Pintura y poesía

Pintura y poesía

martes, 26 de septiembre de 2017

Raquel Lanseros. 2059.

Las viejas o El tiempo o Hasta la muerte (1810/1812)
Francisco de Goya y Lucientes (Espàña, 1746 - 1828)
Óleo sobre lienzo
Palacio de Bellas Artes de Lille, Lille, Francia. 

He imaginado siempre el día de mi muerte.
Incluso en la niñez, cuando no existe.

Soñaba un fin heroico de planetas en línea.
Cambiar por Rick mi puesto, quedarme en Casablanca
sumergirme en un lago junto a mi amante enfermo
caer como miliciana en una guerra
cuyo idioma no hablo.
Siempre quise una muerte a la altura de la vida.

Dos mil cincuenta y nueve.
Las flores nacen con la mitad de pétalos
ejércitos de zombis ocupan las aceras.
Los viejos somos muchos
somos tantos
que nuestro peso arquea la palabra futuro.
Cuentan que olemos mal, que somos egoístas
que abrazamos
con la presión exacta de un grillete.

Estoy sola en el cuarto.
Tengo ojos sepultados y movimientos lentos
como una tarde fría de domingo.
Dientes muy blancos adornan a estos hombres.
No sonríen ni amenazan: son estatuas.
Aprisionan mis húmeros quebradizos de anciana.
No va a doler, tranquila.
Igual que un animal acorralado
muerdo el aire, me opongo, forcejeo,
grito mil veces el nombre de mi madre.
Mi resistencia choca contra un silencio higiénico.
Hay excesiva luz y una jeringa llena.

Tenéis suerte, -mi extenuación aúlla-,
si estuviera mi madre
jamás permitiría que me hicierais esto.


Raquel Lanseros (España, 1973).

lunes, 25 de septiembre de 2017

Fernando Valverde. La caída.

Anciana sentada
Atribuida a Antonio Puga (España, 1602 - 1648)
Óleo sobre lienzo
Museo Nacional del Prado, Madrid España.
A mi madre

¿Recuerdas cómo mueren los pelícanos?
Bajo el sol de la tarde
que golpea la costa del Pacífico
el agua los engulle como al plomo.

Nada puede salvarlos.

Hay tanta dignidad en el vacío,
tanto amor en sus vuelos,
que en el último instante escogen el silencio.
Sólo queda
el golpe de sus cuerpos contra el agua
como un rumor de viento imperceptible.

Desde esta habitación no puede verse el mar,
no existen altas rocas y no queda horizonte
que no hayan destruido.

No importa,
intuyes un rumor en esta noche negra,
puedes tocar su brazo.

Recordarás entonces, al percibir el frío,
que en otoño ese mar que tanto amas
se vuelve gris y deja
los nombres del pasado escritos en la arena.

Te has sentado a mirarlos.

Frente a ti,
torciendo el horizonte,
un niño se sumerge entre las olas.
El levante, tan cálido y perfecto,
lo traiciona y lo empuja.

Has venido a salvarme.

Tus brazos,
tan frágiles ahora,
cubren el cuerpo de mis nueve años
hasta tocar la orilla.

Es cierto,
desde esta habitación no puede verse el mar
pero tiemblan mis manos igual que aquella tarde.
Ahora cojo las tuyas,
siente cómo te amo,
cómo salvas mi miedo con tus gestos,
cómo tienes la vida sujeta entre los dedos.

Deja a un lado la carne,
has golpeado tanto tu rostro contra el agua
que la luz se ha quebrado.

No hay estrellas debajo del océano.

Abre los ojos,
es tan ciega la muerte que el temor te confunde.
Abre los ojos,
búscame ahora en medio de este océano,
voy a agarrarte fuerte con mis brazos,
siente cómo te aprieto,
busquemos nuestra orilla,
el mar no ha dibujado nuestros nombres,
es hoy, no somos el pasado,
es salado el sudor,
es la espuma del mar contra las rocas
este miedo en tus labios.

Nos espera la vida.

De Los ojos del pelícano, 2010


Fernando Valverde (España, 1980).

domingo, 24 de septiembre de 2017

Antonio Lucas. Hombre a oscuras.

Amantes en las lilas (1930)
Marc Chagall (Bielorusia, 1887 - 1985)
Óleo sobre lienzo
Museo de Arte Metropolitano de Nueva york (MET), Estados Unidos.

A Vera y Jesús Ruiz Mantilla

De la noche recuerda lo que no ha sido el sueño.
Tu cuerpo y su cuerpo, el cataclismo de abrazos.
Las voces de afuera.
La vida creciendo con su infernal abalorio
y su ruido en nosotros.

