Detalle del mural del Teatro del Sindicato N° 6 de los mineros de Lota.
Brigada Muralista, Ramona Parra.
Lota, Octava Región del Biobío, Chile.
En una sala baja y estrecha, el capataz de turno sentado en su mesa de
trabajo y teniendo delante de sí un gran registro abierto, vigilaba la bajada
de los obreros en aquella fría mañana de invierno. Por el hueco de la puerta se
veía el ascensor aguardando su carga humana que, una vez completa, desaparecía
con él, callada y rápida, por la húmeda abertura del pique.
Los mineros llegaban en pequeños grupos, y mientras descolgaban de los
ganchos adheridos a las paredes sus lámparas, ya encendidas, el escribiente
fijaba en ellos una ojeada penetrante, trazando con el lápiz una corta raya al
margen de cada nombre. De pronto, dirigiéndose a dos trabajadores que iban
presurosos hacia la puerta de salida los detuvo con un ademán, diciéndoles:
-Quédense ustedes.
Los obreros se volvieron sorprendidos y una vaga inquietud se pintó en
sus pálidos rostros. El más joven, muchacho de veinte años escasos, pecoso, con
una abundante cabellera rojiza, a la que debía el apodo de Cabeza de Cobre, con
que todo el mundo lo designaba, era de baja estatura, fuerte y robusto. El otro
más alto, un tanto flaco y huesudo, era ya viejo de aspecto endeble y achacoso.
Ambos con la mano derecha sostenían la lámpara y con la izquierda su manojo de
pequeños trozos de cordel en cuyas extremidades había atados un botón o una
cuenta de vidrio de distintas formas y colores; eran los tantos o señales que
los barreteros sujetan dentro de las carretillas de carbón para indicar arriba
su procedencia.
La campana del reloj colgado en el muro dio pausadamente las seis. De
cuando en cuando un minero jadeante se precipitaba por la puerta, descolgaba su
lámpara y con la misma prisa abandonaba la habitación, lanzando al pasar junto
a la mesa una tímida mirada al capataz, quien, sin despegar los labios,
impasible y severo, señalaba con una cruz el nombre del rezagado.
Después de algunos minutos de silenciosa espera, el empleado hizo una
seña a los obreros para que se acercasen, y les dijo:
-Son ustedes carreteros de la Alta, ¿no es así?
-Sí, señor -respondieron los interpelados.
-Siento decirles que se quedan sin trabajo. Tengo orden de disminuir el
personal de esa veta.
Los obreros no contestaron y hubo por un instante un profundo silencio.
Por fin el de más edad dijo:
-¿Pero se nos ocupará en otra parte?
El individuo cerró el libro con fuerza y echándose atrás en el asiento
con tono serio contestó:
-Lo veo difícil, tenemos gente de sobra en todas las faenas.
El obrero insistió:
-Aceptamos el trabajo que se nos dé, seremos torneros, apuntaladores, lo
que Ud. quiera.
El capataz movía la cabeza negativamente.
-Ya lo he dicho, hay gente de sobre y si los pedidos de carbón no
aumentan, habrá que disminuir también la explotación en algunas otras vetas.
Una amarga e irónica sonrisa contrajo los labios del minero, y exclamó:
-Sea usted franco, don Pedro, y díganos de una vez que quiere obligarnos
a que vayamos a trabajar al Chiflón del Diablo.
El empleado se irguió en la silla y protestó indignado:
-Aquí no se obliga a nadie. Así como Uds. son libres de rechazar el
trabajo que no les agrade, la Compañía, por su parte, está en su derecho para
tomar las medidas que más convengan a sus intereses.
Durante aquella filípica, los obreros con los ojos bajos escuchaban en
silencio y al ver su humilde continente la voz del capataz se dulcificó.
-Pero, aunque las órdenes que tengo son terminantes -agregó-, quiero
ayudarles a salir del paso. Hay en el Chiflón Nuevo o del Diablo, como Uds. lo
llaman, dos vacantes de barreteros, pueden ocuparlas ahora mismo, pues mañana
sería tarde.
