Árbol azul
Konstantin Dimopoulus
Instalación
Nueva Zelanda
No permitiré que corten mi árbol centenario.
Él es mi buena casa. Bajo su toldo sueño.
Junto a él duerme mi perro.
A su lado deponga
toda su ira el hacha. El rocío lo enjoye,
las aves lo celebren. Que los dedos del viento
despierten día a día su glorioso teclado.
En este umbral añoso enciendo la fogata
y caliento mis viejos huesos entumecidos;
llénaseme aquí de tierra el pecho virgen
y la miel, silenciosa, al caer por mis hombros,
cual un alba dorada me viste de dulzura.
Ay mi música ebria. Debajo de los juncos
duermo y canto. Muerdo mis bellotas amargas
y observo como los brutos lloran, y las bestias
celosas se desmandan. Contemplo los caballos
entre los lirios húmedos; las ágiles culebras
pidiendo leche a largos y angustiosos silbidos.
Observo como abunda la miel en los panales
y la cebada tiembla en su pie de platino;
veo cómo desde el aire cernido irrumpen alas;
palpando la vieja madera me doy cuenta
como desde sus oscuros intersticios asoman
espejos virginales, húmedas broncerías,
instrumentos de magia, bandejas desbordadas.
Descubro el azúcar silvestre entre las plantas,
los ocultos y sabios laboratorios donde nacen
espuelas cristalinas. Lupa en mano examino
el fluir de las poderosas torres naturales,
los candelabros que asoman por debajo del agua.
La oreja puesta en tierra a manera de halo
escucho el poderoso ruido de los volcanes.
Aquí la leche mana caliente de la ubre
tal cual la luz resbala de una lámpara,
y la resina corre como un pez perseguido
por un cauce que avanza desfiladero adentro:
el viento hace sonar sus pálidos platillos
y el sol vuélvese harina entre las piedras.
Aquí sostengo y llevo con orgullo mis huesos,
me yergo en mi estatura total, me desenvuelvo
como el hombre elemental que llevo dentro:
le doy curso a mi sangre, agito la oriflama
de mi pequeña y heroica reconquista.
Y soy como soy. De barro oscuro. Pobre
de solemnidad: desnudo y lleno de vergüenza.
Que mi belleza es áspera. Perfumado de ulmos
viví haciéndome viejo, acumulando arrugas,
llenándome de tierra, como los muertos.
(de El hijo del guardabosque)
Juvencio Valle (Chile, 1900 – 1999)
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