Mario Vargas Llosa
en la ceremonia de entrega del
Premio Nobel de Literatura
7 de diciembre de 2010
«Aprendí
a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de
la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado
en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia,
traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo
las barreras del tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el capitán
Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar junto a d’Artagnan, Athos,
Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del
sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en Jean
Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.
La
lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del
pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó
que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que
leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso
sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el
tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi
infancia de exaltación y de aventuras.
Me
gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y llorar
leyendo los poemas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y también el abuelo Pedro,
de gran nariz y calva reluciente, que celebraba mis versos, y el tío Lucho que
tanto me animó a volcarme en cuerpo y alma a escribir aunque la literatura, en
aquel tiempo y lugar, alimentara tan mal a sus cultores. Toda la vida he tenido
a mi lado gentes así, que me querían y alentaban, y me contagiaban su fe cuando
dudaba. Gracias a ellos y, sin duda, también, a mi terquedad y algo de suerte,
he podido dedicar buena parte de mi tiempo a esta pasión, vicio y maravilla que
es escribir, crear una vida paralela donde refugiarnos contra la adversidad,
que vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el
caos, embellece lo feo, eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo
pasajero.
No era
fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se marchitaban en
el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo reanimarlos? Por fortuna,
allí estaban los maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert
me enseñó que el talento es una disciplina tenaz y una larga paciencia.
Faulkner, que es la forma -la escritura y la estructura- lo que engrandece o
empobrece los temas. Martorell, Cervantes, Dickens, Balzac, Tolstoi, Conrad,
Thomas Mann, que el número y la ambición son tan importantes en una novela como
la destreza estilística y la estrategia narrativa. Sartre, que las palabras son
actos y que una novela, una obra de teatro, un ensayo, comprometidos con la
actualidad y las mejores opciones, pueden cambiar el curso de la historia.
Camus y Orwell, que una literatura desprovista de moral es inhumana y Malraux
que el heroísmo y la épica cabían en la actualidad tanto como en el tiempo de
los argonautas, la Odisea y la Ilíada.
Si
convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo o mucho
sus sombras nos sumirían en la oscuridad. Son innumerables. Además de revelarme
los secretos del oficio de contar, me hicieron explorar los abismos de lo
humano, admirar sus hazañas y horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos
más serviciales, los animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que,
aun en las peores circunstancias, hay esperanzas y que vale la pena vivir,
aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias.
Algunas
veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos
pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan
pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi
vocación y seguí siempre escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los
trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo,
pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera requisito
alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia,
ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a
las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de
lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es
ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar
la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros
que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu
crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es
protestar contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo
que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida
tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la
condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder
vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas
disponemos de una sola.
Sin las
ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que
la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por
un tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura,
además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra
toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en
controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto
que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia
a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren
dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se
vuelven las ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles
y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el
mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar
historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho,
que la vida de la fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana. Esa
comprobación, si echa raíces en la sensibilidad y la conciencia, vuelve a los
ciudadanos más difíciles de manipular, de aceptar las mentiras de quienes
quisieran hacerles creer que, entre barrotes, inquisidores y carceleros viven
más seguros y mejor.La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas
y, haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las
lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando la
gran ballena blanca sepulta al capitán Ahab en el mar, se encoge el corazón de
los lectores idénticamente en Tokio, Lima o Tombuctú. Cuando Emma Bovary se
traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julien Sorel sube al
patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano doctor Juan Dahlmann sale de aquella
pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de un matón, o advertimos que
todos los pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, están muertos, el
estremecimiento es semejante en el lector que adora a Buda, Confucio, Cristo,
Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas. La
literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las
fronteras que erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las
religiones, los idiomas y la estupidez.
Como
todas las épocas han tenido sus espantos, la nuestra es la de los fanáticos, la
de los terroristas suicidas, antigua especie convencida de que matando se gana
el paraíso, que la sangre de los inocentes lava las afrentas colectivas,
corrige las injusticias e impone la verdad sobre las falsas creencias.