Una mirada de inteligencia se cruzó entre los obreros. Conocían la
táctica y sabían de antemano el resultado de aquella escaramuza: Por lo demás
estaban ya resueltos a seguir su destino. No había medio de evadirse. Entre
morir de hambre o morir aplastado por un derrumbe, era preferible lo último:
tenía la ventaja de la rapidez. ¿Y dónde ir? El invierno, el implacable enemigo
de los desamparados, como un acreedor que cae sobre los haberes del insolvente
sin darle tregua ni esperas, había despojado a la naturaleza de todas sus
galas. El rayo tibio del sol, el esmaltado verdor de los campos, las alboradas
de rosa y oro, el manto azul de los cielos, todo había sido arrebatado por
aquel Shylock inexorable que, llevando en la diestra su inmensa talega, iba
recogiendo en ella los tesoros de color y luz que encontraba al paso sobre la
faz de la tierra.
Las tormentas de viento y lluvia que convertían en torrentes los
lánguidos arroyuelos, dejaban los campos desolados y yermos. Las tierras bajas
eran inmensos pantanos de aguas cenagosas, y en las colinas y en las laderas de
los montes, los árboles sin hojas ostentaban bajo el cielo eternamente opaco la
desnudez de sus ramas y de sus troncos.
En las chozas de los campesinos el hambre asomaba su pálida faz a través
de los rostros de sus habitantes, quienes se veían obligados a llamar a las
puertas de los talleres y de las fábricas en busca del pedazo de pan que les
negaba el mustio suelo de las campiñas exhaustas.
Había, pues, que someterse a llenar los huecos que el fatídico corredor
abría constantemente en sus filas de inermes desamparados, en perpetua lucha
contra las adversidades de la suerte, abandonados de todos, y contra quienes
toda injusticia e iniquidad estaba permitida.
El trato quedó hecho. Los obreros aceptaron sin poner objeciones el
nuevo trabajo, y un momento después estaban en la jaula, cayendo a plomo en las
profundidades de la mina.
La galería del Chiflón del Diablo tenía una siniestra fama. Abierta para
dar salida al mineral de un filón recién descubierto, se habían en un principio
ejecutado los trabajos con el esmero requerido. Pero a medida que se ahondaba
en la roca, ésta se tornaba porosa e inconsistente. Las filtraciones un tanto escasas
al empezar habían ido en aumento, haciendo muy precaria la estabilidad de la
techumbre que sólo se sostenía mediante sólidos revestimientos. Una vez
terminada la obra, como la inmensa cantidad de maderas que había que emplear en
los apuntalamientos aumentaba el costo del mineral de un modo considerable, se
fue descuidando poco a poco esta parte esencialísima del trabajo. Se revestía
siempre, sí, pero con flojedad, economizando todo lo que se podía.
Los resultados de este sistema no se dejaron esperar. Continuamente
había que extraer de allí a un contuso, un herido y también a veces algún
muerto aplastado por un brusco desprendimiento de aquel techo falto de apoyo, y
que, minado traidoramente por el agua, era una amenaza constante para las vidas
de los obreros, quienes atemorizados por la frecuencia de los hundimientos
empezaron a rehuir las tareas en el mortífero corredor. Pero la Compañía venció
muy luego su repugnancia con el cebo de unos cuantos centavos más en los
salarios y la explotación de la nueva veta continuó.
Muy luego, sin embargo, el alza de los jornales fue suprimida sin que
por esto se paralizasen las faenas, bastando para obtener este resultado el
método puesto en práctica por el capataz aquella mañana.
Muchas veces, a pesar de los capitales invertidos en esa sección de la
mina, se había pensado en abandonarla, pues el agua estropeaba en breve los
revestimientos que había que reforzar continuamente, y aunque esto se hacía en
las partes sólo indispensables, el consumo de maderos resultaba siempre
excesivo. Pero para desgracia de los mineros, la hulla extraída de allí era
superior a la de los otros filones, y la carne del dócil y manso rebaño puesta
en el platillo más leve, equilibraba la balanza, permitiéndole a la Compañía
explotar sin interrupción el riquísimo venero, cuyos negros cristales guardaban
a través de los siglos la irradiación de aquellos millones de soles que
trazaron su ruta celeste, desde el oriente al ocaso, allá en la infancia del
planeta.
