Huaso laceando
Mauricio Rugendas (Alemania, 1802 - 1858)
Desde meses atrás, un caballo de miedo galopaba la comarca, haciendo eco
tétricamente en el corazón de hacendados, capataces y campesinos. Hoy era un
hombre que aparecía degollado en cualquier recodo; mañana, un mayordomo que
saliera de un fundo y que retornara luego, con la noche a cuestas, atado sobre
su cabalgadura y con cuatro agujeros en el cuerpo; o bien un "jutre"
que se presentaba a la justicia reclamando del incendio de sus sementeras o de
fechorías realizadas en su ganado. Ninguno que tuviera un mediano pasar podía
sentirse seguro ante la amenaza siniestra que surgía de todas partes cuando
menos se la esperaba.
Pronto los campesinos empezaron a comprobar un detalle que al principio
no mereció atención: la mano que actuaba en aquellos desmanes elegía siempre
como blanco a los patrones más déspotas, a los capataces que con mayor rudeza
trataban al inquilinaje, a los mayordomos que no hacían distingos entre peón y
perro. Entonces la imaginación comenzó su trabajo, y se tuvo la parte visible y
la zona oculta de aquel drama en que todos eran medrosos espectadores, cuando
la desgracia no los elegía por protagonistas.
Por ahí, de boca en boca, de rancho en rancho, principió a correr un
nombre que se pronunciaba en sordina, después de echar una mirada en derredor,
porque "las paeles tienen oídos y los matorrales ojos". Este nombre,
como el del Demonio, revolvía el fermento de terrores que hay empozados en el
espíritu de cada labriego y ponía en los ojos una tétrica encrucijada. Los
peones, reunidos en torno a una fogata, conversaban a menudo del Negro Chaves,
nombrándolo las menos veces que fuera posible, temerosos de verlo surgir desde
la noche, como al Malulo, cuando se le conjura.
Las mentas decían que el Negro Chaves fue amansador en una hacienda
cercana, hasta que una injusticia cometida con él lo lanzó a la azarosa vida
del bandolero. Acusado de un robo que no cometiera, fue conducido al próximo
retén de carabineros, donde se le flageló bárbaramente, como sólo sabía hacerlo
el sargento Gatica, famoso en aquellos contornos por su bestialidad tanto como
por su afición al buen mosto y a las mozas de 15 a 18 primaveras.
Alguno de los compañeros de Chaves le oyó decir, cuando abandonaba la
hacienda, que los causantes de su desgracia "tenían que pagárselas y muy
bien". Y la amenaza empezó a cumplirse mucho antes de lo que se esperaba.
Don Rude, el capataz que lanzara la acusación contra el Negro, apareció una
mañana con las tripas al sol, a media cuadra de su domicilio. Cuatro semanas
más tarde, un hermano del muerto llegó en equilibrio milagroso sobre su caballo
hasta las mismas casas de la hacienda y allí rodó sin sentido. Cuando lo
recogieron, el alma se le escapaba por tres boquetes que traía en el cuerpo:
impactos precisos, hechos con carabina, según se supo más tarde.
El sargento Gatica, apretando los dientes amarillos bajo sus largos y
lacios bigotes, tomaba conocimiento de cada nueva fechoría y juraba
descuartizar sin compasión al bandido cuando éste cayera en sus manos. Pero la
sabiduría campesina barruntaba que la próxima víctima debía ser el policía, ya
que Chaves no era hombre para quedarse con unas bofetadas y unos puntapiés en
el cuerpo, sin cobrárselos a su tiempo con subido interés.
Se esperaba, pues, el desenlace por momentos, y la tensión de esta
expectativa, unida al terror que sembraba el bandido, mantenía cerradas de
noche las puertas de los ranchos humildes, mientras adentro muchos oídos
estaban atentos al galope de los caballos que cruzaban por la carretera. A raíz
de unos desmanes cometidos últimamente por el Negro Chaves, el sargento Gatica
había pedido refuerzo de soldados, y las patrullas se deslizaban cada noche,
sigilosamente, por los caminos menos transitados de la montaña, seguras de que
tarde o temprano el bandolero se vería acorralado.
