cuando el alimento pasó por su garganta.
- ¡Gracias - dijo al final -, perdóname, Oyarzo!
Este no contestó.
El temporal no amainó en los siguientes días. El alud de agua y viento
seguía igual.
- ¡Suéltame, voy a ayudarte, te sacrificas mucho! - dijo una mañana
Maldonado, y continuó con desesperación -: ¡Te juro que no volveré a tocar una
pluma de la gallina!
El guardián primero miró a su compañero amarrado; éste levantó la vista y
los dos hombres se encontraron frente a frente en sus miradas. Estaban
exhaustos, débiles, corroídos por el hambre! Fue sólo un instante; los dos
hombres parecieron comprenderse en el choque de sus miradas; luego los ojos se
nublaron.
- ¡Todavía lucharé solo; ya llegará la hora en que tenga que soltarte para
el último banquete que nos dará la gallina! - dijo Oyarzo con cierto tono de
vaticinio y duda.
Las palabras resonaron como un latigazo en la conciencia del farero.
Hubiera preferido una bofetada en pleno rostro a esta frase cargada con el
desprecio y la desconfianza de su compañero.
Pero la milagrosa gallina puso otro huevo al día siguiente. Oyarzo preparó
como siempre la precaria comida. Iban quedando sólo las últimas raciones de
frejoles.
Otra vez se acercó al preso con la exigua parte de porotos, levantó la
cuchara a medio llenar, como quien va a dar de comer a un niño, pero al querer
dársela, el preso, con la cabeza en alto y la mirada duramente fija en su
dadivoso compañero, exclamó rotundamente:
- ¡No, no como más; no recibiré una sola migaja de tus manos!
Al guardián primero se le iluminó la cara como si hubiera comprendido algo
de súbito, como si hubiera recibido una buena nueva. Miró a su compañero con
cierta atención y, de pronto, sonrió con una extraña sonrisa, una sonrisa en
que se mezclaba la bondad y la alegría. Dejó a un lado el plato de comida y
desatando las cuerdas dijo:
- ¡Tienes razón, perdóname, ya no mereces este castigo; otra vez
Evangelistas tiene dos fareros!
- ¡Sí, otra vez! - dijo el otro, levantándose ya libre y estrechando la
mano de su compañero.
Cuando se terminó la entrega de los víveres y el comandante de la
escampavía fue a ver las novedades del faro, le extrañaron un poco algunas
huellas de lucha que observó en la cara de los dos fareros. Miró fijamente a
uno y a otro; pero antes de que los interrogara, se adelantó Oyarzo sonriendo
y, acariciando con la ruda mano la delicada cabeza de la gallina flor de haba
que cobijaba bajo su brazo, dijo:
- ¡Queríamos matar la gallina de los huevos de oro, pero ésta se defendió a
picotazos! ...
- ¡La gallina de los huevos de luz, querrá decir, porque cada huevo
significó una noche de luz para nuestros barcos! - profirió el comandante de la
escampavía, sospechando posiblemente lo ocurrido.
Francisco Coloane (Chile, 1910-2002).
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