Pintura y poesía

Pintura y poesía

martes, 13 de octubre de 2015

Manuel Scorza. América, no puedo escribir tu nombre sin morirme.

Presencia de América Latina
Jorge González Camarena
Mural en acrílico sobre estuco áspero
Casa del Arte, Ciudad Universitaria de Concepción, Chile.

América,
no puedo escribir tu nombre sin morirme.
Aunque aprendí de niño,
no me salen derechos los renglones;
a cada sílaba tropiezo con cadáveres,
detrás de cada letra encuentro un hombre ardiendo,
y no puedo ni cerrar la a
porque alguien grita como si se quedara dentro.

Vengo del Odio,
vengo del salto mortal de los balazos;
está mi corazón sudando pumas:
sólo oigo el zumbido de la pena.

Yo atravesé negras gargantas,
crucé calles de pobreza,
América, te conozco,
yo mismo tendí la cama
donde expiró mi vida vacía.

Yo tenía dieciocho años
yo vivía
en un pueblo pequeño,
oyendo el diálogo de musgo de las tardes,
pero pasó mi patria cojeando,
los ahogados empezaron a pedir más agua,
salían de mi boca escarabajos.
Sordo, oscuro, batracio, desterrado,
¡era yo quien humeaba en las cocinas!

¡Amargas tierras,
patrias de ceniza,
no me entra el corazón en traje de paloma!
¡Cuando veo la cara de este pueblo
hasta la vida me queda grande!
¡Pobre América!
En vano los poetas
deshojan ruiseñores.
No verán tu rostro mientras no se atrevan
a llamarte por tu nombre, ¡América mendiga,
América de los encarcelados,
América de los perseguidos,
América de los parientes pobres!
¡Nadie te verá si no deshacen
este nudo que tengo en la garganta!

Manuel Scorza (Perú, 1928 – 1983)

lunes, 12 de octubre de 2015

Mario Benedetti. Un padrenuestro latinoamericano.

Mural de los Pueblos Latinoamericanos
Adolfo Pérez Esquivel
Catedral de Riobamba
Ecuador

Padre nuestro que estás en los cielos
con las golondrinas y los misiles
quiero que vuelvas antes de que olvides
cómo se llega al sur de Río Grande
Padre nuestro que estás en el exilio
casi nunca te acuerdas de los míos
de todos modos dondequiera que estés
santificado sea tu nombre
no quienes santifican en tu nombre
cerrando un ojo para no ver las uñas
sucias de la miseria
en agosto de mil novecientos sesenta
ya no sirve pedirte
venga a nos el tu reino
porque tu reino también está aquí abajo
metido en los rencores y en el miedo
en las vacilaciones y en la mugre
en la desilusión y en la modorra
en esta ansia de verte pese a todo
cuando hablaste del rico
la aguja y el camello
y te votamos todos
por unanimidad para la Gloria
también alzó su mano el indio silencioso
que te respetaba pero se resistía
a pensar hágase tu voluntad
sin embargo una vez cada tanto
tu voluntad se mezcla con la mía
la domina
la enciende
la duplica
más arduo es conocer cuál es mi voluntad
cuándo creo de veras lo que digo creer
así en tu omniprescencia como en mi soledad
así en la tierra como en el cielo
siempre
estaré más seguro de la tierra que piso
que del cielo intratable que me ignora
pero quién sabe
no voy a decidir
que tu poder se haga o se deshaga
tu voluntad igual se está haciendo en el viento
en el Ande de nieve
en el pájaro que fecunda a la pájara
en los cancilleres que murmullan yes sir
en cada mano que se convierte en puño
claro no estoy seguro si me gusta el estilo
que tu voluntad elige para hacerse
lo digo con irreverencia y gratitud
dos emblemas que pronto serán la misma cosa
lo digo sobre todo pensando en el pan nuestro
de cada día y de cada pedacito de día
ayer nos lo quitaste
dánosle hoy
o al menos el derecho de darnos nuestro pan
no sólo el que era símbolo de Algo
sino el de miga y cáscara
el pan nuestro
ya que nos queda pocas esperanzas y deudas
perdónanos si puedes nuestras deudas
pero no nos perdones la esperanza
no nos perdones nunca nuestros créditos
a más tardar mañana
saldremos a cobrar a los fallutos
tangibles y sonrientes forajidos
a los que tienen garras para el arpa
y un panamericano temblor con que se enjugan
la última escupida que cuelga de su rostro
poco importa que nuestros acreedores perdonen
así como nosotros
una vez
por error
perdonamos a nuestros deudores
todavía
nos deben como un siglo
de insomnios y garrote
como tres mil kilómetros de injurias
como veinte medallas a Somoza
como una sola Guatemala muerta
no nos dejes caer en la tentación
de olvidar o vender este pasado
o arrendar una sola hectárea de su olvido
ahora que es la hora de saber quiénes somos

y han de cruzar el río
el dólar y su amor contrarrembolso
arráncanos del alma el último mendigo
y líbranos de todo mal de conciencia
amén.

Mario Benedetti (Uruguay, 1920 – 2009)




domingo, 11 de octubre de 2015

Pedro Shimose. Manifestación.

América Latina sin pobreza
Mural
Niños en situación de pobreza, voluntarios de Un Techo Para Chile, Brigada Ramona Parra. 
Oficina central de Un Techo Para Chile, comuna de San Joaquín, Santiago, Chile. 