Aquel día el sargento tenía un plan preciso. A eso de la oración reunió
a sus hombres en un corredor del cuartel, y por un rato se oyeron sus órdenes
precisas y cortantes, mezcladas a juramentos de pura cepa criolla. Atusándose
el bigote y entrecerrando un ojo con gesto que le era característico soltaba
las palabras como descargas de fusilería y hacía descansar luego sus pesadas y
peludas manos en las caderas para acentuar con mayor fuerza su autoridad. El
techo endeble del corredor parecía estremecerse a impulsos de su vozarrón,
mientras los soldados, en posición firme, procuraban no perder una sola de sus
preciosas frases.
—Usté, cabo Núñez, partirá a las doce con cuatro soldaos pa la Puntilla'
el Chivato. ¿M'entendió?
—¡A su orden, mi sargento!
—Güeno. Y usté, ayudante Cabezas, agarra pa'l lao de la Quebrá Chica con
cuatro hombres también. ¿Me oyó?
—¡A su orden, mi sargento!
—Yo no necesito más que dos. Usté, dragoneante Sepúlveda, y usté,
dragoneante Peña. ¿M'entendieron?
Las voces, a dúo, salmodiaron un "¡A su orden, mi sargento!",
mientras él proseguía:
—La noche'stá más oscura que mi alma. Agora es cuando se v'arrejar el pajarraco
ése. Y a lo mejor viene a quer solito en la naza. Aquí le voy a preuntar yo
cómo se llamaba su agüela.
Sin soltarse el bigote y guiñando de nuevo el ojo, concluyó:
—¡Rompan filas!
Los soldados se dispersaron por el patio del cuartel, mientras el sargento
se quedaba mirando la montaña próxima que escondía a su presa. Era un trozo
agreste y bravo de la cordillera costeña, cuajado de espinales y de bosques, en
donde sólo las reses alzadas de las haciendas se aventuraban. Sobre ella la
noche espesaba sus betunes y el ropaje acerado de las nubes se aprestaba a
envolverla.
—¡Si sois brujo te vay a librar agora, Negro Chaves! —dijo el policía,
sin bajar la mano de sus bigotes.
A esa misma hora el Negro Chaves estudiaba el valle desde el refugio de
unos boldales tupidos. Embutido en una manta obscura de lana "toavia con
olor a jutre", según su decir, hacia hora para el próximo golpe. Apoyado
en un tronco seco de quillay, acusaba la reciedumbre de su espalda y el grosor
de sus brazos a través de la manta y chupaba con largos intervalos un cigarro
de hoja que pendía de sus labios.
Mirado al pasar, pudiera confundírsele con un campesino cualquiera, pues
nada de extraordinario había en su porte. Pero al tropezar con sus ojos se
presentía, enraizada en su espíritu, una fuerza bravía e indomenable, semejante
a la de un potro montañés antes que conozca el freno. Su barba dura e inculta
era un brochazo nocturno sobre su tez aceitunada.
A espalda del Negro Chaves cuatro hombres con sus caballos al lado
conversaban entre sí, pero de vez en cuando echaban una mirada a aquél, como si
esperasen sus órdenes. En sus actitudes podía descubrirse un acatamiento tácito
al personaje que se hallaba separado de ellos; y así su charla era entrecortada
y se sostenía en voz baja, como si temieran interrumpir las cavilaciones del
otro.
Finalmente, Chaves abandonó su postura, y, mientras caminaba en
dirección al grupo, expresó:
—Me tinca qu'esta noche vamos a trompezar con mi amigo el sargento.
Los otros se echaron a reír, y uno de ellos, que ostentaba una fea
cicatriz en el pómulo izquierdo, comentó:
—Güeno'staría ya, pues.
