Campo de trigo en lluvia (1889)
Vincent Van Gogh (1853 - 1890)
Óleo sobre tela
Museo de Arte de Filadelfia, Filadelfia, Pensilvania, Estados Unidos.
La vieja Remigia sujeta el aparejo, alza la pequeña cara y dice:
-Dele ese rial fuerte a las ánimas pa que llueva, Felipa.
Felipa fuma y calla. Al cabo de tanto oír lamentar la sequía levanta los
ojos y recorre el cielo con ellos. Claro, amplio y alto, el cielo se muestra
sin una mancha. Es de una limpieza desesperante.
-Y no se ve nadita de nubes -comenta.
Baja entonces la mirada. Los terrenos pardos se agrietan a la distancia.
Allá, al pie de la loma, un bohío. La gente que vive en él, y en los otros, y
en los más remotos, estará pensando como ella y como la vieja Remigia. ¡Nada de
lluvia en una sarta bien larga de meses! Los hombres prenden fuego a los pinos
de las lomas; el resplandor de los candelazos chamusca las escasas hojas de los
maizales; algunas chispas vuelan como pájaros, dejando estelas luminosas, caen
y florecen en incendios enormes: todo para que ascienda el humo a los cielos,
para que llueva... Y nada. Nada.
-Nos vamos a acabar, Remigia -dice.
La vieja comenta:
-Pa lo que nos falta.
La sequía había empezado matando la primera cosecha; cuando se hubo
hecho larga y le sacó todo el jugo a la tierra, les cayó encima a los arroyos;
poco a poco los cauces le fueron quedando anchos al agua, las piedras surgieron
cubiertas de lama y los pececillos emigraron corriente abajo. Infinidad de
caños acabaron por agotarse, otros por tornarse lagunas, otros lodazales.
Sedientos y desesperados, muchos hombres abandonaron los conucos,
aparejaron caballos y se fueron con las familias en busca de lugares menos
áridos.
La vieja Remigia se resistía a salir. Algún día caería el agua; alguna
tarde se cargaría el cielo de nubes; alguna noche rompería el canto del
aguacero sobre el ardido techo de yaguas. Algún día...
***
Desde que se quedó con el nieto, después que se llevaron al hijo en una
parihuela, la vieja Remigia se hizo huraña y guardadora. Pieza a pieza fue
juntando sus centavos en una higera con ceniza. Los centavos eran de cobre.
Trabajaba en el conuquito, detrás de la casa, sembrando maíz y frijoles. El
maíz lo usaba en engordar los pollos y los cerdos; los frijoles servían para la
comida. Cada dos o tres meses reunía los pollos más gordos y se iba a
venderlos. Cuando veía un cerdo mantecoso, lo mataba; ella misma detallaba la
carne y de las capas extraía la grasa; con ésta y con los chicharrones se iba
también al pueblo. Cerraba el bohío, le encarbaba a un vecino que le cuidara lo
suyo, montaba el nieto en el potro bayo y lo seguía a pie. En la noche estaba
de vuelta.
Iba tejiendo su vida así, con el nieto colgado en el corazón.
-Pa ti trabajo, muchacho -le decía-. No quiero que pases calores, ni que
te vayas a malograr, como tu taita.
El niño la miraba. Nunca se le oía hablar, y aunque apenas alzaba una
vara del suelo, madrugaba con su machete bajo el brazo y el sol le salía sobre
la espalda, limpiando el conuco.
La vieja Remigia tenía sus esperanzas. Veía crecer el maíz, veía
florecer los frijoles; oía el gruñido de sus puercos en la pocilga cercana;
contaba las gallinas al anochecer, cuando subían a los palos. Entre días
descolgaba la higera y sacaba los cobres. Había muchos, llegó también a haber
monedas de plata de todos tamaños.
Con un temblor de novia en la mano, Remigia acariciaba su dinero y
soñaba. Veía al muchacho en tiempo de casarse, bien montado en brioso caballo
alazano, o se lo figuraba tras un mostrador, despachando botellas de ron, varas
de lienzo, libras de azúcar. Sonreía, tornaba a guardar su dinero, guindaba la
higera y se acercaba al nieto, que dormía tranquilo.
