Campesinos chilenos (1834 - 1842)
Mauricio Rugendas (Alemania, 1802 - 1858)
Óleo sobre tela
Recortadas unas sobre otras, las cresterías de la cordillera barajan sus
naipes pétreos hasta donde la mirada de Rubén Olmos puede alcanzar. Cumbres
albísimas, azules hondonadas, contrafuertes dentados, enhiestas puntillas van
surgiendo ante su vista siempre cambiantes, cada vez más difíciles al paso a
medida que asciende. Antes de iniciar un repecho demasiado fatigoso, el viajero
decide conceder un descanso a su cabalgura, que resopla ya como un fuelle. Y
cuando se ha detenido, cruza su pierna izquierda por encima de la montura y
despeña su mirada hacia el valle.
Primero le salta a la pupila el espejeo del río, que alarga con desgano
su caprichoso serpenteo por entre pastizales y sembrados. Pasan luego sus ojos
por sobre los cuadriláteros de unos cuantos potreros y busca el pueblo de donde
partiera en la mañana. Allí está, escaparate de juguetería, con sus casas
enanas y los tajos oscuros de sus valles. Algunas planchas de zinc devuelven el
reflejo solar, tajeando el aire con plateado y violento resplandor.
Con un aleteo de párpados, Rubén Olmos borra la imagen del valle y
examina a su cabalgadura, cuyos mojados ijares se contraen y elevan en rítmico
movimiento.
–¿T'estay poniendo viejo, Lucero? –interroga con tono cariñoso. Y el
animal gira su cabeza negra, que tiene una mancha blanca –plagio de una
estrella– en la frente, como si comprendiera.
–Güeno, también es cierto que harto habís trabajao; pero te quean años
de viajes, toavía. Por lo menos, mientras la cordillera no se bote a
mairastra...
Torna a mirar la mole andina, familiar y amiga para él y Lucero; no en
balde la han atravesado durante once años. Rubén Olmos, encandilado un poco por
la llamarada blanca del sol en la nieve, piensa en sus compañeros de viaje y en
la ventaja que le llevan. Pero no le concede importancia al detalle: está
cierto de darles alcance antes de que anochezca.
–Siempre que vos me acompañís; la'e no vamos a tener que alojar solitos
–manifiesta al caballo, completando su pensamiento.
Rubén Olmos es baqueano antiguo. Aprendió la difícil ciencia junto a su
padre, que desde niño lo llevó tras él por entre peñascales y barrancos, pese a
sus rebeliones y a la desconfianza que le inspiró al comienzo la cordillera.
Cuando el viejo murió –tranquilamente en su cama–, el patrón de la hacienda lo
designó a él como reemplazante. Cruzó por lo menos cien veces esta barrera, que
al principio se le antojara inexpugnable, y trajo arreos numerosos de ganado
cuyano, siempre en buenas relaciones con la fortuna.
Eligió a Lucero cuando éste era todavía un potrillo retozón y él mismo
tuvo a su cargo la tarea de domarlo. Desde entonces nunca quiso aceptar otra
cabalgadura, a pesar de que su patrón le regaló dos bestias más, de mayor
empuje al parecer, y de superiores condiciones. Este caballo ha sido para él
una especie de mascota a la que se aferró la superstición de su vida siempre
jugada al azar.
El baqueano, habituado a la lucha épica contra los elementos, antes que
por las hembras se apasionó por el peligro. Con instintiva sabiduría puso su
devoción en un bruto, presintiendo quizás que de él no podía esperar desaires
ni traiciones. Si un día le dieran a elegir entre la vida de su hermano y la de
Lucero, vacilaría un rato antes de decidirse. Porque el animal, más que un
vehículo, significó desde el comienzo un amigo para él. Fue algo así como la
prolongación de sí mismo, como la vibración de sus músculos continuando en los
tendones de Lucero.
Rubén Olmos nació con la carne tallada en dura sustancia. Sintió la vida
en oleadas galopándole las rutas de su ser. Arriba de un caballo fue siempre el
que conduce, no el que se deja llevar. Y esta fuerza pidió espacio para
vaciarse; ninguno pudo resultarle más propicio ni más adaptado a sus medios que
la tumultuosa crestería de los Andes.
Mirado sin atención, el baqueano es un hombre como todos. A lo sumo, da
sensación de confianza en sí mismo.
Debajo de su piel cobriza y de su nariz achatada asoma la evocación de
algún indio, su antepasado. Su risa no tiene resplandores; se le oscurece en
los ojos y, a lo más, blanquea en la punta de sus dientes. Apacentador de
soledades, aprendió de ellas el silencio y la profundidad. Con Lucero se
entiende mejor que con los humanos. Será porque el caballo no responde. O porque
dice siempre que sí con sus ojos tiernos y húmedos. ¡Vaya uno a saber...!
–Güeno, ahora vamos andando.