—De acuerdo, José. Es el único que me va queando. Y al que le tengo más
ganas. No voy a dormir tranquilo hasta que no lo vea con los sesos de
sombrero...
Llegóse hasta su caballo —un magnífico mulato renegrido que lo aguardaba
por allí cerca —y de un solo impulso se ubicó en la silla. Los otros lo
imitaron en silencio y Chaves enfiló entonces hacia una quebrada baja,
empezando a descenderla por un senderillo casi vertical abierto entre la
maleza. Los cinco caballos, habituados a estos ejercicios, parecían caminar por
terreno plano: su seguridad en el paso era absoluta.
Llegados abajo, apareció una especie de caverna sobre la pared del cerro
y en ella se internaron cabalgaduras y jinetes. Hacia el fondo de la oquedad
brilló más tarde una luz, y los resplandores de una fogata indicaron luego que
los dueños de la montaña se disponían a cenar.
Afuera quedó sólo la noche sin fondo, llena de medrosos rumores,
acuchillada de vez en vez por el grito gutural de algún zorro que pasaba a la
distancia. El viento de la altura olía a humedad, en tanto que las nubes, cada
vez más apelmazadas y no dejaban filtrarse ni una hebra de la claridad estelar.
La montaña enorme y sombría, como el alma de quienes la habitaban, adquiría a
esa hora toda su inquietante majestad y tenían cabida entre sus espinales
infranqueables, entre sus abruptas hondonadas, todas las supersticiones que el
alma campesina guarda en los repliegues de su ignorancia ingenua y dada a la
fantasía.
Empujada por un viento sureño que comenzó a galopar de repente por
barrancos y cuestas, la tempestad que parecía inminente fue alejándose, y un
rato después veíanse aquí y allá grandes desgarraduras en las nubes, a través
de las cuales surgían las constelaciones como las monedas de una alcancía
desparramadas al azar. Firmemente acusada sobre la fogata que rebrillaba en el
fondo de la caverna, surgió de pronto la sombra de Panchote, uno de los
secuaces de Chaves. Alzó la cabeza y algo masculló entre dientes al ver la
claridad de la luna en creciente que comenzaba a iluminar los picos más altos
de la cordillera. Vuelto a reunirse con sus compañeros, éstos acudieron uno
tras otro a cerciorarse de que el cielo iba quedándose limpio de nubarrones.
La pegajosa voz de Panchote hizo el primer comentario:
—¡Puchas la payasá bien grande! Ahora vamos a tener qu'esperar la
entrá'e la señora pa poer salir.
—Mejor —lo consoló el Negro Chaves ; así le daremos más confianza a
"mi" sargento.
—Es que los puee pillar el día y entonces es más fácil que los perros se
los vengan di'atrás
—La cosa, niños, no tiene remedio —remató el jefe—. Mientras llega
l'hora, voy'echar una cabeciá. Si quieren los demás hagan lo mismo, menos vos,
Panchote, que te vay a quear de guardia.
En lo alto, las estrellas fueron girando imperceptiblemente sus timones
de oro. La Cruz del Sur estaba ahora sobre la puntilla más alta de la
cordillera, en tanto que las Tres Marías habíanse fugado hacia otros cielos.
Bajo la hojarasca de la montaña, en las rocas tapadas por la vegetación, cerca
de los arroyos que se deslizan parloteando argentinamente por entre los
roquedales, se agitaba un enjambre rumoroso de seres pequeños o crecidos que
huyen de la linterna solar y buscan las más desoladas horas nocturnas para
manifestarse. Brutos, aves, insectos, ponían música a la soledad con sus
movimientos, con sus chillidos o con su canto silvestre. Zorros, gallinas
ciegas, arañas, lechuzas, se movían entre la sombra, al acecho de una presa o
escapando a la persecución del enemigo.