Todo iba bien, bien. Pero sin saberse cuándo ni cómo se presentó aquella
sequía. Pasó un mes sin llover, pasaron dos, pasaron tres. Los hombres que
cruzaban por delante de su bohío la saludaban diciendo:
-Tiempo bravo, Remigia.
Ella aprobaba en silencio. Acaso comentaba:
-Prendiendo velas a las ánimas pasa esto.
Pero no llovía. Se consumieron muchas velas y se consumió también el
maíz en sus tallos. Se oían crujir los palos; se veían enflaquecer los caños de
agua; en la pocilga empezó a endurecerse la tierra. A veces se cargaba el cielo
de nubes; allá arriba se apelotonaban manchas grises; bajaban de las lomas
vientos húmedos, que alzaban montones de polvo...
-Esta noche sí llueve, Remigia -aseguraban los hombres que cruzaban.
-¡Por fin! Va a ser hoy -decía una mujer.
-Ya está casi cayendo -confiaba un negro.
La vieja Remigia se acostaba y rezaba: ofrecía más velas a las ánimas y
esperaba. A veces le parecía sentir el roncar de la lluvia que descendía de las
altas lomas. Se dormía esperanzada; pero el cielo amanecía limpio como ropa de
matrimonio.
Comenzó la desesperación. La gente estaba ya transida y la propia tierra
quemaba como si despidiera llamas. Todos los arroyos cercanos habían
desaparecido; toda la vegetación de las lomas había sido quemada. No se
conseguía comida para los cerdos; los asnos se alejaban en busca de mayas; las
reses se perdían en los recodos, lamiendo raíces de árboles; los muchachos iban
a distancias de medio día a buscar latas de agua; las gallinas se perdían en los
montes, en procura de insectos y semillas.
-Se acaba esto, Remigia. Se acaba -lamentaban las viejas.
Un día, con la fresca del amanecer, pasó Rosendo con la mujer, los dos
hijos, la vaca, el perro y un mulo flaco cargado de trastos.
-Yo no aguanto, Remigia; a este lugar le han hecho mal de ojo.
Remigia entró en el bohío, buscó dos monedas de cobre y volvió.
-Tenga; préndamele esto de velas a las ánimas en mi nombre -recomendó.
Rosendo cogió los cobres, los miró, alzó la cabeza y se cansó de ver
cielo azul.
-Cuando quiera, váyase a Tavera. Nosotros vamos a parar un rancho allá,
y dende agora es suyo.
-Yo me quedo, Rosendo. Esto no puede durar.
Rosendo volvió el rostro. Su mujer y sus hijos se perdían ya en la
distancia. El sol parecía incendiar las lomas remotas.
***
El muchacho se había puesto tan oscuro como un negro. Un día se le
acercó:
-Mamá, uno de los puerquitos parece muerto.
Remigia se fue a la pocilga. Anhelantes, resecas las trompas, flacos
como alambres, los cerdos gruñían y chillaban. Estaban apelotonados, y cuando
Remigia los espantó vio restos de un animal. Comprendió: el muerto había
alimentado a los vivos. Entonces decidió ir ella misma en busca de agua para
que sus animales resistieran.
Echaba por delante el potro bayo; salía de madrugada y retornaba a medio
día. Incansable, tenaz, silenciosa, Remigia se mantenía sin una queja. Ya
sentía menos peso en la higuera; pero había que seguir sacrificando algo para
que las ánimas tuvieran piedad. El camino hasta el arroyo más cercano era
largo; ella lo hacía a pie, para no cansar la bestia. El potro bayo tenía las
ancas cortantes, el pescuezo flaco, y a veces se le oían chocar los huesos.
El éxodo seguía. Cada día se cerraba un nuevo bohío. Ya la tierra parda
se resquebrajaba; ya sólo los espinosos cambronales se sostenían verdes. En
cada viaje el agua del arroyo era más escasa. A la semana había tanto lodo como
agua; a las dos semanas el cauce era como un viejo camino pedregoso, donde
refulgía el sol. La bestia, desesperada, buscaba donde ramonear y batía el rabo
para espantar las moscas.
Remigia no había perdido la fe. Esperaba las señales de lluvia en el
alto cielo.