Innumerables víctimas son inmoladas cada día en diversos lugares del mundo por
quienes se sienten poseedores de verdades absolutas. Creíamos que, con el
desplome de los imperios totalitarios, la convivencia, la paz, el pluralismo,
los derechos humanos, se impondrían y el mundo dejaría atrás los holocaustos,
genocidios, invasiones y guerras de exterminio. Nada de eso ha ocurrido. Nuevas
formas de barbarie proliferan atizadas por el fanatismo y, con la
multiplicación de armas de destrucción masiva, no se puede excluir que
cualquier grupúsculo de enloquecidos redentores provoque un día un cataclismo
nuclear. Hay que salirles al paso, enfrentarlos y derrotarlos. No son muchos,
aunque el estruendo de sus crímenes retumbe por todo el planeta y nos abrumen
de horror las pesadillas que provocan. No debemos dejarnos intimidar por
quienes quisieran arrebatarnos la libertad que hemos ido conquistando en la
larga hazaña de la civilización. Defendamos la democracia liberal, que, con
todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo político, la
convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a la crítica, la
legalidad, las elecciones libres, la alternancia en el poder, todo aquello que
nos ha ido sacando de la vida feral y acercándonos -aunque nunca llegaremos a
alcanzarla- a la hermosa y perfecta vida que finge la literatura, aquella que
sólo inventándola, escribiéndola y leyéndola podemos merecer. Enfrentándonos a
los fanáticos homicidas defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros
sueños realidad.
En mi
juventud, como muchos escritores de mi generación, fui marxista y creí que el
socialismo sería el remedio para la explotación y las injusticias sociales que
arreciaban en mi país, América Latina y el resto del Tercer Mundo. Mi decepción
del estatismo y el colectivismo y mi tránsito hacia el demócrata y el liberal
que soy -que trato de ser- fue largo, difícil, y se llevó a cabo despacio y a
raíz de episodios como la conversión de la Revolución Cubana, que me había
entusiasmado al principio, al modelo autoritario y vertical de la Unión
Soviética, el testimonio de los disidentes que conseguía escurrirse entre las
alambradas del Gulag, la invasión de Checoeslovaquia por los países del Pacto
de Varsovia, y gracias a pensadores como Raymond Aron, Jean-François Rével,
Isaiah Berlin y Karl Popper, a quienes debo mi revalorización de la cultura
democrática y de las sociedades abiertas. Esos maestros fueron un ejemplo de
lucidez y gallardía cuando la intelligentsia de Occidente parecía, por
frivolidad u oportunismo, haber sucumbido al hechizo del socialismo soviético,
o, peor todavía, al aquelarre sanguinario de la revolución cultural china.
De niño
soñaba con llegar algún día a París porque, deslumbrado con la literatura
francesa, creía que vivir allí y respirar el aire que respiraron Balzac,
Stendhal, Baudelaire, Proust, me ayudaría a convertirme en un verdadero
escritor, que si no salía del Perú sólo sería un seudo escritor de días domingos
y feriados. Y la verdad es que debo a Francia, a la cultura francesa,
enseñanzas inolvidables, como que la literatura es tanto una vocación como una
disciplina, un trabajo y una terquedad. Viví allí cuando Sartre y Camus estaban
vivos y escribiendo, en los años de Ionesco, Beckett, Bataille y Cioran, del
descubrimiento del teatro de Brecht y el cine de Ingmar Bergman, el TNP de Jean
Vilar y el Odéon de Jean Louis Barrault, de la Nouvelle Vague y le Nouveau
Roman y los discursos, bellísimas piezas literarias, de André Malraux, y, tal
vez, el espectáculo más teatral de la Europa de aquel tiempo, las conferencias
de prensa y los truenos olímpicos del general De Gaulle. Pero, acaso, lo que
más le agradezco a Francia sea el descubrimiento de América Latina. Allí
aprendí que el Perú era parte de una vasta comunidad a la que hermanaban la
historia, la geografía, la problemática social y política, una cierta manera de
ser y la sabrosa lengua en que hablaba y escribía. Y que en esos mismos años
producía una literatura novedosa y pujante. Allí leí a Borges, a Octavio Paz,
Cortázar, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti, Carpentier,
Edwards, Donoso y muchos otros, cuyos escritos estaban revolucionando la
narrativa en lengua española y gracias a los cuales Europa y buena parte del
mundo descubrían que América Latina no era sólo el continente de los golpes de
Estado, los caudillos de opereta, los guerrilleros barbudos y las maracas del
mambo y el chachachá, sino también ideas, formas artísticas y fantasías
literarias que trascendían lo pintoresco y hablaban un lenguaje universal.
