Los amantes en un cielo rojo
Marc Chagall
Óleo sobre lienzo
No sé,
me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas
de higo; un cutis de durazno o de papel de lija.
Le doy una importancia igual a cero, al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida.
Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias;
Le doy una importancia igual a cero, al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida.
Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias;
¡pero
eso sí! -y en esto soy irreductible- no les perdono, bajo ningún pretexto, que
no sepan volar. Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan
seducirme!
Ésta
fue -y no otra- la razón de que me enamorase, tan locamente, de María Luisa.
¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus en celos sulfurosos?
¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo
y sus miradas de pronóstico reservado?
¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus en celos sulfurosos?
¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo
y sus miradas de pronóstico reservado?
¡María
Luisa era una verdadera pluma! Desde el amanecer volaba del dormitorio a la
cocina, volaba del comedor a la despensa. Volando me preparaba el baño, la
camisa.
Volando realizaba sus compras, sus quehaceres...
¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando, de algún paseo por los alrededores!
Volando realizaba sus compras, sus quehaceres...
¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando, de algún paseo por los alrededores!
Allí
lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado. "¡María Luisa! ¡María
Luisa!"... y a los pocos segundos, ya me abrazaba con sus piernas de
pluma, para llevarme, volando, a cualquier parte.
Durante
kilómetros de silencio planeábamos una caricia que nos aproximaba al paraíso;
durante horas enteras nos anidábamos en una nube, como dos ángeles, y de
repente, en tirabuzón, en hoja muerta, el aterrizaje forzoso de un espasmo.
¡Qué
delicia la de tener una mujer tan ligera..., aunque nos haga ver, de vez en
cuando, las estrellas!
¡Que
voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes...
la de
pasarse las noches de un solo vuelo! Después de conocer una mujer etérea,
¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre? ¿Verdad que
no hay diferencia sustancial entre vivir con una vaca o con una mujer que tenga
las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?
Yo,
por lo menos, soy incapaz de comprender la seducción de una mujer pedestre, y
por más empeño que ponga en concebirlo, no me es posible ni tan siquiera
imaginar que pueda hacerse el amor más que volando.
Oliverio Girondo (Argentina, 1891 – 1967)
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