-¡Ánimas del Purgatorio! -clamaba de rodillas-. ¡Ánimas del Purgatorio!
¡Nos vamos a morir achicharrados si ustedes no nos ayudan!
Días más tarde el potro bayo amaneció tristón e incapaz de levantarse;
esa misma tarde el nieto se tendió en el catre, ardiendo en fiebre. Remigia se
echó afuera. Anduvo y anduvo, llamando en los distantes bohíos, levantando los
espíritus.
-Vamos a hacerle un rosario a San Isidro -decía.
-Vamos a hacerle un rosario a San Isidro -repetía.
Salieron una madrugada de domingo. Ella llevaba el niño en brazos. La
cabeza del muchacho, cargada de calenturas, pendía como un bulto del hombro de
su abuela. Quince o veinte mujeres, hombres y niños desharrapados, curtidos por
el sol, entonaban cánticos tristes, recorriendo los pelados caminos. Llevaban
una imagen de la Altagracia; le encendían velas; se arrodillaban y elevaban
ruegos a Dios. Un viejo flaco, barbudo, de ojos ardientes y acerados, con el
pecho desnudo, iba delante golpeándose el esternón con la mano descarnada,
mirando a lo alto y clamando:
¡San Isidro
Labrador!
¡San Isidro Labrador!
Trae el agua y quita el sol,
¡San Isidro Labrador!
¡San Isidro Labrador!
Trae el agua y quita el sol,
¡San Isidro Labrador!
Sonaba ronca la voz del viejo. Detrás, las mujeres plañían y alzaban los
brazos.
***
Ya se habían ido todos. Pasó Rosendo, pasó Toribio con una hija medio
loca; pasó Felipe; pasaron unos y otros. Ella les dio a todos para las velas.
Pasaron los últimos, una gente a quienes no conocía; llevaban un viejo enfermo
y no podían con su tristeza; ella les dio para las velas.
Se podía tender la vista sin tropiezos y ver desde la puerta del bohío
el calcinado paisaje con las lomas peladas al final; se podían ver los cauces
secos de los arroyos.
Ya nadie esperaba lluvia. Antes de irse los viejos juraban que Dios
había castigado el lugar y los jóvenes que tenía mal de ojo.
Remigia esperaba. Recogía escasas gotas de agua. Sabía que había que
empezar de nuevo, porque ya casi nada quedaba en la higuera, y el conuco estaba
pelado como un camino real. Polvo y sol; sol y polvo. La maldición de Dios, por
la maldad de los hombres, se había realizado allí; pero la maldición de Dios no
podía acabar con la fe de Remigia.
***
En su rincón del Purgatorio, las ánimas, metidas de cintura abajo entre
las llamas voraces, repasaban cuentas. Vivían consumidas por el fuego,
purificándose; y, como burla sangrienta, tenían potestad para desatar la lluvia
y llevar el agua a la tierra. Una de ellas, barbuda, dijo:
-¡Caramba! ¡La vieja Remigia, de Paso Hondo, ha quemado ya dos pesos de
velas pidiendo agua!
Las compañeras saltaron vociferando:
-¡Dos pesos, dos pesos!
Alguna preguntó:
-¿Por qué no se le ha atendido, como es costumbre?
-¡Hay que atenderla! -rugió una de ojos impetuosos.
-¡Hay que atenderla! -gritaron las otras.
Se corría la voz, se repetían el mandato:
-¡Hay que mandar agua a Paso Hondo! ¡Dos pesos de agua!
-¡Dos pesos de agua a Paso Hondo!
-¡Dos pesos de agua a Paso Hondo!
Todas estaban impresionadas, casi fuera de sí, porque nunca llegó una
entrega de agua a tal cantidad; ni siquiera a la mitad, ni aun a la tercera
parte. Servían una noche de lluvia por dos centavos de velas, y cierta vez
enviaron un diluvio entero por veinte centavos.
-¡Dos pesos de agua a Paso Hondo! -rugían.
Y todas las ánimas del Purgatorio se escandalizaban pensando en el agua
que había que derramar por tanto dinero, mientras ellas ardían metidas en el
fuego eterno, esperando que la suprema gracia de Dios las llamara a su lado.