De
entonces a esta época, no sin tropiezos y resbalones, América Latina ha ido
progresando, aunque, como decía el verso de César Vallejo, todavía Hay,
hermanos, muchísimo que hacer. Padecemos menos dictaduras que antaño, sólo Cuba
y su candidata a secundarla, Venezuela, y algunas seudo democracias populistas
y payasas, como las de Bolivia y Nicaragua. Pero en el resto del continente,
mal que mal, la democracia está funcionando, apoyada en amplios consensos
populares, y, por primera vez en nuestra historia, tenemos una izquierda y una
derecha que, como en Brasil, Chile, Uruguay, Perú, Colombia, República
Dominicana, México y casi todo Centroamérica, respetan la legalidad, la libertad
de crítica, las elecciones y la renovación en el poder. Ése es el buen camino
y, si persevera en él, combate la insidiosa corrupción y sigue integrándose al
mundo, América Latina dejará por fin de ser el continente del futuro y pasará a
serlo del presente.
Nunca me
he sentido un extranjero en Europa, ni, en verdad, en ninguna parte. En todos
los lugares donde he vivido, en París, en Londres, en Barcelona, en Madrid, en
Berlín, en Washington, Nueva York, Brasil o la República Dominicana, me sentí
en mi casa. Siempre he hallado una querencia donde podía vivir en paz y
trabajando, aprender cosas, alentar ilusiones, encontrar amigos, buenas
lecturas y temas para escribir. No me parece que haberme convertido, sin
proponérmelo, en un ciudadano del mundo, haya debilitado eso que llaman «las
raíces», mis vínculos con mi propio país -lo que tampoco tendría mucha
importancia-, porque, si así fuera, las experiencias peruanas no seguirían
alimentándome como escritor y no asomarían siempre en mis historias, aun cuando
éstas parezcan ocurrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fuera
del país donde nací ha fortalecido más bien aquellos vínculos, añadiéndoles una
perspectiva más lúcida, y la nostalgia, que sabe diferenciar lo adjetivo y lo
sustancial y mantiene reverberando los recuerdos. El amor al país en que uno
nació no puede ser obligatorio, sino, al igual que cualquier otro amor, un
movimiento espontáneo del corazón, como el que une a los amantes, a padres e
hijos, a los amigos entre sí.