Con la rabia en el ají,

salgo con mi cóndor bajo el brazo,
cruzo la calle con una piedra en la mano,
camino con un policía vigilándome el hambre,
busco el oído y el ojo de la noche,
pego carteles, corro por las plazas,
grito con una brasa en la lengua,
pinto las paredes: "viva el Che'
me dan agua en manguera,
 soy el fuego; 
me dan relámpago en humo,
 soy la tierra; 
me abren una herida donde sea,
 soy el pueblo; 
me persiguen, me encarcelan, me torturan.
Canto mi libertad, muevo adoquines,
rompo maderas y cristales, canto,
voy a la huelga con mi miedo natural y un sorbo
                (de café caliente;      
 vuelo por la ciudad, rasgo el aire, 
          (trizo las vitrinas,
golpeo las páginas de los periódicos,
derribo puertas, venzo máscaras y cachiporras,
traspaso los umbrales de la historia,
¡soy!

Pedro Shimose (Bolivia, 1940)

sábado, 10 de octubre de 2015

Juana de Ibarbourou. La hora.

Adán y Eva
Gustav Klimt
Óleo sobre lienzo
 Galería Österreichische Belvedere, Viena, Austria.

Tómame ahora que aún es temprano
y que llevo dalias nuevas en la mano.

Tómame ahora que aun es sombría
esta taciturna cabellera mía.

Ahora que tengo la carne olorosa
y los ojos limpios y la piel de rosa.

Ahora que calza mi planta ligera
la sandalia viva de la primavera.

Ahora que mis labios repica la risa
como una campana sacudida a prisa.

Después..., ¡ah, yo sé
que ya nada de eso más tarde tendré!

Que entonces inútil será tu deseo,
como ofrenda puesta sobre un mausoleo.

¡Tómame ahora que aún es temprano
y que tengo rica de nardos la mano!

Hoy, y no más tarde. Antes que anochezca
y se vuelva mustia la corola fresca.

Hoy, y no mañana. ¡Oh amante! ¿no ves
que la enredadera crecerá ciprés?

Juana de Ibarbourou (Uruguay, 1892 – 1979)


viernes, 9 de octubre de 2015

Luis Lloréns Torres. Hambre azul.

Desnudo tendido
José María Rodríguez - Acosta González de la Cámara
Óleo sobre lienzo
Museo de Bellas Artes de Granada, España.

Ensueño que estoy cenando
y que tu espalda es mi mesa,
acostada su blancura,
como en la playa te viera
nadando sobre la ola
o echada sobre la arena.

Mesa desnuda, sin nada
de mantel ni servilletas;
azucarada, olorosa,
pintada de miel de abeja
libada en los azahares
de la luna y las estrellas.

Mesa que en silencio siente,
y en silencio canta y reza,
y no dice una palabra,
y dice toda la ciencia;
abeja que pica el cielo;
luna que escarba la tierra.

Ave que raya el enigma
y con las alas abiertas,
por los siglos de los siglos,
de la nada al todo vuela,
y nada sabe de nada,
y todo lo sacramenta
con el óleo de los huevos
que en sus curvas cacarea
en las ondas de los nidos.

Mesa doctora en belleza,
en la ciencia de la gracia
y en la gracia de la ciencia;
y mesa, en fin, que en sus vuelos
sabe repechar la cuesta
que va de Newton al Dante,
del número a la quimera,
el infinito camino que hay 
entre el cielo y la tierra.

Chorro de café que hirviendo
brinca de la cafetera,
se ve caer el rizado
chorro negro de tu trenza
sobre la espumosa leche
de la taza que se vuelca
y se derrama en tu nuca
y por tus hombros se riega.

¿Que la plata de tus nalgas
me brindará en sus bandejas?
En una, que rumbe y raje
el ronco ron de la tierra;
mientras la otra se me finge
digna de ser la bandeja
de la petenera copa
de Jerez de la Frontera.

Y en la planicie del talle,
que es el centro de la mesa,
el pan de Dios se me ofrece
al hambre azul que me incendia.
Al comerlo, así le grito
a la multitud de afuera:

No soy yo quien mata el hambre
esta noche en esta mesa;
no, hermanos; es nuestra especie
la que se cena esta cena;
toda nuestra especie humana
en su hambre de ser eterna.

Luis Lloréns Torres (Puerto Rico, 1876 - 1944)

jueves, 8 de octubre de 2015

Julia de Burgos. A Julia de Burgos.

Mujer ante al espejo
Paul Delvaux
Óleo sobre lienzo
Museo Thyssen Bornermisza, Madrid, España.