***
Abajo, en Paso Hondo, se nubló el cielo. Muy de mañana Remigia miró
hacia oriente y vio una nube negra y fina, tan negra como una cinta de luto y
tan fina como la rabiza de un fuete. Una hora después inmensas lomas de nubes
grises se apelotonaron, empujándose, avanzando, ascendiendo. Dos horas más
tarde estaba oscuro como si fuera de noche.
Llena de miedo, con el temor de que se deshiciera tanta ventura, Remigia
callaba y miraba. El nieto seguía en el catre, calenturiento. Estaba flaco,
igual que un sonajero de huesos. Los ojos parecían salirle de cuevas.
Arriba estalló un trueno. Remigia corrió a la puerta. Avanzando como
caballería rabiosa, un frente de lluvia venía de las lomas sobre el bohío. Ella
sonrió de manera inconsciente; se sujetó las mejillas, abrió desmesuradamente
los ojos. ¡Ya estaba lloviendo!
Rauda, pesada, cantando broncas canciones, la lluvia llegó hasta el
camino real, resonó en el techo de yaguas, saltó el bohío, empezó a caer en el
conuco. Sintiéndose arder, Remigia corrió a la puerta del patio y vio
descender, apretados, los hilos gruesos del agua; vio la tierra adormecerse y
despedir un vaho espeso. Se tiró afuera, rabiosa.
-¡Yo sabía, yo lo sabía, yo lo sabía! -gritaba a voz en cuello.
-¡Lloviendo, lloviendo! -clamaba con los brazos tendidos hacia el
cielo-. ¡Yo lo sabía!
De pronto penetró en la casa, tomó al niño, lo apretó contra su pecho,
lo alzó, lo mostró a la lluvia.
-¡Bebe, muchacho; bebe, hijo mío! ¡Mira agua, mira agua!
Y sacudía al nieto, lo estrujaba; parecía querer meterle dentro el
espíritu fresco y disperso del agua.
***
Mientras afuera bramaba el temporal, soñaba adentro Remigia.
-Ahora -se decía-, en cuanto la tierra se ablande, siembro batata, arroz
tresmesino, frijoles y maíz. Todavía me quedan unos cuartitos con que comprar
semillas. El muchacho se va a sanar. ¡Lástima que la gente se haya ido!
Quisiera verle la cara a Toribio, a ver qué pensaría de este aguacero. Tantas
rogaciones, y sólo me van a aprovechar a mí. Quizá vengan agora, cuando sepan
que ya pasó el mal de ojo.
El nieto dormía tranquilo. En Paso Hondo, por los secos cauces de los
arroyos y los ríos, empezaba a rodar agua sucia; todavía era escasa y se
estancaba en las piedras. De las lomas bajaba roja, cargada de barro; de los
cielos descendía pesada y rauda. El techo de yaguas se desmigajaba con los
golpes múltiples del aguacero. Remigia se adormecía y veía su conuco lleno de
plantas verdes, lozanas, batidas por la brisa fresca; veía los rincones llenos
de dorado maíz, de arroz, frijoles, de batatas henchidas. El sueño le tornaba
pesada la cabeza.
Y afuera seguía bramando la lluvia incansable.
***
Pasó una semana; pasaron diez días, quince... Zumbaba el aguacero sin
una hora de tregua. Se acabaron el arroz y la manteca; se acabó la sal. Bajo el
agua tomó Remigia el camino de Las Cruces para comprar comida. Salió de mañana
y retornó a media noche. Los ríos, los caños de agua y hasta las lagunas se
adueñaban del mundo, borraban los caminos, se metían lentamente entre los
conucos. Una tarde pasó un hombre. Montaba mulo pesado.
-¡Ey, don! -llamó Remigia.
El hombre metió la cabeza del animal por la puerta.
-Bájese pa que se caliente -invitó ella.
La montura se quedó a la intemperie.
-El cielo se ta cayendo en agua -explicó él al rato. -Yo como usté
dejaba este sitio tan bajito y me diba pa las lomas.
-¿Yo dirme? No, hijo. Horita pasa este tiempo.