Asentados sus cascos en cualquier hendedura, el caballo enfila en
dirección al cielo. El jinete, inclinado hacia adelante, lleva el compás del
balanceo. Ruedan piedrecillas hacia las profundidades y tintinean las argollas
del freno. Y Lucero, tac–tac–tac, arriba, por fin, a la cima, tras caminar un
cuarto de hora.
En la altura, el viento es más persistente, más cargado de agujas frías.
Resbala por la cara del baqueano. Busca cualquier hueco de la manta para clavar
su diente. Sin embargo, la costumbre inmuniza al hombre de su ataque. Y por más
que el soplo insiste, no consigue inmutarlo.
Traspuestas unas cuantas cadenas de montañas, ya no se divisa el valle.
Hay cerros hacia donde se vuelve la mirada. Y arriba, un cielo frágil, puro,
más azul que el frío del viento, manchado apenas por el vuelo de un águila,
señora de ese predio inabarcable.
La soledad de la altura es tan ancha, tan diáfanamente desamparada, que
el viajero siente a veces la leve sensación de ahogarse en el viento, como si
se hallara en el fondo de un agua infinitamente liviana. Pero el hombre no
tiene tiempo de admirar las perspectivas magníficas del paisaje. Ni esta
atmósfera que parece una burbuja translúcida; ni el verde rotundo y orquestal
de las plantas; sin la sinfonía de pájaros e insectos que ascienden en flechas
finas hacia la altura, dicen nada a su espíritu tallado en oscuras sustancias
de esfuerzo y decisión.
Desde una puntilla que resalta por sobre sus vecinas, Rubén Olmos
explora el sendero con la esperanza de divisar a quienes lo preceden. Pero la
mirada vuelve vacía de este peregrinaje. El hombre arruga la boca. Sus cuatro
compañeros, que partieron de la hacienda una hora antes que él, le han tomado
mucha ventaja. Tendrá que forzar a su pingo.
A su paso van surgiendo lugares conocidos: La Cueva del León, la
Puntilla del Cóndor; la Quebrada Negra. "–Mis compañeros pueen tar
esperándome en el Refugio 'el Arriero" –piensa, y aprieta las espuelas en
las costillas de Lucero.
El sendero es apenas una huella imprecisa, en la cual podrían extraviarse
otros ojos menos experimentados que los suyos. Pero Rubén Olmos no puede
engañarse. Este surco anémico por donde transita, es una calle abierta y ancha
que conduce a un fin: la tierra cuyana.
A medida que asciende, la vegetación cambia de tono. Se hace más dura y
retorcida para resistir los embates de las tormentas. Espinos, romerillos,
quiscos filudos, ponen brochazos nocturnos en el albor de la nieve. La soledad
comienza a tornarse cada vez más blanca y honda, revistiéndose de una
majestuosa serenidad. El sol, ya soslayado hacia Occidente, forcejea por
tamizar su calor a través del viento.
Cambia de pronto el decorado, y el caballo del baqueano desemboca en un
inmenso estadio de piedra. Dos montañas enormes enfrentan sus paréntesis,
encerrando un tajo cuyo fondo no se divisa. Parece que un inmenso cataclismo
hubiera hendido allí la cordillera, separándola de golpe en dos.
El jinete detiene a Lucero. El Paso del Buitre ejerce una extraña
fascinación en su mente. A los quince años, cuando lo atravesó por vez primera,
se le ocurrió mirar hacia abajo, pese a las advertencias de su padre, y al cabo
de un momento, vio que la hondonada empezaba a girar semejante a un embudo
azul. Algo como una garra invisible lo tiraba hacia el abismo, y él se dejaba ir.
Por fortuna, el taita advirtió el peligro y destruyó la fascinación con un
grito imperioso: "–¡Güelve la cabeza, baulaque!" Desde entonces, a
pesar de toda su serenidad, no se atreve a descolgar sus ojos hacia aquella
profundidad insondable.
Además, el Paso del Buitre tiene su leyenda. No puede ser atravesado en
Viernes Santo por un arreo de ganado sin que ocurran terribles desgracias.
También su padre le advirtió este detalle, contándole, como ilustración,
diversos casos en que la sima se había tragado reses y caballos de modo
inexplicable.
En verdad, el paso es uno de los más impresionantes que puede presentar
la cordillera. El sendero tiene allí unos ochenta centímetros de ancho: lo
justo para que pueda pasar un animal entre el muro de piedra y el abismo. Un
paso en falso... y hasta el Juicio Final.
Antes de aventurarse por aquella repisa suspendida quién sabe a cuántos
metros del fondo, Rubén Olmos cumple escrupulosamente la consigna establecida
entre los transeúntes de la cordillera: desenfunda su revólver y dispara dos
tiros al aire para advertir a cualquier posible viajero que la ruta está
ocupada y debe aguardar. Los estampidos expanden sus ondas por el aire diáfano.
Rebotan en las peñas y vuelven, multiplicados, hasta los oídos del baqueano.