Ya las gentes murmuran que yo soy tu enemiga
porque dicen que en verso doy al mundo mi yo.
Mienten, Julia de Burgos. Mienten, Julia de Burgos.
La que se alza en mis versos no es tu voz: es mi voz
porque tú eres ropaje y la esencia soy yo; y el más
profundo abismo se tiende entre las dos.
Tú eres fría muñeca de mentira social,
y yo, viril destello de la humana verdad.
Tú, miel de cortesana hipocresías; yo no;
que en todos mis poemas desnudo el corazón.
Tú eres como tu mundo, egoísta;
yo no; que en todo me lo juego a ser lo que soy yo.
Tú eres sólo la grave señora señorona; yo no,
yo soy la vida, la fuerza, la mujer.
Tú eres de tu marido, de tu amo; yo no;
yo de nadie, o de todos, porque a todos, a
todos en mi limpio sentir y en mi pensar me doy.
Tú te rizas el pelo y te pintas; yo no;
a mí me riza el viento, a mí me pinta el sol.
Tú eres dama casera, resignada, sumisa,
atada a los prejuicios de los hombres; yo no;
que yo soy Rocinante corriendo desbocado
olfateando horizontes de justicia de Dios.
Tú en ti misma no mandas;
a ti todos te mandan; en ti mandan tu esposo, tus
padres, tus parientes, el cura, el modista,
el teatro, el casino, el auto,
las alhajas, el banquete, el champán, el cielo
y el infierno, y el qué dirán social.
En mí no, que en mí manda mi solo corazón,
mi solo pensamiento; quien manda en mí soy yo.
Tú, flor de aristocracia; y yo, la flor del pueblo.
Tú en ti lo tienes todo y a todos se
lo debes, mientras que yo, ni nada a nadie se la debo.
Tú, clavada al estático dividendo ancestral,
y yo, un uno en la cifra del divisor
social somos el duelo a muerte que se acerca fatal.
Cuando las multitudes corran alborotadas
dejando atrás cenizas de injusticias
quemadas, y cuando con la tea de las siete virtudes,
tras los siete pecados, corran las multitudes,
contra ti, y contra todo lo injusto
y lo inhumano, yo iré en medio de
ellas con la tea en la mano.

Julia de Burgos (Puerto Rico, 1914 – 1953)

miércoles, 7 de octubre de 2015

Luis Pales Matos. El reloj.

El reloj
Alexis Alemani
Óleo sobre tela
Valencia, España.

Con una incontrastable isocronía
canta el reloj las horas que transcurren,
y cual gnomos, por su armazonería,
como suspiros, rápidas, se escurren.

Quizá el tedio lo mata, y a porfía
las dos agujas del reloj, se aburren,
de estar marca que marca todo el día,
arcano idioma que ellas no discurren.

Mirado desde lejos, tiene aspecto
extraño y mitológico, de insecto
que ye correr la vida, indiferente;

y el péndulo, una lengua centelleante,
hiperbólicamente jadeante
que se mofa del tiempo eternamente.

Luis Pales Matos (Puerto Rico, 1898-1959)

martes, 6 de octubre de 2015

Pablo de Rokha. Niña de las historias melancólicas, niña...

Una chica en una silla de mimbre
Jean Hippolyte Marchand
Óleo sobre tela
Galería Nacional de Irlanda, Dublin, Irlanda.

Niña de las historias melancólicas, niña, 
niña de las novelas, niña de las tonadas 
tienes un gesto inmóvil de estampa de provincia 
en el agua de otoño de la cara perdida 
y en los serios cabellos goteados de dramas. 
Estás sobre mi vida de piedra y hierro ardiente 
como la eternidad encima de los muertos, 
recuerdo que viniste y has existido siempre, 
mujer, mi mujer mía, conjunto de mujeres, 
toda la especie humana se lamenta en tus huesos. 
Llenas la tierra entera, como un viento rodante, 
y tus cabellos huelen a tonada oceánica, 
naranjo de los pueblos terrosos y joviales, 
tienes la soledad llena de soledades, 
y tu corazón tiene la forma de una lágrima. 
Semejante a un rebaño de nubes, arrastrando 
la cola inmensa y turbia de lo desconocido, 
tu alma enorme rebasa tus huesos y tus cantos, 
y es lo mismo que un viento terrible y milenario 
encadenado a una matita de suspiros. 
Te pareces a esas cántaras populares, 
tan graciosas y tan modestas de costumbres; 
tu aristocracia inmóvil huele a yuyos rurales, 
muchacha del país, florecida de velámenes, 
y la greda morena, triste de aves azules. 
Derivas de mineros y de conquistadores, 
ancha y violenta gente llevó tu sangre extraña, 
y tu abuelo, Domingo de Sánderson, fue un hombre; 
yo los miro y los veo cruzando el horizonte 
con tu actitud futura encima de la espalda. 
Eres la permanencia de las cosas profundas 
y la amada geográfica, llenando el Occidente; 
tus labios y tus pechos son un panal de angustia, 
y tu vientre maduro es un racimo de uvas 
colgado del parrón colosal de la muerte. 
Ay, amiga, mi amiga, tan amiga mi amiga, 
cariñosa lo mismo que el pan del hombre pobre; 
naciste tú llorando y sollozó la vida; 
yo te comparo a una cadena de fatigas 
hecha para amarrar estrellas en desorden.

Pablo de Rokha (Chile, 1894 – 1968)

lunes, 5 de octubre de 2015

Roberto Juarroz. 8 (de Duodécima Poesía Vertical).

Ventana mirando al parque
Caspar David Friedrich
Óleo sobre lienzo
Museo del Hermitage, San Petersburgo, Federación Rusa. 


Dibujaba ventanas en todas partes.
En los muros demasiado altos,
en los muros demasiado bajos,
en las paredes obtusas, en los rincones,
en el aire y hasta en los techos.

Dibujaba ventanas como si dibujara pájaros.
En el piso, en las noches,
en las miradas palpablemente sordas,
en los alrededores de la muerte,
en las tumbas, los árboles.

Dibujaba ventanas hasta en las puertas.
Pero nunca dibujó una puerta.
No quería entrar ni salir.
Sabía que no se puede.
Solamente quería ver: ver.

