Rebaño de cabras en la playa de Porto d'Anzio
Rudolf Koller
Óleo sobre tela
Museo Oskar Reinhart, Stadtgarten, Suiza.
El joven Melibeo
guiaba su rebaño
por la frondosa orilla
de cierto río tortuoso y claro.
Al pie de una alta haya
en el sombrío campo
se sienta y le rodea
paciendo mansamente su ganado.
En el cantar maestro
y en la zampoña sabio
sus versos pastoriles
entona diestramente acompañado.
Mirlos y ruiseñores
dulcemente entretanto
aumentan la armonía
que repiten los valles y collados.
Del agua hermosa y pura
la cabeza sacando
una Ninfa le escucha
y vuelve a sumergirse de contado.
A las hondas cavernas
del cristalino caos
baja y a sus hermanas
llevó las nuevas del vecino prado.
Con un fuego lascivo,
diestramente nadando,
se acercan a la orilla
y muestran sus gargantas de alabastro.
La dulce melodía
la hermosura del campo
los árboles frondosos
con la yerba y las vides enlazados.
De fresca sombra lleno
el suelo en flores vario
la suave fragancia
que esparce en la ribera el viento manso:
Todo esto que las Ninfas
en silencio admiraron
las convida a que dejen
las claras ondas por el verde prado.
Y con un pie ligero
más que la nieve blanco
entre frondosas vides
a la agradable sombra se ocultaron.
Atentas escuchaban;
mas entonces, mudando
sus versos Melibeo
de esta suerte prosigue con el canto:
Ninfas que a la salida
del cristalino baño
mostráis la gentileza
de esos cuerpos desnudos y lozanos.
¿Por qué entre verdes hojas
os ocultáis? ¿acaso
teméis la competencia
de Nise, la hermosura de estos campos?
¡Ah, quién la viese ahora
libremente en el prado
marchar como una Ninfa
sin saber que la viesen los humanos!
Veríais ya... ¡oh, qué rostro!
¡qué talle tan gallardo!
qué blancura de cuerpo!
No a vosotras, a Venus la comparo.
Entonces sus cabellos
flotantes y poblados,
por el cuerpo esparcidos
los pondría por velo su recato.
Entonces escondido
yo estaría aguardando
que el viento mansamente
corriese el velo de su pecho blanco.
Y entonces... ¿y si entonces
se arrojase al ganado
algún astuto lobo,
a Nise acudiría, o al rebaño?
Responda Melibeo
al poeta, y en tanto
nadie entregue sus cabras
al pastor que estuviese enamorado.
guiaba su rebaño
por la frondosa orilla
de cierto río tortuoso y claro.
Al pie de una alta haya
en el sombrío campo
se sienta y le rodea
paciendo mansamente su ganado.
En el cantar maestro
y en la zampoña sabio
sus versos pastoriles
entona diestramente acompañado.
Mirlos y ruiseñores
dulcemente entretanto
aumentan la armonía
que repiten los valles y collados.
Del agua hermosa y pura
la cabeza sacando
una Ninfa le escucha
y vuelve a sumergirse de contado.
A las hondas cavernas
del cristalino caos
baja y a sus hermanas
llevó las nuevas del vecino prado.
Con un fuego lascivo,
diestramente nadando,
se acercan a la orilla
y muestran sus gargantas de alabastro.
La dulce melodía
la hermosura del campo
los árboles frondosos
con la yerba y las vides enlazados.
De fresca sombra lleno
el suelo en flores vario
la suave fragancia
que esparce en la ribera el viento manso:
Todo esto que las Ninfas
en silencio admiraron
las convida a que dejen
las claras ondas por el verde prado.
Y con un pie ligero
más que la nieve blanco
entre frondosas vides
a la agradable sombra se ocultaron.
Atentas escuchaban;
mas entonces, mudando
sus versos Melibeo
de esta suerte prosigue con el canto:
Ninfas que a la salida
del cristalino baño
mostráis la gentileza
de esos cuerpos desnudos y lozanos.
¿Por qué entre verdes hojas
os ocultáis? ¿acaso
teméis la competencia
de Nise, la hermosura de estos campos?
¡Ah, quién la viese ahora
libremente en el prado
marchar como una Ninfa
sin saber que la viesen los humanos!
Veríais ya... ¡oh, qué rostro!
¡qué talle tan gallardo!
qué blancura de cuerpo!
No a vosotras, a Venus la comparo.
Entonces sus cabellos
flotantes y poblados,
por el cuerpo esparcidos
los pondría por velo su recato.
Entonces escondido
yo estaría aguardando
que el viento mansamente
corriese el velo de su pecho blanco.
Y entonces... ¿y si entonces
se arrojase al ganado
algún astuto lobo,
a Nise acudiría, o al rebaño?
Responda Melibeo
al poeta, y en tanto
nadie entregue sus cabras
al pastor que estuviese enamorado.
Félix María Samaniego (España, 1745 – 1801)
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