Pero de súbito este rumoreo cesó completamente, y a la distancia
escuchóse un ruido de cascos, seguido de una que otra palabra perdida. La
montaña callaba ante la presencia de los humanos.
El Negro Chaves, a la cabeza de sus compañeros, avanzaba sin premura por
senderos sólo de él conocidos. Los caballos, dóciles a la rienda, daban vueltas
y vueltas en zigzagueo descendente, deteniéndose a veces para que los jinetes
cambiaran algunas frases. Al llegar a un claro, Chaves dio las últimas
instrucciones.
—Vos, Panchote, vay a bajar por el lao'e la Quebrá Chica junto con José.
Y vos, Colorao, salís al plan por la Puntilla. Ya saben aónde los vamos a
juntar. Y acuérdense: entre el sargento y un balazo, hay qu'escoger el balazo.
Cuando sus secuaces se hubieron marchado en direcciones opuestas, Chaves
alzóse la manta del lado derecho y examinó a la luz de las estrellas un
artefacto reluciente que descolgó de la silla. Era un choco, una carabina con
el cañón recortado, que él llamaba su Mariana, en memoria tal vez de algún recuerdo
sentimental. Cuando se hubo cerciorado de que el arma estaba debidamente
cargada, la colocó en la cabecilla de la montura y entreabriéndose las ropas
buscó en su pecho algo que besó con devoción, guardándolo en seguida. Si
alguien hubiera podido ver este objeto no habría dejado de sentir extrañeza:
era un escapulario de la Virgen del Carmen.
Tras veinte minutos de marcha firme el bandido empezó a transitar por
terreno plano; había alcanzado el valle. Evitando los caminos frecuentados,
torció la rienda hacia el norte y prosiguió su trayecto, girando constantemente
la cabeza, con todos sus sentidos en tensión. El valle era su enemigo. Allí
resultaba más fácil tender lazos y cortar la retirada a un hombre que quisiera
huir.
Pero más que sus sentidos, fue su instinto el que le advirtió de pronto
la proximidad del peligro. Encogióse su mano izquierda sobre las riendas,
mientras su derecha requería el choco. E instantáneamente dos fogonazos,
a menos de cuarenta metros, horadaron la noche, en tanto que un solo estampido
rodaba por las laderas del monte. La respuesta de Chaves fue fulminante. Su
arma vomitó dos proyectiles en la dirección de sus ocultos adversarios. Todo
esto mientras su caballo, obediente a la presión de sus talones, volvía grupas
tomando de nuevo el cerro.
Un chocar de sables resonó a sus espaldas, seguido del galope de tres
caballos. Sin abandonar las riendas, volvióse sobre la silla e hizo fuego de
nuevo. Tres detonaciones le respondieron y sintió silbar las balas junto a él.
Comprendió que no debía disparar y se limitó entonces a buscar una salida por
donde desaparecer. Pero en su premura había extraviado el camino y ante él
surgía el cerro como una pared infranqueable. Quebrando ramas, arañándose en
los quiscos, continuó hacia adelante, orillando la montaña. Y detrás de él,
cada vez más próximos, escuchaba a sus perseguidores. Una voz que daba órdenes
lo hirió como un latigazo en la carne. Era el sargento Gatica, que decía, con
reconcentrado regocijo:
—Es él, niños; no aflojarle. Lueguito v'a quear encerrao, porque por ey
no hay salía. ¿M'entendieron?
Por la mente del Negro Chaves cruzó como un relámpago la verdad de su
situación. Recordó que el monte que iba bordeando empalmaba con otro tan
abrupto como él. Entonces realizó una maniobra audaz. Al entrever una salida,
enfiló por ella hacia el campo. Saltó un pequeño arroyo y cincuenta metros más
allá descubrió un camino carretero. Inclinado sobre la silla hasta casi tocar
con la cara el pescuezo de la cabalgadura, soltó las riendas y descargó un
rebencazo firme en las ancas del animal, que partió en carrera tendida hacia la
liberación.
