Pintura y poesía

Pintura y poesía

sábado, 22 de agosto de 2015

Víctor Domingo Silva. Al pie de la bandera.

Los tijerales
Waldo Vila Silva
Óleo sobre tela
Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago, Chile.

¡Ciudadanos!
¿Qué nos une en este instante?
¿Quién nos llama? 
¿encendidas las pupilas y frenéticas las manos? 
¿a qué viene ese clamor que por el aire se derrama 
y retumba en el confín? 
No es el trueno del cañón; 
No es el canto del clarín: 
es el épico estandarte, es la espléndida oriflama, 
es el patrio pabellón que halla en cada ciudadano un paladín.

¡Oh!, Bandera! 
¡La querida, la sin mancha, la primera 
entre todas las que he visto!… 
¡Cómo siento resonar, 
no en mi oído, sino dentro de mi ardiente corazón, 
tu murmullo que es alerta y es arrullo; 
tu murmullo, que es consejo en las tertulias del hogar 
y que en medio de las balas es rugido de león!

¡Cómo siento que fulgura; con qué ardores, 
la gloriosa conjunción de tus colores, 
flor de magia, hecha de fuego, de heroísmo, de ideal! 
¡La bandera! La soñamos inmortal 
con su blanco, con su rojo, y con su azul, 
en que descuella perla viva y colosal, 
esa estrella arrancada para ella al océano de luz del cielo austral!

La hemos visto desde niño; la queremos 
como amamos a la novia, con supremos 
arrebatos, con ternura, con unción. 
Ella vive palpitante en las visiones familiares 
de los días escolares. 
Y, al mirarle hecha jirones, nos parece 
que ella grita al desgarrarse porque mece 
lo que aún queda en nuestras almas de esperanza, de ilusión.

¡Todo pasa! Viento trágico y siniestro
padre noble, dulce madre, tibio hogar.
¡Somos huérfanos! Erramos, dolorosos peregrinos,
por insólitos caminos y al azar…
¡La bandera! ¿Quién olvida 
que ella ha sido como un hada para nuestra edad florida? 
¿Quién, al verla que, a pleno aire, se levanta 
no la advierte como un alma enamorada de la vida? 
¿De qué trémula garganta, 
en los grandes días patrios, 
se escapó una nota sola 
que no haya respondido 
como el eco más sentido 
la bandera que tremola 
en lo alto de una madero carcomido 
de la escuela, del cuartel o del torreón?

¿Qué muchacho, entre la gresca vocinglera 
de Septiembre, malamente disfrazado 
de soldado 
no ha jurado 
convertirse en un héroe patrio y defender de su bandera 
hasta el último jirón?

¡Oh, bandera! ¡Trapo santo! 
hay ingratos que te niegan, que se burlan de tu encanto 
con que envuelves y fascinas; que no 
entienden el lenguaje 
de tu risa y de tu llanto.

Mientras tanto, yo sé bien que no hay ninguno que nostálgico te mire, 
y no tiemble, y no suspire. 
Y no llore en tu homenaje! 
Yo sé bien que a más de un pobre desterrado 
toda el alma en un sollozo has arrancado 
cual se arranca el duro hierro de una herida 
cuando errante por naciones extranjeras 
con el fardo del dolor 
ha observado que, entre un bosque de banderas, 
sólo falta la que amó toda su vida: 
¡la bandera tricolor!

Yo sé bien lo que se siente cuando, a solas, 
desde un barco, mar afuera, entre las olas, 
se percibe la silueta de un peñón 
y sobre él, a todo viento, la bandera, 
la bandera que saluda cariñosa, 
la bandera que es la madre, que es la esposa, 
el hogar, la Patria entera, 
que va oculta en nuestro propio corazón!

Yo no sé cuándo es más grande la Bandera: 
si en el campo de batalla, 
inflamada por relámpagos de cólera guerrera 
y deshecha por el plomo y la metralla, 
o en lo alto tijeral del edificio 
y donde es como un heraldo de alegría 
que levanta, en plena urbe, su armazón, 
porque no se ha consumado el sacrificio 
del que rige, con heroica bizarría, 
el compás de su martillo por el ritmo del pulmón.

Sólo sé que para ella siempre el mismo 
cualquier gesto de heroísmo; 
que ella cubre con la misma majestad a unos y otros; 
la bandera es madre –es hembra!- 
y, si en medio de los vivos a menudo el odio siembra, 
por encima de los muertos sólo arroja su piedad.

¡Ciudadanos! 
Que no sea la bandera en nuestras manos ni un ridículo juguete, 
ni estúpida amenaza ni un hipócrita fetiche, ni una insignia baladí. 
Veneremos la bandera como el símbolo divino de la raza; 
adorémosla con ansia, con pasión, con frenesí, 
y no ataje en nuestro paso, mina, foso ni trinchera 
cuando oigamos que nos grita la bandera: 
"!Hijos míos! ¡Defendedme! ¡Estoy aquí!"

Víctor Domingo Silva (Chile, 1882 - 1960)

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