Va para un año que estamos aquí
sin avistar aún naufragios,
y somos despacio la fundación de otra selva,
el caldero que acoge lo que dos se descubren,
las palabras rehenes,
el contigo que avanza de mi noche a tu lumbre.

Te he visto a mi lado, rumbo ciego a deshoras,
enmudecer como un pecho.
En redonda unidad
dibujar una infancia
para amarme otra vez
o hasta odiarme despacio.

Este íntimo hambre de saber que aún no duermes,
pero estás a mi lado.
Esta arteria de sombra.
El sanar en lo oscuro la herida del día
con secreta herramienta de voces,
con cruda progenie de manos.

Qué falta de ti en lo callado del cuarto.
Cómo insiste el idioma en lo que nunca se ha escrito.

Hay certezas que calman sin ocupar el espacio,
y calientan los vientres,
y retardan la nieve en la provincia del daño.
Hay una esbelta piedad en la nunca aprendido,
mundos de sol donde ya no amanece.

No muy lejos de ti un hombre respira con casera intemperie.                     
Su insomnio es amor,
lento oficio y remedio.
Aceptar la pendiente de una luz que se apaga
es su sólo ademán de estar quizá solo.
Y pregunta a su sangre.
Y responde a sus ecos.
Y es un árbol vibrando.
Y al callar se rebela.
 Y se sabe memoria
de otras noches en vilo
extrañando en lo hondo (con ojos abiertos)
un contorno templado,
un nocturno calor o lingote de cuerpo.

Y es el más alto don ese estado de alerta,
ese tiempo tan quieto.                                                
Pues quien no conoció la tristeza
ignora que amar no hace ruido.

Antonio Lucas (España, 1975).

sábado, 23 de septiembre de 2017

Anónimo. Epitafio de Alia Potestad liberta de Aulos.

Inscripción sepulcral para Alia Potestad
Placa de mármol encontrada en la Vía Pinciana de Roma en 1912.
Museo Nacional de Arte Romano, colección epigráfica, Roma, Italia. 
Fotografía: Kleuske, commons.wikimedia.org



Dis Manib(us)
Alliae A(uli) l(ibertae) Potestatis

Hic Perusina sita est, qua non pretiosior ulla.
Femina de multis uix una aut altera uisa
sedula. Seriola parua tam magna teneris.
«Crudelis fati rector duraque Persiphone,
quid bona diripitis exuperantque mala?»
Quaeritur a cunctis, iam respondere fatigor,
dant lachrimas, animi signa benigna sui.
Fortis, sancta, tenax, insons, fidissima custos,
munda domi, sat munda foras, notissima uolgo,
sola erat ut posset factis occurrere cunctis;
exiguo sermone, inreprehensa manebat.
Prima toro delapsa fuit, eadem ultima lecto
se tulit ad quietem positis ex ordine rebus.
lana cui e manibus nuncquam sine caussa recessit,
opsequioque prior nulla moresque salubres.
Haec sibi non placuit, numquam sibi libera uisa.
Candida, luminibus pulchris, aurata capillis,
et nitor in facie permansit eburneus illae
qualem mortalem nullam habuisse ferunt,
pectore et in niueo breuis illi forma papillae.
Quid crura? Atalantes status illi comicus ipse.
Anxia non mansit, sed corpore pulchra benigno.
Leuia membra tulit, pilus illi quaesitus ubique;
quod manibus duris fuerit culpabere forsan:
nil illi placuit nisi quod per se sibi fecerat ipsa.
Nosse fuit nullum studium, sibi se satis esse putabat,
mansit et infamis, quia nil admiserat umquam.
Haec duo dum uixit iuvenes ita rexit amantes,
exemplo ut fierent similes Pyladisque et Orestae:
una domus capiebat eos unusque et spiritus illis.
Post hanc nunc idem diuersi sibi quisq(ue) senescunt;
femina quod struxit talis, nunc puncta lacessunt.
Aspicite ad Troiam, quid femina fecerit olim!
Sit precor hoc iustum exemplis in paruo grandibus uti.
Hos tibi dat uersus lacrimans sine fine patronus
muneris amissae, cui nuncquam es pectore adempta,
quae putat amissis munera grata dari,
nulla cui post te femina uisa proba est.
Qui sine te uiuit, cernit sua funera uiuos.
Auro tuum nomen fert ille refertque lacerto,
qua retinere potest auro collata Potestas.
Quantumcumq(ue) tamen praeconia nostra ualebunt,
uersiculis uiues quandiucumque meis.
Effigiem pro te teneo solacia nostri,
quam colimus sancte sertaque multa datur,
cumque at te ueniam, mecum comitata sequetur.
Sed tamen infelix cui tam sollemnia mandem?
Si tamen extiterit, cui tantum credere possim,
hoc unum felix amissa te mihi forsan ero.
Ei mihi! Vicisti: sors mea facta tua est.