Al Perú
yo lo llevo en las entrañas porque en él nací, crecí, me formé, y viví aquellas
experiencias de niñez y juventud que modelaron mi personalidad, fraguaron mi
vocación, y porque allí amé, odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocurre me
afecta más, me conmueve y exaspera más que lo que sucede en otras partes. No lo
he buscado ni me lo he impuesto, simplemente es así. Algunos compatriotas me
acusaron de traidor y estuve a punto de perder la ciudadanía cuando, durante la
última dictadura, pedí a los gobiernos democráticos del mundo que penalizaran
al régimen con sanciones diplomáticas y económicas, como lo he hecho siempre
con todas las dictaduras, de cualquier índole, la de Pinochet, la de Fidel
Castro, la de los talibanes en Afganistán, la de los imanes de Irán, la del
apartheid de África del Sur, la de los sátrapas uniformados de Birmania (hoy
Myanmar). Y lo volvería a hacer mañana si -el destino no lo quiera y los
peruanos no lo permitan- el Perú fuera víctima una vez más de un golpe de
Estado que aniquilara nuestra frágil democracia. Aquella no fue la acción
precipitada y pasional de un resentido, como escribieron algunos polígrafos
acostumbrados a juzgar a los demás desde su propia pequeñez. Fue un acto
coherente con mi convicción de que una dictadura representa el mal absoluto
para un país, una fuente de brutalidad y corrupción y de heridas profundas que
tardan mucho en cerrar, envenenan su futuro y crean hábitos y prácticas
malsanas que se prolongan a lo largo de las generaciones demorando la
reconstrucción democrática. Por eso, las dictaduras deben ser combatidas sin
contemplaciones, por todos los medios a nuestro alcance, incluidas las
sanciones económicas. Es lamentable que los gobiernos democráticos, en vez de
dar el ejemplo, solidarizándose con quienes, como las Damas de Blanco en Cuba,
los resistentes venezolanos, o Aung San Suu Kyi y Liu Xiaobo, que se enfrentan
con temeridad a las dictaduras que sufren, se muestren a menudo complacientes
no con ellos sino con sus verdugos. Aquellos valientes, luchando por su
libertad, también luchan por la nuestra.
Un
compatriota mío, José María Arguedas, llamó al Perú el país de «todas las
sangres». No creo que haya fórmula que lo defina mejor. Eso somos y eso
llevamos dentro todos los peruanos, nos guste o no: una suma de tradiciones,
razas, creencias y culturas procedentes de los cuatro puntos cardinales. A mí
me enorgullece sentirme heredero de las culturas prehispánicas que fabricaron
los tejidos y mantos de plumas de Nazca y Paracas y los ceramios mochicas o
incas que se exhiben en los mejores museos del mundo, de los constructores de
Machu Picchu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kuelap, Sipán, las huacas de La Bruja y
del Sol y de la Luna, y de los españoles que, con sus alforjas, espadas y
caballos, trajeron al Perú a Grecia, Roma, la tradición judeo-cristiana, el
Renacimiento, Cervantes, Quevedo y Góngora, y a la lengua recia de Castilla que
los Andes dulcificaron. Y de que con España llegara también el África con su
reciedumbre, su música y su efervescente imaginación a enriquecer la
heterogeneidad peruana. Si escarbamos un poco descubrimos que el Perú, como el
aleph de Borges, es en pequeño formato el mundo entero. ¡Qué extraordinario
privilegio el de un país que no tiene una identidad porque las tiene todas!
La
conquista de América fue cruel y violenta, como todas las conquistas, desde
luego, y debemos criticarla, pero sin olvidar, al hacerlo, que quienes
cometieron aquellos despojos y crímenes fueron, en gran número, nuestros
bisabuelos y tatarabuelos, los españoles que fueron a América y allí se
acriollaron, no los que se quedaron en su tierra. Aquellas críticas, para ser
justas, deben ser una autocrítica. Porque, al independizarnos de España, hace
doscientos años, quienes asumieron el poder en las antiguas colonias, en vez de
redimir al indio y hacerle justicia por los antiguos agravios, siguieron
explotándolo con tanta codicia y ferocidad como los conquistadores, y, en
algunos países, diezmándolo y exterminándolo. Digámoslo con toda claridad:
desde hace dos siglos la emancipación de los indígenas es una responsabilidad
exclusivamente nuestra y la hemos incumplido. Ella sigue siendo una asignatura
pendiente en toda América Latina. No hay una sola excepción a este oprobio y
vergüenza.