Dibujaba ventanas.

En todas partes. 

Roberto Juarroz (Argentina, 1925 – 1995)

domingo, 4 de octubre de 2015

Manuel Acuña. Los beodos.

Dos borrachos
Nicolae Grigoresku
Óleo sobre lienzo
Colección privada

Junto a una pulquería
cuyo título es "Los godos"
disputaban dos beodos
la tarde de cierto día.

Yo pasaba por fuera
de la taberna predicha,
me detuve y por mi dicha
oí la disputa entera.

-Oiga, amigo, no me abroche
tan horrenda tontería,
yo le digo que es de día.
-Pos' yo digo que es de noche

-Pos' yo el sol es lo que miro
y no hay estrella ninguna.
-Pos yo digo que es la luna
y muy grandota dialtiro'.

Es que asté' ya se le escapa
toditito don Perfeuto'
porque ya siente el efeuto'
del maldecido Tlamapa.

-¡Qué Tlamapa, ni qué nada!
A mí el pulque no me aprieta,
-Pos' yo apuesto una peseta.
-Pos' yo apuesto mi frezada'.

-¿Pos' con quién nos arreglamos?
-Pos' con cualesquiera', vale,
-Bueno, pero no me jale.
-Bueno, pus' entonces vamos.

Y entre diciendo y haciendo
este par de tercos beodos,
se salieron de "Los godos"
casi, casi que cayendo.

Y viendo pasar un coche
al cochero se acercaron,
y presto le preguntaron
si era de día o de noche.

Pero el salvaje cochero
movió triste la cabeza
y respondió con torpeza:
señores: ¡soy forastero!

Manuel Acuña (México, 1949 – 1973)

sábado, 3 de octubre de 2015

Ibn Hazn. Dejad de prender fuego...

La Quema de los libros
José Jiménez Aranda
Tinta y gouaché sobre papel
España

Dejad de prender fuego a pergaminos y papeles,
y mostrad vuestra ciencia para que se vea quien es el que sabe.
Y es que aunque queméis el papel
nunca quemaréis lo que contiene,
puesto que en mi interior lo llevo,
viaja siempre conmigo cuando cabalgo,
conmigo duerme cuando descanso,
y en mi tumba será enterrado luego.

Ibn Hazn (Imperio musulmán, Andalucía, 994 – 1064)

viernes, 2 de octubre de 2015

Tomás Segovia. Duro azul.

El vestido de noche
René Magritte
Óleo sobre lienzo
Colección privada

Cómo puede esta piedra azul del cielo
Ser a la vez la ardiente estepa
Donde pace sin peso y trashumante
El ingenuo rebaño de las nubes

Casi duele el tirón que nos arranca
Hacia ese gran silencio terco
Sin flecos sin matiz sin consecuencias

También yo mientras marcho
Bajo el hechizo infiel de su dureza
Hago un silencio en mí y hablamos

Estoy con su verdad altiva sí
hablamos allá arriba donde el habla
Aún no tiene corrupto un solo poro

Pero es claro que estamos cada vez más solos
Solos y ausentes bello cielo intacto
Y en mi tumulto
Y aunque siempre al acecho
De alguna brusca exultación posible
Cómo podría nunca reprocharte
Tu taciturnidad.

Tomás Segovia (México, 1927 – 2011)

jueves, 1 de octubre de 2015

Pedro Humire Loredo, Quena.

Indígena tocando la quena
Iván Caballero Reategui
Óleo sobre lienzo
España

Mi tío Bartolomé tocaba quena de metal inca,
cuando todas las casas estaban ya cubiertas
de sombra. Sí,así era,
Sentado en la base de piedra de la puerta de su casa
hacía sonar su quena de bronce aymara.
Tocaba extrañamente lejano en el tiempo.
Mi padre se paraba en el zaguánl a oírlo
y luego en la cocina nos decía:
" Tu tío toca bien el único"
Nosotros no entendíamos su forma de tocar
Tocaba extrañamente lejano en el tiempo.
¿Qué forma de tocar sería aquella?
Nosotros, lluq'alias2 o waynas3 que habíamos 
vivido mirando y midiendo cañas, quebrada
arriba y quebrada abajo Cañas de canutos4 
largos y sonoros para hacernos una quena.
nosotros que éramos su semilla,
nosotros que veníamos en su mismo río
No podíamos entender el mensaje milenario 
de aquel anciano.
¡Aaah mi pueblo aymara!
 
1 Zaguán = Ancha puerta colonial que da al patio interior.
2 Lluqallas= Chiquillos, muchachos en aymara.
3 Waynas= Jovencitos en aymara.
4 Canutos= El largo entre nudo y nudo de cada caña.

Pedro Humire Loredo (Chile, Socoroma, 1935)

Jorge Luis Borges. El Aleph. Cuento de octubre.