Sin embargo, su maniobra había sido descubierta, y segundos más tarde
resonaban a sus espaldas los cascos de los caballos que lo seguían. Aquello
debió durar largo tiempo, pues la cabalgadura del bandido comenzaba a resoplar.
Y sus perseguidores ganaban terreno, haciendo fuego a intervalos sobre él.
Como en un relámpago, Chaves tuvo el presentimiento de que iba a
amanecer. El viento se hacía más frío y cortante. El cielo tomaba
imperceptiblemente un tono celeste desvaído. Los ojos del perseguido buscaron
de nuevo la montaña. Pero aquellos parajes le eran desconocidos y no resultaba
prudente aventurarse por ellos. No obstante, al fin hubo de decidirse, porque
la distancia entre él y los policías se acortaba de modo sensible. Y otra vez
los cascos del pingo hicieron crujir la hojarasca del cerro.
La persecución encarnizada cambió de escenario por media hora.
Comprendiendo que su manta era un estorbo, Chaves la tiró a un lado y se sintió
más liviano. Ya la claridad era suficiente para que pudieran distinguirse los
objetos. A sesenta metros de él venía el sargento con dos policías, las
carabinas listas para disparar. Girando el busto hizo fuego, y se inició un
tiroteo intenso que la velocidad de la carrera tornó ineficaz. Al volverse de
nuevo para mirar el camino por donde iba ascendiendo, el bandolero sintió un
calofrío: el cerro terminaba allí de modo brusco y ante él se abría una
barranca cortada a pique. Chaves apretó las mandíbulas y detuvo el caballo,
deslizándose de él rápidamente. En ese mismo momento, sus perseguidores
disparaban de modo simultáneo. El animal dio un bote y rodó por tierra estremeciéndose.
El bandido tuvo justamente el tiempo de parapetarse tras una roca suelta para
impedir que sus enemigos se le echaran encima. Su "choco" volvió a
tronar, y los policías, detenidos de golpe, se echaron simultáneamente a
tierra.
Por largo rato el silencio del alba fue astillado por los estampidos de
las cuatro armas. Asomando apenas la cabeza por encima de su refugio, Chaves
dirigía de preferencia sus tiros hacia el sargento, poniendo toda su alma en
eliminarlo. Pero el otro parecía revestido de una virtud sobrenatural que lo
inmunizara de los proyectiles. El bandolero veía su cara repugnante contraída
en una mueca de triunfo y sabía de sobra lo que significaba caer vivo en sus
manos. Sin embargo, no había escapatoria. La única salida era la que ocupaban
los policías.
De pronto, al echar mano a su cinturón de balas, Chaves descubrió que le
restaba el último proyectil. Entonces comprendió que había llegado el momento
de morir. Pero volvió a mirar la cara del sargento: la vio allí, a veinte
metros, tras el cañón de su carabina. Recordó las bofetadas y los azotes que le
diera antaño, y sin saber casi lo que hacía, se irguió con el choco atenazado
entre sus manos. Tres disparos simultáneos hicieron blanco en su cuerpo. Se
estremeció entero, pero su voluntad —una voluntad alimentada en la raíz de su
odio— lo sostuvo. Apretó el gatillo y de su boca salieron unas palabras duras y
decisivas, las últimas que había de decir en la tierra:
—¡Pa vos, perro!
El estampido de su arma lo hizo tambalear, pero antes de caer vio que el
sargento Gatica se alzaba del suelo, llevándose las manos a la cabeza para
derrumbarse luego como una masa inerte.
Arrastrándose, destrozándose las manos en las rocas, Chaves consiguió
llegar al borde del barranco. En un postrer impulso desesperado se asió a una
mata de quisco que crecía en el filo mismo del tajo, y, haciendo una mueca de
dolor o de triunfo, se dejó tragar por el abismo, a tiempo que cuatro manos
se alargaban para detenerlo.
Óscar Castro Zúñiga (Chile, 1910 – 1947).
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