Quiero a
España tanto como al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el
agradecimiento que le tengo. Si no hubiera sido por España jamás hubiera
llegado a esta tribuna, ni a ser un escritor conocido, y tal vez, como tantos
colegas desafortunados, andaría en el limbo de los escribidores sin suerte, sin
editores, ni premios, ni lectores, cuyo talento acaso -triste consuelo-
descubriría algún día la posteridad. En España se publicaron todos mis libros,
recibí reconocimientos exagerados, amigos como Carlos Barral y Carmen Balcells
y tantos otros se desvivieron porque mis historias tuvieran lectores. Y España
me concedió una segunda nacionalidad cuando podía perder la mía. Jamás he
sentido la menor incompatibilidad entre ser peruano y tener un pasaporte
español porque siempre he sentido que España y el Perú son el anverso y el
reverso de una misma cosa, y no sólo en mi pequeña persona, también en
realidades esenciales como la historia, la lengua y la cultura.
De todos
los años que he vivido en suelo español, recuerdo con fulgor los cinco que pasé
en la querida Barcelona a comienzos de los años setenta. La dictadura de Franco
estaba todavía en pie y aún fusilaba, pero era ya un fósil en hilachas, y,
sobre todo en el campo de la cultura, incapaz de mantener los controles de
antaño. Se abrían rendijas y resquicios que la censura no alcanzaba a parchar y
por ellas la sociedad española absorbía nuevas ideas, libros, corrientes de
pensamiento y valores y formas artísticas hasta entonces prohibidos por
subversivos. Ninguna ciudad aprovechó tanto y mejor que Barcelona este comienzo
de apertura ni vivió una efervescencia semejante en todos los campos de las
ideas y la creación. Se convirtió en la capital cultural de España, el lugar
donde había que estar para respirar el anticipo de la libertad que se vendría. Y,
en cierto modo, fue también la capital cultural de América Latina por la
cantidad de pintores, escritores, editores y artistas procedentes de los países
latinoamericanos que allí se instalaron, o iban y venían a Barcelona, porque
era donde había que estar si uno quería ser un poeta, novelista, pintor o
compositor de nuestro tiempo. Para mí, aquellos fueron unos años inolvidables
de compañerismo, amistad, conspiraciones y fecundo trabajo intelectual. Igual
que antes París, Barcelona fue una Torre de Babel, una ciudad cosmopolita y
universal, donde era estimulante vivir y trabajar, y donde, por primera vez
desde los tiempos de la guerra civil, escritores españoles y latinoamericanos
se mezclaron y fraternizaron, reconociéndose dueños de una misma tradición y
aliados en una empresa común y una certeza: que el final de la dictadura era
inminente y que en la España democrática la cultura sería la protagonista
principal.
Aunque no
ocurrió así exactamente, la transición española de la dictadura a la democracia
ha sido una de las mejores historias de los tiempos modernos, un ejemplo de
cómo, cuando la sensatez y la racionalidad prevalecen y los adversarios
políticos aparcan el sectarismo en favor del bien común, pueden ocurrir hechos
tan prodigiosos como los de las novelas del realismo mágico. La transición
española del autoritarismo a la libertad, del subdesarrollo a la prosperidad,
de una sociedad de contrastes económicos y desigualdades tercermundistas a un
país de clases medias, su integración a Europa y su adopción en pocos años de
una cultura democrática, ha admirado al mundo entero y disparado la
modernización de España. Ha sido para mí una experiencia emocionante y
aleccionadora vivirla de muy cerca y a ratos desde dentro. Ojalá que los
nacionalismos, plaga incurable del mundo moderno y también de España, no
estropeen esta historia feliz.
Detesto
toda forma de nacionalismo, ideología -o, más bien, religión- provinciana, de
corto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su
seno prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en
privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de
nacimiento. Junto con la religión, el nacionalismo ha sido la causa de las
peores carnicerías de la historia, como las de las dos guerras mundiales y la
sangría actual del Medio Oriente. Nada ha contribuido tanto como el
nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en
insensatas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar
armas en vez de construir escuelas, bibliotecas y hospitales.
