Los triunfos de César (Cuadro II)
Andrea Mantegna
Óleo sobre lienzo
Palacio de Hampton Court (Royal Collection), Reino Unido.
¡Italia mía! Miro muros, arcos,
columnas, simulacros, las caídas
torres de nuestros padres;
mas no encuentro la gloria,
ni el hierro y los laureles que abrumaban
a nuestros ascendientes. Hoy, inerme
el seno muestras y la sien desnuda;
¡cielos! ¡Cuántas heridas!
¡Qué mortal lividez! oh, cuál te veo,
¡bellísima mujer! Al cielo digo
y al mundo: ¿quién la puso
en tal miseria? Y por mayor afrenta
duras cadenas cíñenle los brazos.
Así, suelto el cabello, el velo roto
yace en tierra doliente y olvidada,
y la faz escondida
en el regazo, llora.
¡Llora, Italia infeliz! justo es que llores,
tú, que a todos venciste
en las dichas al par que en los dolores.
Si dos fuentes vertieran tus pupilas,
nunca pudiera el llanto
igualarse a tu mal y a tu vergüenza:
que de señora descendiste a esclava.
¿Quién recuerda tu historia
que, contemplando tu esplendor pasado,
no diga: su grandeza ya no existe?
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Dó está la antigua fuerza,
las armas, el valor y la constancia?
¿Quién te robó tu acero?
¿Quién te entregó? ¿Qué dolo, qué artificio,
o qué poder tan grande
te arrancaron el manto y la diadema?
¿Cómo caíste, y cuándo
de tanta altura a tan profundo abismo?
¿Nadie lidia por ti? ¿No te defiende
hijo ninguno? ¡Al arma! ¡Al arma! solo
entraré en lucha, rendiré la vida
y que mi sangre sea
fuego a nuestra nación adormecida.
¿Dó tus hijos están? Oigo son de armas,
y de carros, y voces, y timbales;
en extrañas regiones
luchan tus descendientes.
Escucha, Italia, escucha. ¿No divisas
un fluctuar de infantes y caballos,
y polvo, y humo, y fulgurar de aceros,
cual rayo entre las sombras?
¿No te animas? ¿las trémulas miradas
por qué no fijas en la incierta lucha?
¿Por quién, allá, combate
la ítala juventud? ¡Númenes sacros!
¡Sirven a otra nación nuestros aceros!
¡Mísero el hombre que rindió la vida
no por el patrio nido y por la amada
esposa e hijos caros,
mas por extraña gente,
y que morir no puede, balbuciendo:
¡alma tierra natía!
¡Tú me diste el vivir: yo te lo ofrendo!
Venturosa la edad en que corrían
a morir por la patria
los animosos pueblos en legiones!
¡Y tu siempre glorioso y venerando,
oh tesálico estrecho,
do la Persia y el Hado menos fuertes
fueron que pocas almas generosas!
Fínjome que los troncos y las piedras
y el mar y la montaña, al pasajero
con indistintas voces
aún narran cómo la legión invicta
cubrió el lugar sangriento
de cuerpos a la Grecia consagrados,
feroz y vil entonces
Jerjes cruzaba el Helesponto en fuga,
ludibrio a nuestros nietos más lejanos,
en la cima de Antela, do muriendo
burló a la muerte la legión divina,
Simónides se alzaba
mirando el cielo, el campo y la marina.
Y bañado de lágrimas el rostro,
ansioso el pecho, el paso vacilante,
empuñaba la lira:
«¡Oh felices vosotros
que el pecho disteis a enemiga lanza,
en homenaje a la que os dio la vida!
Os honra Grecia y os admira el mundo.
En medio de los azares,
¿qué amor movió las juveniles mentes
y a temprano morir llevaros pudo?
¿Cómo tan dulce, oh hijos,
os fue la hora final, que sonriendo
fuisteis al trance lamentable y duro?
¡Dijérase que al baile y no a la muerte
ibais vosotros, o a festín glorioso,
y en cambio, os esperaban
el orco y la onda muerta!
Ni visteis a la esposa y al querido
hijo, cuando en la playa
sin un beso moristeis, ni un gemido.
«Mas no del Persa sin horrendo duelo,
e inacabable angustia:
como león en medio de un rebaño,
la res asalta y le desgarra el lomo
con la potente zarpa,
y a otras los flancos y los muslos muerde,
tal, en medio de los persas, se encendía
la rabia en los helenos corazones.
Mira en tierra caballo y caballero;
obstáculo a la fuga
los carros son y derribadas tiendas;
de los suyos al frente
huye el tirano, desgreñado y mustio,
y bañados y tintos
en la sangre del bárbaro los griegos,
motivo al persa de infinito llanto,
vencidos por sus llagas, desfallecen
y uno sobre otro mueren. ¡Viva! ¡Viva!
¡Oh felices vosotros
mientras la humanidad hable o escriba!
«Primero, de los cielos desprendidos,
cayendo al mar, estallarán los astros
que el amor y la gloria
que conquistasteis, mengüen.
Vuestra tumba es un ara. Aquí la madre
vendrá a mostrar al párvulo la hermosa
huella de vuestra sangre. ¡Yo, postrado
¡héroes! sobre este suelo,
el césped beso y las desnudas rocas,
que alabadas serán eternamente
del uno al otro polo.
¡Ah! ¡Si yo aquí yaciera y si regado
hubiera con mi sangre esta alma tierra!
