Perro semihundido (detalle, 1819 - 1823)
Francisco de Goya (España, 1746 - 1828)
Óleo sobre revoco, trasladado a lienzo.
Museo Nacional Del Prado, Madrid, España.
Me llamo
Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos de la
vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mí madre poseía un pequeño
estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no
deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente
ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que con frecuencia
era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el estudio.
Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque
todos los agentes de ley de los alrededores se oponían al negocio de mi madre.
No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido
nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre -hacer
aceite de perro- era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros
desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto
punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del
pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba
designar Lata de Óleo. Es realmente la medicina más valiosa que se
conoce; pero la mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios
personales para los que sufren, y era evidente que muchos de los perros más
gordos del pueblo tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven
sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata.
A veces,
al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir indirectamente
a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias que afectaron
profundamente mi futuro.
Una
noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de un niño
rumbo al estudio de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar atentamente
mis movimientos. Joven como era, yo había aprendido que los actos de un
policía, cualquiera sea su carácter aparente, son provocados por los motivos
más reprensibles, y lo eludí metiéndome en la aceitería por una puerta lateral
casualmente entreabierta. Cerré en seguida y quedé a solas con mi muerto. Mi
padre ya se había retirado. La única luz del lugar venía de la hornalla, que
ardía con un rojo rico y profundo bajo uno de los calderos, arrojando
rubicundos reflejos sobre las paredes. Dentro del caldero el aceite giraba
todavía en indolente ebullición y empujaba ocasionalmente a la superficie un
trozo de perro. Me senté a esperar que el policía se fuera, el cuerpo desnudo
del niño en mis rodillas, y le acaricié tiernamente el pelo corto y sedoso.
¡Ah, qué guapo era! Ya a esa temprana edad me gustaban apasionadamente los
niños, y mientras miraba al querubín, casi deseaba en mi corazón que la pequeña
herida roja de su pecho -la obra de mi querida madre- no hubiese sido mortal.
Era mi
costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza había provisto sabiamente
para ese fin, pero esa noche no me atreví a salir de la aceitería por temor al
agente. “Después de todo”, me dije, “no puede importar mucho que lo ponga en el
caldero. Mi padre nunca distinguiría sus huesos de los de un cachorro, y las
pocas muertes que pudiera causar el reemplazo de la incomparable Lata
de Óleo por otra especie de aceite no tendrán mayor incidencia en una
población que crece tan rápidamente”. En resumen, di el primer paso en el
crimen y atraje sobre mí indecibles penurias arrojando el niño al caldero.
Al día
siguiente, un poco para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos con
satisfacción, nos informó a mí y a mi madre que había obtenido un aceite de una
calidad nunca vista por los médicos a quienes había llevado muestras. Agregó
que no tenía conocimiento de cómo se había logrado ese resultado: los perros
habían sido tratados en forma absolutamente usual, y eran de razas ordinarias.
Consideré mi obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habría
paralizado si hubiera previsto las consecuencias. Lamentando su antigua
ignorancia sobre las ventaja de una fusión de sus industrias, mis padres
tomaron de inmediato medidas para reparar el error. Mi madre trasladó su
estudio a un ala del edificio de la fábrica y cesaron mis deberes en relación
con sus negocios: ya no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los
pequeños superfluos, ni había por qué conducir perros a su destino: mi padre
los desechó por completo, aunque conservaron un lugar destacado en el nombre
del aceite. Tan bruscamente impulsado al ocio, se podría haber esperado
naturalmente que me volviera ocioso y disoluto, pero no fue así. La sagrada
influencia de mi querida madre siempre me protegió de las tentaciones que
acechan a la juventud, y mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay, que personas
tan estimables llegaran por mi culpa a tan desgraciado fin!
Al
encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre se dedicó a él con
renovada asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños inoportunos: salía a
las calles y a los caminos a recoger niños más crecidos y hasta aquellos
adultos que podía atraer a la aceitería. Mi padre, enamorado también de la
calidad superior del producto, llenaba sus cubas con celo y diligencia. En
pocas palabras, la conversión de sus vecinos en aceite de perro llegó a
convertirse en la única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente y
arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el
Cielo que también los inspiraba.
Tan
emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea pública en la que se
aprobaron resoluciones que los censuraban severamente. Su presidente manifestó
que todo nuevo ataque contra la población sería enfrentado con espíritu hostil.
Mis pobres padres salieron de la reunión desanimados, con el corazón destrozado
y creo que no del todo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no ir
con ellos a la aceitería esa noche y me fui a dormir al establo.
A eso de
la medianoche, algún impulso misterioso me hizo levantar y atisbar por una
ventana de la habitación del horno, donde sabía que mi padre pasaba la noche.
El fuego ardía tan vivamente como si se esperara una abundante cosecha para
mañana. Uno de los enormes calderos burbujeaba lentamente, con un misterioso
aire contenido, como tomándose su tiempo para dejar suelta toda su energía. Mi
padre no estaba acostado: se había levantado en ropas de dormir y estaba haciendo
un nudo en una fuerte soga. Por las miradas que echaba a la puerta del
dormitorio de mi madre, deduje con sobrado acierto sus propósitos. Inmóvil y
sin habla por el terror, nada pude hacer para evitar o advertir. De pronto se
abrió la puerta del cuarto de mi madre, silenciosamente, y los dos,
aparentemente sorprendidos, se enfrentaron. También ella estaba en ropas de
noche, y tenía en la mano derecha la herramienta de su oficio, una aguja de
hoja alargada.
Tampoco
ella había sido capaz de negarse el último lucro que le permitían la poca
amistosa actitud de los vecinos y mi ausencia. Por un instante se miraron con
furia a los ojos y luego saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban
alrededor de la habitación, maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos
peleando como demonios, ella para herirlo con la aguja, él para ahorcarla con
sus grandes manos desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la desgracia de observar
ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica, pero por fin, después de un
forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes se separaron
repentinamente.
El pecho
de mi padre y el arma de mi madre mostraban pruebas de contacto. Por un momento
se contemplaron con hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido, sintiendo la
mano de la muerte, avanzó, tomó a mi querida madre en los brazos desdeñando su
resistencia, la arrastró junto al caldero hirviente, reunió todas sus últimas
energías ¡y saltó adentro con ella! En un instante ambos desaparecieron,
sumando su aceite al de la comisión de ciudadanos que había traído el día
anterior la invitación para la asamblea pública.
Convencido
de que estos infortunados acontecimientos me cerraban todas las vías hacia una
carrera honorable en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee,
donde se han escrito estas memorias, con el corazón lleno de remordimiento por
el acto de insensatez que provocó un desastre comercial tan terrible.
Ambrose Bierce (Estados Unidos, 1842 - 1914)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por comentar. Tu comentario será leído y publicado pronto.