El gigante egoísta 1 (2010)
Ritva Voutila (Finlandia/Australia, 1946)
Ilustración para El gigante egoísta de Oscar Wilde
Óleo sobre lienzo
www.ritvavoutila.com
Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al
jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y
cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se
abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante
la primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el
otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en
el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de
jugar para escuchar sus trinos.
-¡Qué felices somos aquí! -se decían unos a otros.
Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el
Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años.
Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su
conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión.
Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.
-¿Qué hacen aquí? -surgió con su voz retumbante.
Los niños escaparon corriendo en desbandada.
-Este jardín es mío. Es mi jardín propio -dijo el Gigante-; todo el
mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.
Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel
que decía:
ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA
BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES
BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES
Era un Gigante egoísta…
Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la prueba
de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de
pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el
jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.
-¡Qué dichosos éramos allí! -se decían unos a otros.
Cuando la primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y
flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el invierno
todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban y los árboles se
olvidaron de florecer. Solo una vez una lindísima flor se asomó entre la
hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que
volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.
Los únicos que ahí se sentían a gusto eran la Nieve y la Escarcha.
-La primavera se olvidó de este jardín -se dijeron-, así que nos
quedaremos aquí todo el resto del año.
La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió
de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del
Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del
Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el
día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas.
-¡Qué lugar más agradable! -dijo-. Tenemos que decirle al Granizo que
venga a estar con nosotros también.
Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas
tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de
las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido
que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.
-No entiendo por qué la primavera se demora tanto en llegar aquí -decía
el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de
gris y blanco-, espero que pronto cambie el tiempo.
Pero la primavera no llegó nunca, ni tampoco el verano. El otoño dio
frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio
ninguno.
-Es un gigante demasiado egoísta -decían los frutales.
De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el
invierno, y el Viento del Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve
bailoteaban lúgubremente entre los árboles.
Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una
música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que
pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad,
era solo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía
tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que
le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo
su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró
por entre las persianas abiertas.
-¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la primavera -dijo el Gigante, y
saltó de la cama para correr a la ventana.
¿Y qué es lo que vio?
Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha
del muro habían entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada
árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente
con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas
sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de
ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Solo en un
rincón el invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se
encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas
del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando
amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y
nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que
parecían a punto de quebrarse.
-¡Sube a mí, niñito! -decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que
podía. Pero el niño era demasiado pequeño.
El Gigante sintió que el corazón se le derretía.
-¡Cuán egoísta he sido! -exclamó-. Ahora sé por qué la primavera no
quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a
botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para
los niños.
Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho.
Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa y
entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron,
salieron a escape y el jardín quedó en invierno otra vez. Solo aquel pequeñín
del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas
que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo
tomó gentilmente entre sus manos y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de
repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el
cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante
ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la primavera regresó
al jardín.
-Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos -dijo el Gigante, y
tomando un hacha enorme, echó abajo el muro.
Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver
al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto
jamás.
Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños
fueron a despedirse del Gigante.
-Pero, ¿dónde está el más pequeñito? -preguntó el Gigante-, ¿ese niño
que subí al árbol del rincón?
El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había
dado un beso.
-No lo sabemos -respondieron los niños-, se marchó solito.
-Díganle que vuelva mañana -dijo el Gigante.
Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo
habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el
Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron
a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de
menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él.
-¡Cómo me gustaría volverlo a ver! -repetía.
Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se
debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar
a los niños y admiraba su jardín.
-Tengo muchas flores hermosas -se decía-, pero los niños son las flores
más hermosas de todas.
Una mañana de invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no
odiaba el invierno pues sabía que el invierno era simplemente la primavera
dormida, y que las flores estaban descansando.
Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró…
Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano
del jardín había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus
ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol
estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos.
Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el
jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira y dijo:
-¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?
Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y
también había huellas de clavos en sus pies.
-¿Pero, quién se atrevió a herirte? -gritó el Gigante-. Dímelo, para
tomar la espada y matarlo.
-¡No! -respondió el niño-. Estas son las heridas del Amor.
-¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? -preguntó el Gigante, y un extraño
temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.
Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:
-Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el
jardín mío, que es el Paraíso.
Y cuando los niños llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto
debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.
(de El príncipe feliz y otros cuentos, 1888).
Oscar Wilde (Reino Unido, 1854 – 1900).
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