Una chica en una silla de mimbre
Jean Hippolyte Marchand
Óleo sobre tela
Galería Nacional de Irlanda, Dublin, Irlanda.
Niña de las historias melancólicas, niña,
niña de las novelas, niña de las tonadas
tienes un gesto inmóvil de estampa de provincia
en el agua de otoño de la cara perdida
y en los serios cabellos goteados de dramas.
Estás sobre mi vida de piedra y hierro ardiente
como la eternidad encima de los muertos,
recuerdo que viniste y has existido siempre,
mujer, mi mujer mía, conjunto de mujeres,
toda la especie humana se lamenta en tus huesos.
Llenas la tierra entera, como un viento rodante,
y tus cabellos huelen a tonada oceánica,
naranjo de los pueblos terrosos y joviales,
tienes la soledad llena de soledades,
y tu corazón tiene la forma de una lágrima.
Semejante a un rebaño de nubes, arrastrando
la cola inmensa y turbia de lo desconocido,
tu alma enorme rebasa tus huesos y tus cantos,
y es lo mismo que un viento terrible y milenario
encadenado a una matita de suspiros.
Te pareces a esas cántaras populares,
tan graciosas y tan modestas de costumbres;
tu aristocracia inmóvil huele a yuyos rurales,
muchacha del país, florecida de velámenes,
y la greda morena, triste de aves azules.
Derivas de mineros y de conquistadores,
ancha y violenta gente llevó tu sangre extraña,
y tu abuelo, Domingo de Sánderson, fue un hombre;
yo los miro y los veo cruzando el horizonte
con tu actitud futura encima de la espalda.
Eres la permanencia de las cosas profundas
y la amada geográfica, llenando el Occidente;
tus labios y tus pechos son un panal de angustia,
y tu vientre maduro es un racimo de uvas
colgado del parrón colosal de la muerte.
Ay, amiga, mi amiga, tan amiga mi amiga,
cariñosa lo mismo que el pan del hombre pobre;
naciste tú llorando y sollozó la vida;
yo te comparo a una cadena de fatigas
hecha para amarrar estrellas en desorden.
niña de las novelas, niña de las tonadas
tienes un gesto inmóvil de estampa de provincia
en el agua de otoño de la cara perdida
y en los serios cabellos goteados de dramas.
Estás sobre mi vida de piedra y hierro ardiente
como la eternidad encima de los muertos,
recuerdo que viniste y has existido siempre,
mujer, mi mujer mía, conjunto de mujeres,
toda la especie humana se lamenta en tus huesos.
Llenas la tierra entera, como un viento rodante,
y tus cabellos huelen a tonada oceánica,
naranjo de los pueblos terrosos y joviales,
tienes la soledad llena de soledades,
y tu corazón tiene la forma de una lágrima.
Semejante a un rebaño de nubes, arrastrando
la cola inmensa y turbia de lo desconocido,
tu alma enorme rebasa tus huesos y tus cantos,
y es lo mismo que un viento terrible y milenario
encadenado a una matita de suspiros.
Te pareces a esas cántaras populares,
tan graciosas y tan modestas de costumbres;
tu aristocracia inmóvil huele a yuyos rurales,
muchacha del país, florecida de velámenes,
y la greda morena, triste de aves azules.
Derivas de mineros y de conquistadores,
ancha y violenta gente llevó tu sangre extraña,
y tu abuelo, Domingo de Sánderson, fue un hombre;
yo los miro y los veo cruzando el horizonte
con tu actitud futura encima de la espalda.
Eres la permanencia de las cosas profundas
y la amada geográfica, llenando el Occidente;
tus labios y tus pechos son un panal de angustia,
y tu vientre maduro es un racimo de uvas
colgado del parrón colosal de la muerte.
Ay, amiga, mi amiga, tan amiga mi amiga,
cariñosa lo mismo que el pan del hombre pobre;
naciste tú llorando y sollozó la vida;
yo te comparo a una cadena de fatigas
hecha para amarrar estrellas en desorden.
Pablo de Rokha (Chile, 1894 – 1968)
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