Cabeza de Cobre llegó esa noche a su habitación más tarde que de
costumbre. Estaba grave, meditabundo, y contestaba con monosílabos las
cariñosas preguntas que le hacía su madre sobre su trabajo del día. En ese
hogar humilde había cierta decencia y limpieza por lo común desusadas en aquellos
albergues donde en promiscuidad repugnante se confundían hombres, mujeres y
niños y una variedad tal de animales que cada uno de aquellos cuartos sugería
en el espíritu la bíblica visión del Arca de Noé.
La madre del minero era una mujer alta, delgada, de cabellos blancos. Su
rostro muy pálido tenía una expresión resignada y dulce que hacía más suave aún
el brillo de sus ojos húmedos, donde las lágrimas parecían estar siempre
prontas a resbalar. Llamábase María de los Ángeles.
Hija y madre de mineros, terribles desgracias la habían envejecido
prematuramente. Su marido y dos hijos muertos unos tras otros por los
hundimientos y las explosiones del grisú, fueron el tributo que los suyos
habían pagado a la insaciable avidez de la mina. Sólo le restaba aquel muchacho
por quien su corazón, joven aún, pasaba en continuo sobresalto. Siempre
temerosa de una desgracia, su imaginación no se apartaba un instante de las
tinieblas del manto carbonífero que absorbía aquella existencia que era su
único bien, el único lazo que la sujetaba a la vida.
¿Cuántas veces en esos instantes de recogimiento había pensado, sin
acertar a explicárselo, en el porqué de aquellas odiosas desigualdades humanas
que condenaban a los pobres, al mayor número, a sudar sangre para sostener el
fausto de la inútil existencia de unos pocos! ¡Y si tan sólo se pudiera vivir
sin aquella perpetua zozobra por la suerte de los seres queridos, cuyas vidas
eran el precio, tantas veces pagado, del pan de cada día!
Pero aquellas cavilaciones eran pasajeras, y no pudiendo descifrar el
enigma, la anciana ahuyentaba esos pensamientos y tornaba a sus quehaceres con
su melancolía habitual.
Mientras la madre daba la última mano a los preparativos de la cena, el
muchacho sentado junto al fuego permanecía silencioso, abstraído en sus
pensamientos. La anciana, inquieta por aquel mutismo, se preparaba a
interrogarlo cuando la puerta giró sobre sus goznes y un rostro de mujer asomó
por la abertura.
-Buenas noches, vecina. ¿Cómo está el enfermo? -preguntó cariñosamente
María de los Ángeles.
-Lo mismo -contestó la interrogada, penetrando en la pieza-. El médico
dice que el hueso de la pierna no ha soldado todavía y que debe estar en la
cama sin moverse.
La recién llegada era una joven de moreno semblante, demacrado por
vigilias y privaciones. Tenía en la diestra una escudilla de hoja de lata y,
mientras respondía, esforzábase por desviar la vista de la sopa que humeaba
sobre la mesa.
La anciana alargó el brazo y cogió el jarro y en tanto vaciaba en él el
caliente líquido, continuó preguntando:
-¿Y hablaste, hija, con los jefes? ¿Te han dado algún socorro?
La joven murmuró con desaliento:
-Sí, estuve allí. Me dijeron que no tenía derecho a nada, que bastante
hacían con darnos el cuarto; pero, que si él moría fuera a buscar una orden
para que en despacho me entregaran cuatro velas y una mortaja.
Y dando un suspiro agregó:
-Espero en Dios que mi pobre Juan no los obligará a hacer ese gasto.
María de los Ángeles añadió a la sopa un pedazo de pan y puso ambas
dádivas en mano de la joven, quien se encaminó hacia la puerta, diciendo
agradecida:
-La Virgen se lo pagará, vecina.
-Pobre Juana -dijo la madre, dirigiéndose hacia su hijo, que había arrimado
su silla junto a la mesa-, pronto hará un mes que sacaron a su marido del pique
con la pierna rota.
-¿En qué se ocupaba?
-Era barretero del Chiflón del Diablo.
-¡Ah, sí, dicen que los que trabajan ahí tienen la vida vendida!