No hay
que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del «otro», siempre
semilla de violencia, con el patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor
a la tierra donde uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron
los primeros sueños, paisaje familiar de geografías, seres queridos y
ocurrencias que se convierten en hitos de la memoria y escudos contra la
soledad. La patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos
sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan
nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no
importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver.
El Perú
es para mí una Arequipa donde nací pero nunca viví, una ciudad que mi madre,
mis abuelos y mis tíos me enseñaron a conocer a través de sus recuerdos y
añoranzas, porque toda mi tribu familiar, como suelen hacer los arequipeños, se
llevó siempre a la Ciudad Blanca con ella en su andariega existencia. Es la
Piura del desierto, el algarrobo y el sufrido burrito, al que los piuranos de
mi juventud llamaban «el pie ajeno» -lindo y triste apelativo-, donde descubrí
que no eran las cigüeñas las que traían los bebés al mundo sino que los
fabricaban las parejas haciendo unas barbaridades que eran pecado mortal. Es el
Colegio San Miguel y el Teatro Variedades donde por primera vez vi subir al
escenario una obrita escrita por mí. Es la esquina de Diego Ferré y Colón, en
el Miraflores limeño -la llamábamos el Barrio Alegre-, donde cambié el pantalón
corto por el largo, fumé mi primer cigarrillo, aprendí a bailar, a enamorar y a
declararme a las chicas. Es la polvorienta y temblorosa redacción del diario La
Crónica donde, a mis dieciséis años, velé mis primeras armas de periodista,
oficio que, con la literatura, ha ocupado casi toda mi vida y me ha hecho, como
los libros, vivir más, conocer mejor el mundo y frecuentar a gente de todas
partes y de todos los registros, gente excelente, buena, mala y execrable. Es
el Colegio Militar Leoncio Prado, donde aprendí que el Perú no era el pequeño
reducto de clase media en el que yo había vivido hasta entonces confinado y
protegido, sino un país grande, antiguo, enconado, desigual y sacudido por toda
clase de tormentas sociales. Son las células clandestinas de Cahuide en las que
con un puñado de sanmarquinos preparábamos la revolución mundial. Y el Perú son
mis amigos y amigas del Movimiento Libertad con los que por tres años, entre
las bombas, apagones y asesinatos del terrorismo, trabajamos en defensa de la
democracia y la cultura de la libertad.
El Perú
es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la que
tuve la fortuna de casarme hace 45 años y que todavía soporta las manías, neurosis
y rabietas que me ayudan a escribir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace
tiempo en un torbellino caótico y no hubieran nacido Álvaro, Gonzalo, Morgana
ni los seis nietos que nos prolongan y alegran la existencia. Ella hace todo y
todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden
en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi
tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan
generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios:
‘Mario, para lo único que tú sirves es para escribir”.
Volvamos
a la literatura. El paraíso de la infancia no es para mí un mito literario sino
una realidad que viví y gocé en la gran casa familiar de tres patios, en Cochabamba,
donde con mis primas y compañeros de colegio podíamos reproducir las historias
de Tarzán y de Salgari, y en la Prefectura de Piura, en cuyos entretechos
anidaban los murciélagos, sombras silentes que llenaban de misterio las noches
estrelladas de esa tierra caliente. En esos años, escribir fue jugar un juego
que me celebraba la familia, una gracia que me merecía aplausos, a mí, el
nieto, el sobrino, el hijo sin papá, porque mi padre había muerto y estaba en
el cielo. Era un señor alto y buen mozo, de uniforme de marino, cuya foto
engalanaba mi velador y a la que yo rezaba y besaba antes de dormir. Una mañana
piurana, de la que todavía no creo haberme recobrado, mi madre me reveló que
aquel caballero, en verdad, estaba vivo. Y que ese mismo día nos iríamos a
vivir con él, a Lima. Yo tenía once años y, desde entonces, todo cambió. Perdí
la inocencia y descubrí la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo. Mi
salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde
vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme
libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a escondidas, como quien se entrega
a un vicio inconfensable, a una pasión prohibida. La literatura dejó de ser un
juego. Se volvió una manera de resistir la adversidad, de protestar, de
rebelarme, de escapar a lo intolerable, mi razón de vivir. Desde entonces y
hasta ahora, en todas las circunstancias en que me he sentido abatido o
golpeado, a orillas de la desesperación, entregarme en cuerpo y alma a mi
trabajo de fabulador ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de
salvación que lleva al náufrago a la playa.