Laedere qui hoc poterit, ausus quoque laedere diuos:
haec titulo insignis, credite, numen habet.


A los Manes
Alia Potestad liberta de Aulos

Aquí yace enterrada Perusina, y ninguna mujer hay más meri­toria.
Apenas una o dos, de entre muchas, parecen haber sido tan obsequiosas.
¡Tú, tan grande, guardada en una urna pequeñita! ‘
Cruel responsable del destino e implacable Perséfone,
¿por qué os lleváis lo bueno y se queda aquí lo malo?’
Todos lo preguntan y ya me canso de responder;
derraman lágrimas, signos generosos de su corazón.
Decidida, íntegra, tenaz, irreprochable, guardiana de lo más leal,
intachable en su casa, y de sobra intachable fuera de su casa, conocidísima por todos,
era la única que podía afrontarlo todo;
de conversación discreta, resultaba irreprochable.
Fue siem­pre la primera en abandonar el lecho,
y también la última en irse a descansar tras haberlo dejado todo en orden;
la lana nunca se apartó de sus manos sin una razón,
y nadie la superaba en ganas de agradar; sus costumbres eran muy saludables.
Nunca pensó en sí misma, nunca se consideró libre.
Bella, de ojos hermosos, cabellos de oro,
y conservó en su rostro una belleza de marfil
como dicen que no ha tenido nunca ninguna otra mortal;
y en su níveo pecho, el encanto de su pequeño pezón.
¿Y qué decir de sus piernas? Atalanta, su mismo porte elegante.
No anduvo siempre preocupada por su aspecto, sino que era hermosa por su grácil cuerpo.
Lucía una piel lisa, sin ningún tipo de vello;
la culparás tal vez de que tuviera las manos ásperas:
pero nada le parecía bien sino lo que ella misma hacía con sus propias manos.
No tuvo ningún interés en saber nada de nadie, pensaba que con sus asuntos ya tenía suficiente.
Y vivió sin que nadie hablara mal de ella, porque nunca hizo nada reprochable.
Mientras vivió guió de tal manera a dos jóvenes amantes,
que enseguida llegaron a ase­mejarse al modelo de Pílades y Orestes:
una misma casa los acogía y un mismo pensamiento tenían ambos.
Ahora, sin ella, alejados uno de otro, envejecen:
lo que una mujer semejante fue capaz de forjar, ahora un solo instante ha sido capaz de destruir.
Acordaos de lo que en otro tiempo fue capaz de hacer una mujer en Troya
–y os ruego que esté permitido utilizar un ejemplo grandioso para un asunto menor–.
Estos versos, llorando sin cesar, te dedica como regalo a ti,
que te has ido, tu patrono, de cuyo corazón nunca te has alejado,
ver­sos que considera un grato regalo a las personas perdidas;
tu pa­trono, a quien ninguna mujer después de ti le parece buena,
que vive sin ti y, aun estando vivo, ve ya cercana su muerte.
Él trae tu nombre, Potestad, grabado en letras de oro;
y lo lleva consigo en el brazo, para poder conservarte junto a él.
Y cuanto mejor sea mi elo­gio,
tanto más tiempo permanecerás viva en mis humildes versos.
Guardo tu imagen en vez de tu persona, como consuelo,
y la adoro y le ofrezco guirnaldas de flores
y, cuando me una a ti, me seguirá también acompañando.
Pero ¡pobre de mí!, ¿a quién voy a confiarle tan solemne encargo?
Aunque, si hubiera alguien en quien pudiera confiar,
sólo con esto, tras tu pérdida, tal vez podría ser feliz.
¡Ay de mí!, has acabado conmigo: mi suerte es la tuya.

Quien sea capaz de dañar esto, se atreverá también a dañar a los dioses.
La que en este epitafio se ensalza, creedme, tiene cate­goría divina.

Anónimo, Roma, segunda mitad del siglo II.


Fuente: Fernández Martínez, Concepción. CLE 1988: los tópicos, la literatura y la vida, Universidad de Sevilla, en: Studia Philologica Valentina, Vol. 11, n.s. 8 (2008), 153-166.