-No tanto, madre -dijo el obrero-, ahora es distinto, se han hecho
grandes trabajos de apuntalamientos. Hace más de una semana que no hay
desgracias.
-Será así como dices, pero yo no podría vivir si trabajaras allá;
preferiría irme a mendigar por los campos. No quiero que te traigan un día como
trajeron a tu padre y a tus hermanos.
Gruesas lágrimas se deslizaron por el pálido rostro de la anciana. El
muchacho callaba y comía sin levantar la vista del plato.
Cabeza de Cobre se fue a la mañana siguiente a su trabajo sin comunicar
a su madre el cambio de faena efectuado el día anterior. Tiempo de sobra habría
siempre para darle aquella mala noticia. Con la despreocupación propia de la
edad no daba grande importancia a los temores de la anciana. Fatalista, como
todos sus camaradas, creía que era inútil tratar de sustraerse al destino que
cada cual tenía de antemano designado.
Cuando una hora después de la partida de su hijo María de los Ángeles
abría la puerta, se quedó encantada de la radiante claridad que inundaba los
campos. Hacía mucho tiempo que sus ojos no veían una mañana tan hermosa. Un
nimbo de oro circundaba el disco del sol que se levantaba sobre el horizonte
enviando a torrentes sus vívidos rayos sobre la húmeda tierra, de la que se
desprendían por todas partes azulados y blancos vapores. La luz del astro,
suave como una caricia, derramaba un soplo de vida sobre la naturaleza muerta.
Bandadas de aves cruzaban, allá lejos, el sereno azul, y un gallo de plumas
tornasoladas desde lo alto de un montículo de arena lanzaba una alerta
estridente cada vez que la sombra de un pájaro deslizábase junto a él.
Algunos viejos, apoyándose en bastones y muletas, aparecieron bajo los
sucios corredores, atraídos por el glorioso resplandor que iluminaba el
paisaje. Caminaban despacio, estirando sus miembros entumecidos, ávidos de
aquel tibio calor que fluía de lo alto.
Eran los inválidos de la mina, los vencidos del trabajo. Muy pocos eran
los que no estaban mutilados y que no carecían ya de un brazo o de una pierna.
Sentados en un banco de madera que recibía de lleno los rayos del sol, sus
pupilas fatigadas, hundidas en las órbitas, tenían una extraña fijeza. Ni una
palabra se cruzaba entre ellos, y de cuando en cuando tras una tos breve y
cavernosa, sus labios cerrados se entreabrían para dar paso a un escupitajo
negro como la tinta.
Se acercaba la hora del mediodía y en los cuartos las mujeres atareadas
preparaban las cestas de la merienda para los trabajadores, cuando el breve
repique de la campana de alarma las hizo abandonar la faena y precipitarse
despavoridas fuera de las habitaciones.
En la mina el repique había cesado y nada hacia presagiar una
catástrofe. Todo allí tenía el aspecto ordinario y la chimenea dejaba escapar
sin interrupción su enorme penacho que se ensanchaba y crecía arrastrado por la
brisa que lo empujaba hacia el mar.
María de los Ángeles se ocupaba en colocar en la cesta destinada a su
hijo la botella de café, cuando la sorprendió el toque de alarma y, soltando
aquellos objetos, se abalanzó hacia la puerta frente a la cual pasaban a escape
con las faldas levantadas, grupos de mujeres seguidas de cerca por turbas de
chiquillos que corrían desesperadamente en pos de sus madres. La anciana siguió
aquel ejemplo: sus pies parecían tener alas, el aguijón del terror galvanizaba
sus viejos músculos y todo su cuerpo se estremecía y vibraba como la cuerda del
arco en su máximum de tensión.
En breve se colocó en primera fila, y su blanca cabeza herida por los
rayos del sol parecía atraer y precipitar tras de sí la masa sombría del harapiento
rebaño.
Las habitaciones quedaron desiertas. Sus puertas y ventanas se abrían y
se cerraban con estrépito impulsadas por el viento. Un perro atado en uno de
los corredores, sentado en sus cuartos traseros, con la cabeza vuelta hacia
arriba, dejaba oír un aullido lúgubre como respuesta al plañidero clamor que
llegaba hasta él, apagado por la distancia.