-Vea -se extendió el visitante-, esto es una niega. Yo las he visto
tremendas, con el agua llevándose animales, bohíos, matas y gente. Horita se
crecen todos los caños que yo he dejado atrás, contimás que ta lloviéndoles
duro en las cabezadas.
-Jum… Peor que esto fue la seca, don. Todo el mundo le salió huyendo, y
yo la aguanté.
-La seca no mata, pero el agua ahoga, doña. Todo eso -y señaló lo que él
había dejado a la puerta- ta anegado. Como tres horas tuve esta mañana sin
salir de un agua que me le daba en la barriga al mulo.
El hombre hablaba con voz pausada, y sus ojos grises, atemorizados,
vigilaban el incesante caer de la lluvia.
Al anochecer se fue. Mucho le rogó Remigia que no cogiera el camino con
la oscuridad.
-Dispué es peor, doña. Van esos ríos y se botan...
Remigia se fue a atender al nieto, que se quejaba débilmente.
***
Tuvo razón el hombre. ¡Qué noche, Dios! Se oía un rugir sordo e
inquietante; se oían retumbar los truenos; penetraban los reflejos de los
relámpagos por las múltiples rendijas.
El agua sucia entró por los quicios y empezó a esparcirse en el suelo.
Bravo era el viento en la distancia, y a ratos parecía arrancar árboles.
Remigia abrió la puerta. Un relámpago lejano alumbró el sitio de Paso Hondo.
¡Agua y agua! Agua aquí, allá, más lejos, entre los troncos escasos, en los
lugares pelados. Debía descender de las lomas y en el camino real se formaba un
río torrentoso.
-¿Será una niega? -se preguntó Remigia, dudando por vez primera.
Pero cerró la puerta y entró. Ella tenía fe; una fe inagotable, más que
lo que había sido la sequía, más que lo sería la lluvia. Por dentro, su bohío
estaba tan mojado como por fuera. El muchacho se encogía en el catre, rehuyendo
las goteras.
A medianoche la despertó un golpe en una esquina de la vivienda. Se fue
a levantar, pero sintió agua hasta casi las rodillas. Bramaba afuera el viento.
El agua batía contra los setos del bohío.
¡Ay de la noche horrible, de la noche anegada! Venía el agua en golpes;
venía y todo lo cundía, todo lo ahogaba. Restalló otro relámpago, y el trueno
desgajó pedazos de oscuro cielo.
Remigia sintió miedo.
-¡Virgen Santísima! -clamó-. ¡Virgen Santísima, ayúdame!
Pero no era negocio de la Virgen, ni de Dios, sino de las ánimas, que
allá arriba gritaban:
-¡Ya va medio peso de agua! ¡Ya va medio peso!
***
Cuando sintió el bohío torcerse por los torrentes, Remigia desistió de
esperar y levantó al nieto. Se lo pegó al pecho; lo apretó, febril; luchó con
el agua que le impedía caminar; empujó, como pudo, la puerta y se echó afuera.
A la cintura llevaba el agua; y caminaba, caminaba. No sabía adónde iba. El
terrible viento le destrenzaba el cabello, los relámpagos verdeaban en la
distancia. El agua crecía, crecía. Levantó más al nieto. Después tropezó y
tornó a pararse. Seguía sujetando al niño y gritando:
-¡Virgen Santísima, Virgen Santísima!
Se llevaba el viento su voz y la esparcía sobre la gran llanura líquida.
-¡Virgen Santísima, Virgen Santísima!
Su falda flotaba. Ella rodaba, rodaba. Sintió que algo le sujetaba el
cabello, que le amarraban la cabeza. Pensó:
-En cuanto esto pase siembro batata.
Veía el maíz metido bajo el agua sucia. Hincaba las uñas en el pecho del
nieto.
-¡Virgen Santísima!
Seguía ululando el viento, y el trueno rompía los cielos. Se le quedó el
cabello enredado en un tronco espinoso. El agua corría hacia abajo, hacia
abajo, arrastrando bohíos y troncos. Las ánimas gritaban, enloquecidas:
-¡Todavía falta; todavía falta! ¡Son dos pesos, dos pesos de agua! ¡Son
dos pesos de agua!
Juan Bosch (República Dominicana, 1909 – 2001).
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por comentar. Tu comentario será leído y publicado pronto.