Posible configuración del Aleph
Enrique Cavestany Pardo-Valcarce
Imagen digital sobre papel de arroz
España


O God, I could be bounded in a nutshell
and count myself a King of infinite space.
Hamlet, II, 2
    
But they will teach us that Eternity is the Standing still of the Present Time, a Nunc-stans (ast the Schools call it); which neither they, nor any else understand, no more than they would a Hic-stans for an Infinite greatnesse of Place.
Leviathan, IV, 46

La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación. Consideré que el treinta de abril era su cumpleaños; visitar ese día la casa de la calle Garay para saludar a su padre y a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano, era un acto cortés, irreprochable, tal vez ineludible. De nuevo aguardaría en el crepúsculo de la abarrotada salita, de nuevo estudiaría las circunstancias de sus muchos retratos. Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz, con antifaz, en los carnavales de 1921; la primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su boda con Roberto Alessandri; Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del Club Hípico; Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con el pekinés que le regaló Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres cuartos, sonriendo, la mano en el mentón... No estaría obligado, como otras veces, a justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros: libros cuyas páginas, finalmente, aprendí a cortar, para no comprobar, meses después, que estaban intactos.
Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces, no dejé pasar un treinta de abril sin volver a su casa. Yo solía llegar a las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco minutos; cada año aparecía un poco más tarde y me quedaba un rato más; en 1933, una lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que invitarme a comer. No desperdicié, como es natural, ese buen precedente; en 1934, aparecí, ya dadas las ocho, con un alfajor santafecino; con toda naturalidad me quedé a comer. Así, en aniversarios melancólicos y vanamente eróticos, recibí las graduales confidencias de Carlos Argentino Daneri.
Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada; había en su andar (si el oxímoron* es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis; Carlos Argentino es rosado, considerable, canoso, de rasgos finos. Ejerce no sé qué cargo subalterno en una biblioteca ilegible de los arrabales del Sur; es autoritario, pero también es ineficaz; aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las fiestas para no salir de su casa. A dos generaciones de distancia, la ese italiana y la copiosa gesticulación italiana sobreviven en él. Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo insignificante. Abunda en inservibles analogías y en ociosos escrúpulos. Tiene (como Beatriz) grandes y afiladas manos hermosas. Durante algunos meses padeció la obsesión de Paul Fort, menos por sus baladas que por la idea de una gloria intachable. "Es el Príncipe de los poetas de Francia", repetía con fatuidad. "En vano te revolverás contra él; no lo alcanzará, no, la más inficionada de tus saetas."
El treinta de abril de 1941 me permití agregar al alfajor una botella de coñac del país. Carlos Argentino lo probó, lo juzgó interesante y emprendió, al cabo de unas copas, una vindicación del hombre moderno.
-Lo evoco -dijo con una animación algo inexplicable- en su gabinete de estudio, como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos, de telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de glosarios, de horarios, de prontuarios, de boletines...
Observó que para un hombre así facultado el acto de viajar era inútil; nuestro siglo XX había transformado la fábula de Mahoma y de la montaña; las montañas, ahora, convergían sobre el moderno Mahoma.
Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la literatura; le dije que por qué no las escribía. Previsiblemente respondió que ya lo había hecho: esos conceptos, y otros no menos novedosos, figuraban en el Canto Augural, Canto Prologal o simplemente Canto-Prólogo de un poema en el que trabajaba hacía muchos años, sin réclame, sin bullanga ensordecedora, siempre apoyado en esos dos báculos que se llaman el trabajo y la soledad. Primero, abría las compuertas a la imaginación; luego, hacía uso de la lima. El poema se titulaba La Tierra; tratábase de una descripción del planeta, en la que no faltaban, por cierto, la pintoresca digresión y el gallardo apóstrofe**.
Le rogué que me leyera un pasaje, aunque fuera breve. Abrió un cajón del escritorio, sacó un alto legajo de hojas de block estampadas con el membrete de la Biblioteca Juan Crisóstomo Lafinur y leyó con sonora satisfacción:
He visto, como el griego, las urbes de los hombres, los trabajos, los días de varia luz, el hambre; no corrijo los hechos, no falseo los nombres, pero el voyage que narro, es... autour de ma chambre.
-Estrofa a todas luces interesante -dictaminó-. El primer verso granjea el aplauso del catedrático, del académico, del helenista, cuando no de los eruditos a la violeta, sector considerable de la opinión; el segundo pasa de Homero a Hesíodo (todo un implícito homenaje, en el frontis del flamante edificio, al padre de la poesía didáctica), no sin remozar un procedimiento cuyo abolengo está en la Escritura, la enumeración, congerie o conglobación; el tercero -¿barroquismo, decadentismo; culto depurado y fanático de la forma?- consta de dos hemistiquios gemelos; el cuarto, francamente bilingüe, me asegura el apoyo incondicional de todo espíritu sensible a los desenfadados envites de la facecia. Nada diré de la rima rara ni de la ilustración que me permite, ¡sin pedantismo!, acumular en cuatro versos tres alusiones eruditas que abarcan treinta siglos de apretada literatura: la primera a la Odisea, la segunda a los Trabajos y días, la tercera a la bagatela inmortal que nos depararan los ocios de la pluma del saboyano... Comprendo una vez más que el arte moderno exige el bálsamo de la risa, el scherzo. ¡Decididamente, tiene la palabra Goldoni!
Otras muchas estrofas me leyó que también obtuvieron su aprobación y su comentario profuso. Nada memorable había en ellas; ni siquiera las juzgué mucho peores que la anterior. En su escritura habían colaborado la aplicación, la resignación y el azar; las virtudes que Daneri les atribuía eran posteriores. Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable; naturalmente, ese ulterior trabajo modificaba la obra para él, pero no para otros. La dicción oral de Daneri era extravagante; su torpeza métrica le vedó, salvo contadas veces, trasmitir esa extravagancia al poema1.