Aunque me
cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota gorda, y, como todo escritor,
siento a veces la amenaza de la parálisis, de la sequía de la imaginación, nada
me ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años
construyendo una historia, desde su incierto despuntar, esa imagen que la
memoria almacenó de alguna experiencia vivida, que se volvió un desasosiego, un
entusiasmo, un fantaseo que germinó luego en un proyecto y en la decisión de
intentar convertir esa niebla agitada de fantasmas en una historia. «Escribir
es una manera de vivir», dijo Flaubert. Sí, muy cierto, una manera de vivir con
ilusión y alegría y un fuego chisporroteante en la cabeza, peleando con las
palabras díscolas hasta amaestrarlas, explorando el ancho mundo como un cazador
en pos de presas codiciables para alimentar la ficción en ciernes y aplacar ese
apetito voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todas las
historias. Llegar a sentir el vértigo al que nos conduce una novela en
gestación, cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta propia, con
personajes que se mueven, actúan, piensan, sienten y exigen respeto y
consideración, a los que ya no es posible imponer arbitrariamente una conducta,
ni privarlos de su libre albedrío sin matarlos, sin que la historia pierda
poder de persuasión, es una experiencia que me sigue hechizando como la primera
vez, tan plena y vertiginosa como hacer el amor con la mujer amada días,
semanas y meses, sin cesar.
Al hablar
de la ficción, he hablado mucho de la novela y poco del teatro, otra de sus
formas excelsas. Una gran injusticia, desde luego. El teatro fue mi primer
amor, desde que, adolescente, vi en el Teatro Segura, de Lima, La muerte de un
viajante, de Arthur Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción y me
precipitó a escribir un drama con incas. Si en la Lima de los cincuenta hubiera
habido un movimiento teatral habría sido dramaturgo antes que novelista. No lo
había y eso debió orientarme cada vez más hacia la narrativa. Pero mi amor por
el teatro nunca cesó, dormitó acurrucado a la sombra de las novelas, como una
tentación y una nostalgia, sobre todo cuando veía alguna pieza subyugante. A
fines de los setenta, el recuerdo pertinaz de una tía abuela centenaria, la
Mamaé, que, en los últimos años de su vida, cortó con la realidad circundante
para refugiarse en los recuerdos y la ficción, me sugirió una historia. Y
sentí, de manera fatídica, que aquella era una historia para el teatro, que
sólo sobre un escenario cobraría la animación y el esplendor de las ficciones
logradas. La escribí con el temblor excitado del principiante y gocé tanto
viéndola en escena, con Norma Aleandro en el papel de la heroína, que, desde
entonces, entre novela y novela, ensayo y ensayo, he reincidido varias veces.
Eso sí, nunca imaginé que, a mis setenta años, me subiría (debería decir mejor
me arrastraría) a un escenario a actuar. Esa temeraria aventura me hizo vivir
por primera vez en carne y hueso el milagro que es, para alguien que se ha
pasado la vida escribiendo ficciones, encarnar por unas horas a un personaje de
la fantasía, vivir la ficción delante de un público. Nunca podré agradecer
bastante a mis queridos amigos, el director Joan Ollé y la actriz Aitana
Sánchez Gijón, haberme animado a compartir con ellos esa fantástica experiencia
(pese al pánico que la acompañó).