Sólo los viejos no habían abandonado su banco calentado por el sol, y
mudos e inmóviles, seguían siempre en la misma actitud, con los turbios ojos
fijos en un más allá invisible y ajenos a cuanto no fuera aquella férvida
irradiación que infiltraba en sus yertos organismos un poco de aquella energía
y de aquel tibio calor que hacía renacer la vida sobre los campos desiertos.
Como los polluelos que, percibiendo de improviso el rápido descenso del
gavilán, corren lanzando pitíos desesperados a buscar un refugio bajo las
plumas erizadas de la madre, aquellos grupos de mujeres con las cabelleras
destrenzadas, que gimoteaban fustigadas por el terror, aparecieron en breve
bajo los brazos descarnados de la cabria, empujándose y estrechándose sobre la
húmeda plataforma. Las madres apretaban a sus pequeños hijos, envueltos en
sucios harapos, contra el seno semidesnudo, y un clamor que no tenía nada de
humano brotaba de las bocas entreabiertas contraídas por el dolor.
Una recia barrera de maderos defendía por un lado la abertura del pozo,
y en ella fue a estrellarse parte de la multitud. En el otro lado unos cuantos
obreros con la mirada hosca, silenciosos y taciturnos, contenían las apretadas
filas de aquella turba que ensordecía con sus gritos, pidiendo noticias de sus
deudos, del número de muertos y del sitio de la catástrofe.
En la puerta de los departamentos de las máquinas se presentó con la
pipa entre los dientes uno de los ingenieros, un inglés corpulento, de patillas
rojas, y con la indiferencia que da la costumbre, paseó una mirada sobre
aquella escena. Una formidable imprecación lo saludó y centenares de voces
aullaron:
-¿Asesinos, asesinos!
Las mujeres levantaban los brazos por encima de sus cabezas y mostraban
los puños ebrias de furor. El que había provocado aquella explosión de odio
lanzó al aire algunas bocanadas de humo y volviendo la espalda, desapareció.
La noticias que los obreros daban del accidente calmó un tanto aquella
excitación. El suceso no tenía las proporciones de las catástrofes de otras
veces: sólo había tres muertos de quienes se ignoraban aún los nombres. Por lo
demás, y casi no había necesidad de decirlo, la desgracia, un derrumbe, había ocurrido
en la galería del Chiflón del Diablo, donde se trabajaba ya hacía dos horas en
extraer las víctimas, esperándose de un momento a otro la señal de izar en el
departamento de las máquinas.
Aquel relato hizo nacer la esperanza en muchos corazones devorados por
la inquietud. María de los Ángeles, apoyada en la barrera, sintió que la tenaza
que mordía sus entrañas aflojaba sus férreos garfios. No era la suya esperanza
sino certeza: de seguro él no estaba entre aquellos muertos. Y reconcentrada en
sí misma con ese feroz egoísmo de las madres oía casi con indiferencia los
histéricos sollozos de las mujeres y sus ayes de desolación y angustia.
Entretanto huían las horas, y bajo las arcadas de cal y ladrillo la
máquina inmóvil dejaba reposar sus miembros de hierro en la penumbra de los
vastos departamentos; los cables, como los tentáculos de un pulpo, surgían
estremecientes del pique hondísimo y enroscaban en la bobina sus flexibles y
viscosos brazos; la maza humana apretada y compacta palpitaba y gemía como una
res desangrada y moribunda, y arriba, por sobre la campiña inmensa, el sol,
traspuesto ya el meridiano, continuaba lanzando los haces centelleantes de sus
rayos tibios y una calma y serenidad celestes se desprendían del cóncavo espejo
del cielo, azul y diáfano, que no empañaba una nube.
De improviso el llanto de las mujeres cesó: un campanazo seguido de
otros tres resonaron lentos y vibrantes: era la señal de izar. Un
estremecimiento agitó la muchedumbre, que siguió con avidez las oscilaciones
del cable que subía, en cuya extremidad estaba la terrible incógnita que todos
ansiaban y temían descifrar.
Un silencio lúgubre interrumpido apenas por uno que otro sollozo reinaba
en la plataforma, y el aullido lejano se esparcía en la llanura y volaba por
los aires, hiriendo los corazones como un presagio de muerte.