Una sola vez en mi vida he tenido ocasión de examinar los quince mil dodecasílabos delPolyolbion, esa epopeya topográfica en la que Michael Drayton registró la fauna, la flora, la hidrografía, la orografía, la historia militar y monástica de Inglaterra; estoy seguro de que ese producto considerable, pero limitado, es menos tedioso que la vasta empresa congénere de Carlos Argentino. Éste se proponía versificar toda la redondez del planeta; en 1941 ya había despachado unas hectáreas del estado de Queensland, más de un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al norte de Veracruz, las principales casas de comercio de la parroquia de la Concepción, la quinta de Mariana Cambaceres de Alvear en la calle Once de Septiembre, en Belgrano, y un establecimiento de baños turcos no lejos del acreditado acuario de Brighton. Me leyó ciertos laboriosos pasajes de la zona australiana de su poema; esos largos e informes alejandrinos carecían de la relativa agitación del prefacio. Copio una estrofa:
Sepan. A manderecha del poste rutinario (viniendo, claro está, desde el Nornoroeste) se aburre una osamenta -¿Color? Blanquiceleste- que da al corral de ovejas catadura de osario.
-Dos audacias -gritó con exultación-, rescatadas, te oigo mascullar, por el éxito. Lo admito, lo admito. Una, el epíteto rutinario, que certeramente denuncia, en passant, el inevitable tedio inherente a las faenas pastoriles y agrícolas, tedio que ni las geórgicas ni nuestro ya laureado Don Segundo se atrevieron jamás a denunciar así, al rojo vivo. Otra, el enérgico prosaísmo se aburre una osamenta, que el melindroso querrá excomulgar con horror pero que apreciará más que su vida el crítico de gusto viril. Todo el verso, por lo demás, es de muy subidos quilates. El segundo hemistiquio entabla animadísima charla con el lector; se adelanta a su viva curiosidad, le pone una pregunta en la boca y la satisface... al instante. ¿Y qué me dices de ese hallazgo, blanquiceleste? El pintoresco neologismo sugiere el cielo, que es un factor importantísimo del paisaje australiano. Sin esa evocación resultarían demasiado sombrías las tintas del boceto y el lector se vería compelido a cerrar el volumen, herida en lo más íntimo el alma de incurable y negra melancolía.
Hacia la medianoche me despedí.
Dos domingos después, Daneri me llamó por teléfono, entiendo que por primera vez en la vida. Me propuso que nos reuniéramos a las cuatro, "para tomar juntos la leche, en el contiguo salón-bar que el progresismo de Zunino y de Zungri -los propietarios de mi casa, recordarás- inaugura en la esquina; confitería que te importará conocer". Acepté, con más resignación que entusiasmo. Nos fue difícil encontrar mesa; el "salón-bar", inexorablemente moderno, era apenas un poco menos atroz que mis previsiones; en las mesas vecinas, el excitado público mencionaba las sumas invertidas sin regatear por Zunino y por Zungri. Carlos Argentino fingió asombrarse de no sé qué primores de la instalación de la luz (que, sin duda, ya conocía) y me dijo con cierta severidad:
-Mal de tu grado habrás de reconocer que este local se parangona con los más encopetados de Flores.
Me releyó, después, cuatro o cinco páginas del poema. Las había corregido según un depravado principio de ostentación verbal: donde antes escribió azulado, ahora abundaba en azulino, azulenco y hasta azulillo. La palabra lechoso no era bastante fea para él; en la impetuosa descripción de un lavadero de lanas, prefería lactario, lacticinoso, lactescente, lechal... Denostó con amargura a los críticos; luego, más benigno, los equiparó a esas personas, "que no disponen de metales preciosos ni tampoco de prensas de vapor, laminadores y ácidos sulfúricos para la acuñación de tesoros, pero que pueden indicar a los otros el sitio de un tesoro". Acto continuo censuró la prologomanía, "de la que ya hizo mofa, en la donosa prefación del Quijote, el Príncipe de los Ingenios". Admitió, sin embargo, que en la portada de la nueva obra convenía el prólogo vistoso, el espaldarazo firmado por el plumífero de garra, de fuste. Agregó que pensaba publicar los cantos iniciales de su poema. Comprendí, entonces, la singular invitación telefónica; el hombre iba a pedirme que prologara su pedantesco fárrago. Mi temor resultó infundado: Carlos Argentino observó, con admiración rencorosa, que no creía errar en el epíteto al calificar de sólido el prestigio logrado en todos los círculos por Álvaro Melián Lafinur, hombre de letras, que, si yo me empeñaba, prologaría con embeleso el poema. Para evitar el más imperdonable de los fracasos, yo tenía que hacerme portavoz de dos méritos inconcusos: la perfección formal y el rigor científico, "porque ese dilatado jardín de tropos, de figuras, de galanuras, no tolera un solo detalle que no confirme la severa verdad". Agregó que Beatriz siempre se había distraído con Álvaro.
Asentí, profusamente asentí. Aclaré, para mayor verosimilitud, que no hablaría el lunes con Álvaro, sino el jueves: en la pequeña cena que suele coronar toda reunión del Club de Escritores. (No hay tales cenas, pero es irrefutable que las reuniones tienen lugar los jueves, hecho que Carlos Argentino Daneri podía comprobar en los diarios y que dotaba de cierta realidad a la frase.) Dije, entre adivinatorio y sagaz, que antes de abordar el tema del prólogo, describiría el curioso plan de la obra. Nos despedimos; al doblar por Bernardo de Irigoyen, encaré con toda imparcialidad los porvenires que me quedaban: a) hablar con Álvaro y decirle que el primo hermano aquel de Beatriz (ese eufemismo explicativo me permitiría nombrarla) había elaborado un poema que parecía dilatar hasta lo infinito las posibilidades de la cacofonía y del caos; b) no hablar con Álvaro. Preví, lúcidamente, que mi desidia optaría por b.
A partir del viernes a primera hora, empezó a inquietarme el teléfono. Me indignaba que ese instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz de Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo de las inútiles y quizá coléricas quejas de ese engañado Carlos Argentino Daneri. Felizmente, nada ocurrió -salvo el rencor inevitable que me inspiró aquel hombre que me había impuesto una delicada gestión y luego me olvidaba.
El teléfono perdió sus terrores, pero a fines de octubre, Carlos Argentino me habló. Estaba agitadísimo; no identifiqué su voz, al principio. Con tristeza y con ira balbuceó que esos ya ilimitados Zunino y Zungri, so pretexto de ampliar su desaforada confitería, iban a demoler su casa.