Tras un momento de espera, el jinete se decide a reanudar su viaje. Lucero,
asentando con precisión sus cascos en la roca, prosigue la marcha, sin notar,
al parecer, el cambio de fisonomía en la ruta.
–¡Caballo lindo! –musita el hombre, resumiendo en esas palabras todo su
cariño hacia el bruto.
Lo que ocurre enseguida nunca podrá olvidarlo Rubén Olmos.
Al salir de un recodo cerrado, el corazón le da un vuelco enorme. En
dirección contraria, a menos de veinte pasos, viene otro hombre, cabalgando un
alazán tostado. El estupor, el desconcierto y la ira se barajan en el rostro de
los viajeros. Ambos, con impulso maquinal, sofrenan sus caballos. El primero en
romper el angustioso silencio es el jinete del alazán. Tras una gruesa
interjección, añade a gritos:
–¿Y cómo se le ocurre metes'en el camino sin avisar?...
Rubén Olmos sabe que con palabras nada remediará. Prosigue su avance
hasta que las cabezas de los caballos casi se tocan. Enseguida, saca una voz
tranquila y segura del fondo de su pecho:
–El que no disparó jue usté, amigo.
El otro desenfunda su revólver, y Rubén hace lo mismo con rapidez
insospechada en él. Se miran un momento fijamente, y hay un chispazo de desafío
en sus ojos. El desconocido tiene unas pupilas aceradas, frías, y unas
facciones acusadoras de voluntad y decisión. Por su exterior, por su seguridad,
parece hombre de monte, habituado al peligro. Ambos comprenden que son dignos
adversarios.
Rubén Olmos se decide por fin a establecer que la razón está de su
parte. Empuñando su arma con el cañón hacia el abismo, para no infundir
desconfianza, extrae las balas, presentando un par de vainillas vacías.
–Aquí'stán mis dos tiros –expresa.
El desconocido lo imita, y presenta, igualmente, dos cápsulas sin plomo.
–Mala suerte, amigo; disparamos al mismo tiempo –expresa el baqueano.
Así es, compañero. ¿Y qué hacimos ahora?
–Lo qu'es golver, no hay que pensarlo siquiera.
–Entonces, uno tiene que quearse de a pie.
–Sí, pero... ¿Cuál de los dos?
–El que la suerte diga.
Y sin mayores comentarios, el jinete del alazán extrae una moneda de su
bolsillo y, colocándola sin mirarla entre sus manos unidas, dice a Rubén Olmos.
–Pida.
Hay una vacilación inmensa en el espíritu de Rubén. Aquellas dos manos
unidas que tiene ante los ojos guardan el secreto de un veredicto inapelable.
Poseen mayor fuerza que todas las leyes escritas por los hombres. El destino
hablará por ellas con su voz inflexible y escueta. Y, como Rubén Olmos nunca se
rebeló ante el mandato de lo desconocido, dice la palabra que alguien moduló en
su cerebro:
–¡Cara!
El otro descubre, entonces, lentamente, la moneda, y el sol oblicuo de
la tarde brilla sobre un ramo de laureles con una hoz y un martillo debajo: el
baqueano ha perdido. Ni un gesto, sin embargo, acusa su derrumbe interior. Su
mirada se torna dulce y lenta sobre la cabeza y el cuello de Lucero. Su mano,
después, materializa la caricia que brota de su corazón. Y, finalmente, como
sacudiendo la fatalidad, se deja deslizar hacia el sendero por la grupa lustrosa
del caballo. Desata el fusil y el morral con provisiones que van amarrados a la
montura. Quita después el envoltorio de mantas que reposa sobre el anca. Y todo
ello va abriendo entre los dos hombres un silencio más hondo que el de la
soledad andina.
Durante estos preparativos, el desconocido parece sufrir tanto como el
perdedor. Aparentando no ver nada, trenza y destrenza los correones del
rebenque. Rubén Olmos, desde el fondo de su ser, le da las gracias por tan bien
mentida indiferencia. Cuando su penosa labor ha finalizado, dice al otro, con
voz que conserva una indefinible y desesperada firmeza:
–¿Encontró en el camino a cuatro arrieros con dos mulas, por casualidad?
–Sí, en el Refugio'staban descansando. ¿Son compañeros?
–Sí, por suerte.
Lucero, sorprendido tal vez de que se le quite la silla en tan
intempestivo lugar, vuelve la cabeza y Rubén contempla por un momento sus ojos
de agua mansa y nocturna. La estrella de la frente. Las orejas erguidas. Las
narices nerviosas... Para decidirse de una vez, echa al aire su voz cargada de
secreta pesadumbre.
–Sujete bien su bestia, amigo; el otro afirma las riendas, desviando la
cabeza de su alazán hacia el cerro.
Entonces, Rubén Olmos, como quien se descuaja el corazón, palmotea
nuevamente a Lucero en el cuello, y de un empellón inmenso, lo hace rodar al
abismo.
Óscar Castro Zúñiga (Chile, 1910 – 1947).
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