Mas si mi suerte es otra y no permite
que por la Grecia los murientes ojos,
cierre en la lid cruenta,
que a lo menos la intacta
fama del vate que os cantó, perdure
y el numen le conceda
tanto durar cuanto la vuestra dure».
columnas, simulacros, las caídas
torres de nuestros padres;
mas no encuentro la gloria,
ni el hierro y los laureles que abrumaban
a nuestros ascendientes. Hoy, inerme
el seno muestras y la sien desnuda;
¡cielos! ¡Cuántas heridas!
¡Qué mortal lividez! oh, cuál te veo,
¡bellísima mujer! Al cielo digo
y al mundo: ¿quién la puso
en tal miseria? Y por mayor afrenta
duras cadenas cíñenle los brazos.
Así, suelto el cabello, el velo roto
yace en tierra doliente y olvidada,
y la faz escondida
en el regazo, llora.
¡Llora, Italia infeliz! justo es que llores,
tú, que a todos venciste
en las dichas al par que en los dolores.
Si dos fuentes vertieran tus pupilas,
nunca pudiera el llanto
igualarse a tu mal y a tu vergüenza:
que de señora descendiste a esclava.
¿Quién recuerda tu historia
que, contemplando tu esplendor pasado,
no diga: su grandeza ya no existe?
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Dó está la antigua fuerza,
las armas, el valor y la constancia?
¿Quién te robó tu acero?
¿Quién te entregó? ¿Qué dolo, qué artificio,
o qué poder tan grande
te arrancaron el manto y la diadema?
¿Cómo caíste, y cuándo
de tanta altura a tan profundo abismo?
¿Nadie lidia por ti? ¿No te defiende
hijo ninguno? ¡Al arma! ¡Al arma! solo
entraré en lucha, rendiré la vida
y que mi sangre sea
fuego a nuestra nación adormecida.
¿Dó tus hijos están? Oigo son de armas,
y de carros, y voces, y timbales;
en extrañas regiones
luchan tus descendientes.
Escucha, Italia, escucha. ¿No divisas
un fluctuar de infantes y caballos,
y polvo, y humo, y fulgurar de aceros,
cual rayo entre las sombras?
¿No te animas? ¿las trémulas miradas
por qué no fijas en la incierta lucha?
¿Por quién, allá, combate
la ítala juventud? ¡Númenes sacros!
¡Sirven a otra nación nuestros aceros!
¡Mísero el hombre que rindió la vida
no por el patrio nido y por la amada
esposa e hijos caros,
mas por extraña gente,
y que morir no puede, balbuciendo:
¡alma tierra natía!
¡Tú me diste el vivir: yo te lo ofrendo!
Venturosa la edad en que corrían
a morir por la patria
los animosos pueblos en legiones!
¡Y tu siempre glorioso y venerando,
oh tesálico estrecho,
do la Persia y el Hado menos fuertes
fueron que pocas almas generosas!
Fínjome que los troncos y las piedras
y el mar y la montaña, al pasajero
con indistintas voces
aún narran cómo la legión invicta
cubrió el lugar sangriento
de cuerpos a la Grecia consagrados,
feroz y vil entonces
Jerjes cruzaba el Helesponto en fuga,
ludibrio a nuestros nietos más lejanos,
en la cima de Antela, do muriendo
burló a la muerte la legión divina,
Simónides se alzaba
mirando el cielo, el campo y la marina.
Y bañado de lágrimas el rostro,
ansioso el pecho, el paso vacilante,
empuñaba la lira:
«¡Oh felices vosotros
que el pecho disteis a enemiga lanza,
en homenaje a la que os dio la vida!
Os honra Grecia y os admira el mundo.
En medio de los azares,
¿qué amor movió las juveniles mentes
y a temprano morir llevaros pudo?
¿Cómo tan dulce, oh hijos,
os fue la hora final, que sonriendo
fuisteis al trance lamentable y duro?
¡Dijérase que al baile y no a la muerte
ibais vosotros, o a festín glorioso,
y en cambio, os esperaban
el orco y la onda muerta!
Ni visteis a la esposa y al querido
hijo, cuando en la playa
sin un beso moristeis, ni un gemido.
«Mas no del Persa sin horrendo duelo,
e inacabable angustia:
como león en medio de un rebaño,
la res asalta y le desgarra el lomo
con la potente zarpa,
y a otras los flancos y los muslos muerde,
tal, en medio de los persas, se encendía
la rabia en los helenos corazones.
Mira en tierra caballo y caballero;
obstáculo a la fuga
los carros son y derribadas tiendas;
de los suyos al frente
huye el tirano, desgreñado y mustio,
y bañados y tintos
en la sangre del bárbaro los griegos,
motivo al persa de infinito llanto,
vencidos por sus llagas, desfallecen
y uno sobre otro mueren. ¡Viva! ¡Viva!
¡Oh felices vosotros
mientras la humanidad hable o escriba!
«Primero, de los cielos desprendidos,
cayendo al mar, estallarán los astros
que el amor y la gloria
que conquistasteis, mengüen.
Vuestra tumba es un ara. Aquí la madre
vendrá a mostrar al párvulo la hermosa
huella de vuestra sangre. ¡Yo, postrado
¡héroes! sobre este suelo,
el césped beso y las desnudas rocas,
que alabadas serán eternamente
del uno al otro polo.
¡Ah! ¡Si yo aquí yaciera y si regado
hubiera con mi sangre esta alma tierra!
Mas si mi suerte es otra y no permite
que por la Grecia los murientes ojos,
cierre en la lid cruenta,
que a lo menos la intacta
fama del vate que os cantó, perdure
y el numen le conceda
tanto durar cuanto la vuestra dure».
Giacomo Leopardi (Italia 1798 – 1837)
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