-¡La casa de mis padres, mi casa, la vieja casa inveterada de la calle Garay! -repitió, quizá olvidando su pesar en la melodía.
No me resultó muy difícil compartir su congoja. Ya cumplidos los cuarenta años, todo cambio es un símbolo detestable del pasaje del tiempo; además, se trataba de una casa que, para mí, aludía infinitamente a Beatriz. Quise aclarar ese delicadísimo rasgo; mi interlocutor no me oyó. Dijo que si Zunino y Zungri persistían en ese propósito absurdo, el doctor Zunni, su abogado, los demandaría ipso facto por daños y perjuicios y los obligaría a abonar cien mil nacionales.
El nombre de Zunni me impresionó; su bufete, en Caseros y Tacuarí, es de una seriedad proverbial. Interrogué si éste se había encargado ya del asunto. Daneri dijo que le hablaría esa misma tarde. Vaciló y con esa voz llana, impersonal, a que solemos recurrir para confiar algo muy íntimo, dijo que para terminar el poema le era indispensable la casa, pues en un ángulo del sótano había un Aleph. Aclaró que un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos.
-Está en el sótano del comedor -explicó, aligerada su dicción por la angustia-. Es mío, es mío: yo lo descubrí en la niñez, antes de la edad escolar. La escalera del sótano es empinada, mis tíos me tenían prohibido el descenso, pero alguien dijo que había un mundo en el sótano. Se refería, lo supe después, a un baúl, pero yo entendí que había un mundo. Bajé secretamente, rodé por la escalera vedada, caí. Al abrir los ojos, vi el Aleph.
-¿El Aleph? -repetí.
-Sí, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos. A nadie revelé mi descubrimiento, pero volví. ¡El niño no podía comprender que le fuera deparado ese privilegio para que el hombre burilara el poema! No me despojarán Zunino y Zungri, no y mil veces no. Código en mano, el doctor Zunni probará que es inajenable mi Aleph.
Traté de razonar.
-Pero, ¿no es muy oscuro el sótano?
-La verdad no penetra en un entendimiento rebelde. Si todos los lugares de la tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz.
-Iré a verlo inmediatamente.
Corté, antes de que pudiera emitir una prohibición. Basta el conocimiento de un hecho para percibir en el acto una serie de rasgos confirmatorios, antes insospechados; me asombró no haber comprendido hasta ese momento que Carlos Argentino era un loco. Todos esos Viterbo, por lo demás... Beatriz (yo mismo suelo repetirlo) era una mujer, una niña de una clarividencia casi implacable, pero había en ella negligencias, distracciones, desdenes, verdaderas crueldades, que tal vez reclamaban una explicación patológica. La locura de Carlos Argentino me colmó de maligna felicidad; íntimamente, siempre nos habíamos detestado.
En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El niño estaba, como siempre, en el sótano, revelando fotografías. Junto al jarrón sin una flor, en el piano inútil, sonreía (más intemporal que anacrónico) el gran retrato de Beatriz, en torpes colores. No podía vernos nadie; en una desesperación de ternura me aproximé al retrato y le dije:
-Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges.
Carlos entró poco después. Habló con sequedad; comprendí que no era capaz de otro pensamiento que de la perdición del Aleph.
-Una copita del seudo coñac -ordenó- y te zampuzarás en el sótano. Ya sabes, el decúbito dorsal es indispensable. También lo son la oscuridad, la inmovilidad, cierta acomodación ocular. Te acuestas en el piso de baldosas y fijas los ojos en el decimonono escalón de la pertinente escalera. Me voy, bajo la trampa y te quedas solo. Algún roedor te mete miedo ¡fácil empresa! A los pocos minutos ves el Aleph. ¡El microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo proverbial, el multum in parvo!
Ya en el comedor, agregó:
-Claro está que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi testimonio... Baja; muy en breve podrás entablar un diálogo con todas las imágenes de Beatriz.
Bajé con rapidez, harto de sus palabras insustanciales. El sótano, apenas más ancho que la escalera, tenía mucho de pozo. Con la mirada, busqué en vano el baúl de que Carlos Argentino me habló. Unos cajones con botellas y unas bolsas de lona entorpecían un ángulo. Carlos tomó una bolsa, la dobló y la acomodó en un sitio preciso.
-La almohada es humildosa -explicó-, pero si la levanto un solo centímetro, no verás ni una pizca y te quedas corrido y avergonzado. Repantiga en el suelo ese corpachón y cuenta diecinueve escalones.
Cumplí con sus ridículos requisitos; al fin se fue. Cerró cautelosamente la trampa; la oscuridad, pese a una hendija que después distinguí, pudo parecerme total. Súbitamente comprendí mi peligro: me había dejado soterrar por un loco, luego de tomar un veneno. Las bravatas de Carlos transparentaban el íntimo terror de que yo no viera el prodigio; Carlos, para defender su delirio, para no saber que estaba loco, tenía que matarme. Sentí un confuso malestar, que traté de atribuir a la rigidez, y no a la operación de un narcótico. Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph.
Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo demás, el problema central es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.
En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.
Sentí infinita veneración, infinita lástima.
-Tarumba habrás quedado de tanto curiosear donde no te llaman -dijo una voz aborrecida y jovial-. Aunque te devanes los sesos, no me pagarás en un siglo esta revelación. ¡Qué observatorio formidable, che Borges!
Los zapatos de Carlos Argentino ocupaban el escalón más alto. En la brusca penumbra, acerté a levantarme y a balbucear:
-Formidable. Sí, formidable.
La indiferencia de mi voz me extrañó. Ansioso, Carlos Argentino insistía:
-¿Lo viste todo bien, en colores?
En ese instante concebí mi venganza. Benévolo, manifiestamente apiadado, nervioso, evasivo, agradecí a Carlos Argentino Daneri la hospitalidad de su sótano y lo insté a aprovechar la demolición de la casa para alejarse de la perniciosa metrópoli, que a nadie ¡créame, que a nadie! perdona. Me negué, con suave energía, a discutir el Aleph; lo abracé, al despedirme, y le repetí que el campo y la serenidad son dos grandes médicos.
En la calle, en las escaleras de Constitución, en el subterráneo, me parecieron familiares todas las caras. Temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio, me trabajó otra vez el olvido. 