La
literatura es una representación falaz de la vida que, sin embargo, nos ayuda a
entenderla mejor, a orientarnos por el laberinto en el que nacimos,
transcurrimos y morimos. Ella nos desagravia de los reveses y frustraciones que
nos inflige la vida verdadera y gracias a ella desciframos, al menos
parcialmente, el jeroglífico que suele ser la existencia para la gran mayoría
de los seres humanos, principalmente aquellos que alentamos más dudas que certezas,
y confesamos nuestra perplejidad ante temas como la trascendencia, el destino
individual y colectivo, el alma, el sentido o el sinsentido de la historia, el
más acá y el más allá del conocimiento racional.
Siempre
me ha fascinado imaginar aquella incierta circunstancia en que nuestros
antepasados, apenas diferentes todavía del animal, recién nacido el lenguaje
que les permitía comunicarse, empezaron, en las cavernas, en torno a las
hogueras, en noches hirvientes de amenazas -rayos, truenos, gruñidos de las
fieras-, a inventar historias y a contárselas. Aquel fue el momento crucial de
nuestro destino, porque, en esas rondas de seres primitivos suspensos por la
voz y la fantasía del contador, comenzó la civilización, el largo transcurrir
que poco a poco nos humanizaría y nos llevaría a inventar al individuo soberano
y a desgajarlo de la tribu, la ciencia, las artes, el derecho, la libertad, a
escrutar las entrañas de la naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a
viajar a las estrellas. Aquellos cuentos, fábulas, mitos, leyendas, que
resonaron por primera vez como una música nueva ante auditorios intimidados por
los misterios y peligros de un mundo donde todo era desconocido y peligroso,
debieron ser un baño refrescante, un remanso para esos espíritus siempre en el
quién vive, para los que existir quería decir apenas comer, guarecerse de los
elementos, matar y fornicar. Desde que empezaron a soñar en colectividad, a
compartir los sueños, incitados por los contadores de cuentos, dejaron de estar
atados a la noria de la supervivencia, un remolino de quehaceres
embrutecedores, y su vida se volvió sueño, goce, fantasía y un designio
revolucionario: romper aquel confinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para
aplacar aquellos deseos y ambiciones que en ellos azuzaban las vidas figuradas,
y la curiosidad por despejar las incógnitas de que estaba constelado su
entorno.
Ese
proceso nunca interrumpido se enriqueció cuando nació la escritura y las
historias, además de escucharse, pudieron leerse y alcanzaron la permanencia
que les confiere la literatura. Por eso, hay que repetirlo sin tregua hasta
convencer de ello a las nuevas generaciones: la ficción es más que un
entretenimiento, más que un ejercicio intelectual que aguza la sensibilidad y
despierta el espíritu crítico. Es una necesidad imprescindible para que la
civilización siga existiendo, renovándose y conservando en nosotros lo mejor de
lo humano. Para que no retrocedamos a la barbarie de la incomunicación y la
vida no se reduzca al pragmatismo de los especialistas que ven las cosas en
profundidad pero ignoran lo que las rodea, precede y continúa. Para que no
pasemos de servirnos de las máquinas que inventamos a ser sus sirvientes y
esclavos. Y porque un mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales
ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano
sea de veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en
otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños.
De la
caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción masiva, de la
vida tautológica de la tribu a la era de la globalización, las ficciones de la
literatura han multiplicado las experiencias humanas, impidiendo que hombres y
mujeres sucumbamos al letargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha
sembrado tanto la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos, como
esa vida de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias a la literatura para
protagonizar las grandes aventuras, las grandes pasiones, que la vida verdadera
nunca nos dará. Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de
nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de
la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería que,
al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa
imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y
eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la
inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han
contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la
violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna,
una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo,
la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición
perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo
imposible».
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