Algunos instantes pasaron, y de pronto la gran argolla de hierro que
corona la jaula asomó por sobre el brocal. El ascensor se balanceó un momento y
luego se detuvo por los ganchos del reborde superior.
Dentro de él algunos obreros con las cabezas descubiertas rodeaban una
carretilla negra de barro y polvo de carbón.
Un clamoreo inmenso saludó la aparición del fúnebre carro, la multitud
se arremolinó y su loca desesperación dificultaba enormemente la extracción de
los cadáveres. El primero que se presentó a las ávidas miradas de la turba
estaba forrado en mantas y sólo dejaba ver los pies descalzos, rígidos y
manchados de lodo. El segundo que siguió inmediatamente al anterior tenía la
cabeza desnuda: era un viejo de barba y cabellos grises.
El tercero y último apareció a su vez. Por entre los pliegues de la tela
que lo envolvía asomaban algunos mechones de pelos rojos que lanzaban a la luz
del sol un reflejo de cobre recién fundido. Varias voces profirieron con
espanto:
-¡El Cabeza de Cobre!
El cadáver tomado por los hombros y por los pies fue colocado
trabajosamente en la camilla que lo aguardaba.
María de los Ángeles al percibir aquel lívido rostro y esa cabellera que
parecía empapada en sangre, hizo un esfuerzo sobrehumano para abalanzarse sobre
el muerto; pero apretada contra la barrera sólo pudo mover los brazos en tanto
que un sonido inarticulado brotaba de su garganta.
Luego sus músculos se aflojaron, los brazos cayeron a lo largo del
cuerpo y permaneció inmóvil en el sitio como herida por el rayo.
Los grupos se apartaron y muchos rostros se volvieron hacia la mujer,
quien con la cabeza doblada sobre el pecho, sumida en una insensibilidad
absoluta, parecía absorta en la contemplación del abismo abierto a sus pies.
Un rayo de luz, pasando a través de la red de cables y de maderos, hería
oblicuamente la húmeda pared del pozo. Atraídas por aquel punto blanco y
brillante las pupilas de la anciana, espantosamente dilatadas, claváronse en el
círculo luminoso, el cual lentamente y como si obedeciera a la inexorable,
escrutadora mirada, fue ensanchándose y penetrando en la masa de roca como a
través de un cristal diáfano y transparente.
Aquella rendija, semejante al tubo de un colosal anteojo, puso a la
vista de María de los Ángeles un mundo desconocido; un laberinto de corredores
abiertos en la roca viva, sumergidos en tinieblas impenetrables y en las cuales
el rayo del sol esparcía una claridad vaga y difusa.
A veces el haz luminoso, cual una barrera de diamantes, agujereaba los
techos de lóbregas galerías a las que se sucedían redes inextricables de pasadizos
estrechos por los que apenas podría deslizarse una alimaña.
De pronto las pupilas de las ancianas se animaron: tenía a la vista un
largo corredor muy inclinado en el que tres hombres forcejeaban por colocar
dentro de la vía una carretilla de mineral. Una lluvia copiosa caía desde la
techumbre sobre sus torsos desnudos. María de los Ángeles reconoció a su hijo
en uno de aquellos obreros en el instante en que se erguían violentamente y
fijaban en el techo una mirada de espanto: siguióse un chasquido seco y
desapareció la visión.
Cuando las tinieblas se disiparon, la anciana vio flotar sobre un montón
de escombros una densa nube de polvo, al mismo tiempo que un llamado de
infinita angustia, un grito de terrible agonía subió por el inmenso tubo
acústico y murmuró junto a su oído:
-¡Madre mía!
.........................................................................................................
Jamás se supo cómo salvó la barrera. Detenida por los cables niveles, se
la vio por un instante agitar sus piernas descarnadas en el vacío, y luego, sin
un grito, desaparecer en el abismo. Algunos segundos después, el ruido sordo,
lejano, casi imperceptible, brotó de la hambrienta boca del pozo de la cual se
escapaban bocanadas de tenues vapores: era el aliento del monstruo ahíto de
sangre en el fondo de su cubil.
Baldomero Lillo (Chile, 1867 – 1923).
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