Posdata del primero de marzo de 1943. A los seis meses de la demolición del inmueble de la calle Garay, la Editorial Procusto no se dejó arredrar por la longitud del considerable poema y lanzó al mercado una selección de "trozos argentinos". Huelga repetir lo ocurrido; Carlos Argentino Daneri recibió el Segundo Premio Nacional de Literatura2. El primero fue otorgado al doctor Aita; el tercero, al doctor Mario Bonfanti; increíblemente, mi obra Los naipes del tahúr no logró un solo voto. ¡Una vez más, triunfaron la incomprensión y la envidia! Hace ya mucho tiempo que no consigo ver a Daneri; los diarios dicen que pronto nos dará otro volumen. Su afortunada pluma (no entorpecida ya por el Aleph) se ha consagrado a versificar los epítomes del doctor Acevedo Díaz.
Dos observaciones quiero agregar: una, sobre la naturaleza del Aleph; otra, sobre su nombre. Éste, como es sabido, es el de la primera letra del alfabeto de la lengua sagrada. Su aplicación al disco de mi historia no parece casual. Para la Cábala, esa letra significa el En Soph, la ilimitada y pura divinidad; también se dijo que tiene la forma de un hombre que señala el cielo y la tierra, para indicar que el mundo inferior es el espejo y es el mapa del superior; para la Mengenlehre, es el símbolo de los números transfinitos, en los que el todo no es mayor que alguna de las partes. Yo querría saber: ¿Eligió Carlos Argentino ese nombre, o lo leyó, aplicado a otro punto donde convergen todos los puntos, en alguno de los textos innumerables que el Aleph de su casa le reveló? Por increíble que parezca, yo creo que hay (o que hubo) otro Aleph, yo creo que el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph.
Doy mis razones. Hacia 1867 el capitán Burton ejerció en el Brasil el cargo de cónsul británico; en julio de 1942 Pedro Henríquez Ureña descubrió en una biblioteca de Santos un manuscrito suyo que versaba sobre el espejo que atribuye el Oriente a Iskandar Zú al-Karnayn, o Alejandro Bicorne de Macedonia. En su cristal se reflejaba el universo entero. Burton menciona otros artificios congéneres -la séptuple copa de Kai Josrú, el espejo que Tárik Benzeyad encontró en una torre (1001 Noches, 272), el espejo que Luciano de Samosata pudo examinar en la luna (Historia verdadera, I, 26), la lanza especular que el primer libro del Satyricon de Capella atribuye a Júpiter, el espejo universal de Merlin, "redondo y hueco y semejante a un mundo de vidrio" (The Faerie Queene, III, 2, 19)-, y añade estas curiosas palabras: "Pero los anteriores (además del defecto de no existir) son meros instrumentos de óptica. Los fieles que concurren a la mezquita de Amr, en el Cairo, saben muy bien que el universo está en el interior de una de las columnas de piedra que rodean el patio central... Nadie, claro está, puede verlo, pero quienes acercan el oído a la superficie, declaran percibir, al poco tiempo, su atareado rumor... La mezquita data del siglo VII; las columnas proceden de otros templos de religiones anteislámicas, pues como ha escrito Abenjaldún: En las repúblicas fundadas por nómadas es indispensable el concurso de forasteros para todo lo que sea albañilería".
¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz.

A Estela Canto


Jorge Luis Borges (Argentina, 1899 – 1986)